EL RECUERDO INMÓVIL

Luís Filipe Silva

Portugal

En los meses del Sol Iracundo, surge un viento extraño, un viento mortífero que viene del norte, cuyo toque gélido, se dice, es fatal, capaz de inmovilizar a un hombre en el lugar donde esté, fijarlo en la posición que presentaba cuando fue sorprendido, apagar, como si de una llama frágil e indefensa se tratase, su vida, su voluntad. Ese viento, al que nadie le dio un nombre, silba furiosamente sobre nuestros tejados, con un estertor súbito de dolor cuando las afiladas aristas de metal le rompen la piel etérea, obligándolo a separarse en dos. Sopla continuamente durante días y después desaparece, tan sin aviso como había aparecido. Y durante esos días, durante esas horas de miedo y de lucha, nos encerramos en nuestras refugios, cortando el contacto con los demás, manteniéndonos, sin embargo, unidos y próximos a la familia, a aquellos que habitan con nosotros el refugio. No es culpa nuestra, el viento nos fuerza. El miedo nos fuerza. Bajo amenaza, afirmamos la importancia de la familia, negando a los otros, negando al mundo. Buscando soportar el conocimiento de aquella situación tan frágil, de poder morirnos de un momento a otro sin que nadie nos pueda ayudar, sin que podamos ayudar a nadie. Rezamos para que no se oigan sus gritos, para que en breve los olvidemos y se pierdan entre los restantes pensamientos atormentados, en el universo de las tareas diarias. Rezamos por muchas cosas, tal es nuestra debilidad. Yo, en particular, rezo para no oír el nombre de ella cuando el viento sopla; porque el nombre de ella es transportado por el viento.

Llllliiiiiissssssssaaaaaaaaa.


Ilustración: Héctor Chinchayán

Hombre, ¡despierta! ¿Estás durmiendo de pie?

Era el llamado cavernoso de Pedro, el gigante de barba blanca y tronco de piedra encargado de sustentar a la familia sobre sus hombros. Deberías llamarte Atlas, pensaba yo con frecuencia.

Las mujeres agarraban a los más menudos, encogidas en un rincón. Los besaban metódicamente, en un ritual automático e inconsciente, envolviendo los pequeños cuerpos en un abrazo desesperado; sus labios como lapas mojaban los rostros de los infantes, como si dijesen: estás aquí, continúas aquí, todavía estás aquí. Los chicos, también ellos indiferentes al ritual, miraban hacia arriba. Miraban siempre hacia arriba, cuando el viento soplaba, enfrentaban al enemigo mirándolo a los ojos, mudos, inmóviles, temblando de miedo, pero también de admiración. Queréis ser como el viento —escribiré yo, cuando me encuentre en otro lugar, lejos del centro de los acontecimientos, donde la memoria se forma y el miedo se esculpe—, queréis ser fuertes e intrépidos, recorrer espacios sin esfuerzo, curvar montañas a vuestro paso. Y después, intentaba, yo mismo, imitarles el gesto, pero me enfrentaba con el tejado negro tan próximo, estremeciéndome violentamente en una lucha desigual. Me enfrentaba con la fina membrana que me separaba de la muerte. Retornaba la mirada a la tierra.

Había un extraño silencio en medio de tanto estruendo, una isla de calma y escucha devota que era nuestro núcleo, nuestro refugio de tres o cuatro divisiones abiertas, nuestro pequeño espacio desprovisto de privacidad tal como el mundo a nuestro alrededor estaba desprovisto de vida. Un silencio que algunos, los menos resistentes, intentaban destronar con dichos jocosos y carcajadas apresuradas en sus voces agudas e inciertas, lo que denunciaba el pánico que sentían. Pero la situación era demasiado poderosa como para permitir distracciones, era demasiado apremiante como para que tuviésemos una alternativa a quedarnos sentados, inmóviles, mudos como animales durante la tempestad.

Y el Sol Iracundo arrojaba sobre nosotros su furia inclemente. El globo de sangre penetraba por los paneles tapados, se infiltraba en los orificios de vigía, coloreando de fatalidad y angustia la pálida piel de los pequeños, los besos de las madres, la respiración lenta de los hombres. Concentrando todo el combustible en el esfuerzo desesperado de mantener el habitáculo mínimamente calefaccionado, sólo podíamos destinar una porción ínfima a la iluminación y así, la luz de aquel astro hinchado, de aquel gigante rojo, nos bendecía con su extraño sacramento.


Ilustración: Héctor Chinchayán

—Hombre, ¡despiértate, ya te dije! Tenemos cosas que hacer.

Era tiempo de actuar, guardar el alma en un rincón de la mente y conceder la palabra al cuerpo. Actuar como una madre que besa al hijo: pero nosotros besábamos a la vida, con fervor, la besábamos en nombre de toda la comunidad. Utilizando colas orgánicas, fibras de autómatas celulares, pastas y nanobots, o con la eficiencia simple del oxiacetileno, remendábamos las finas y casi invisibles fracturas en la cerámica de las paredes, los puntos de fatiga en el metal. Encontrábamos las fallas con instrumentos gastados por el uso: nuestras manos, la mayoría de las veces, manos en las que se asentaba la seguridad de la familia, manos que tenían conciencia, casi propia, de la responsabilidad que cargaban. Y después se confirmaba con otros instrumentos, los de medición, cuando era posible, cuando había tiempo. No siempre lo había.

Durante el trabajo, algunos hombres murmuraban. Está casi, está casi, pero no se referían al trabajo. Era el viento que casi había pasado, los días de reclusión y miedo. Efectuaban las reparaciones con devoción sobre la superficie monótona del refugio, con los ojos vidriosos, arreglando fracturas o fijando un panel extra contra la pared del este porque el viento parecía soplar con más intensidad de ese lado. En sus murmullos inconscientes se descubría el cántico que cada uno de nosotros salmodiaba. Estaba casi. Un minuto más, otro minuto, otro minuto aún; una hora más, otra hora, un día más. Y después el mundo volvería a adormecerse. No obstante, aunque continuase desprovisto de vida, aunque continuase helado e infinito, no nos atacaría más, podríamos pisar su superficie y escuchar su sueño.

Lo peor era que quedaban intactos, contaría yo, con mi locución literaria, si esto no pasase de ficción, de sueño fantástico. Si no quedasen intactos, tal vez el miedo no fuese tan grande, tal vez consiguiésemos aguantar. Pero en ellos nada se arruinaba. Sus manos, erguidas a la mitad del cuerpo, eran tan naturales en la sugerencia del gesto incompleto, con los pliegues de la piel y carne alrededor de los dedos, y los cabellos echados hacia atrás, como alcanzados por una brisa suave. Las ropas, delicadamente delineadas, ocultaban la textura del tejido en la riqueza de las arrugas naturales y de los dobleces provocados por el uso y por el movimiento. Y en sus rostros se abrigaba la mezcla dolorosa de la conciencia, resignación y detalle. El detalle que sólo una tecnología superior conseguiría producir, pero no fue necesaria una tecnología superior, ni la persistencia de un artista meticuloso. Sólo fue requerido un precio, el mayor que se puede pagar. Y entonces, las manos habían quedado rígidas, los cuerpos se habían endurecido, el tiempo se había detenido para aquel jardín de estatuas, cercadas por los restos de un refugio derrotado. El jardín eterno de las flores de la memoria. Y no podíamos ni siquiera tocar con los dedos congelados las mejillas que el sol mantenía ruborizadas. No podíamos acariciar los pétalos de aquellas flores, por temor a dañar su forma, de derribar la estatua que, soñábamos, retornaría a la vida, retornaría a la vida.

Si hubiese insistido, si la hubiese convencido de que se quedase en mi refugio, aquella vez, si hubiese sido fuerte para demoler la determinación de permanecer junto a su familia. Si la hubiese amado lo suficiente. Los si... abandonaron mi boca rumbo al aire frío, cristales de imposibilidad, y el viento los llevó, llevó consigo el deseo y el arrepentimiento, y los diseminó por el mundo, llenó con ellos el planeta desolado, tornándolos en piedra, en estatua, en testigo eterno y silencioso.



Título original: "A recordaçao imóvel"
Traducción del portugués: Beatriz Komavli.


Luís Filipe Silva nació el 6 de diciembre de 1969 en Lisboa, Portugal. Se graduó en la Dirección del Instituto de Economía y Dirección y actualmente es Consultor de los Sistemas de Información. Su actividad literaria contempla la publicación de tres novelas: Cidade da Carne, Vinganças y Terrarium, um romance em mosaicos, y una colección de cuentos, O Futuro à Janela. Es una de las voces más respetadas de la joven narrativa fantástica de su país y ya tenemos más material de su autoría para publicar en Axxón.


Axxón 168 - noviembre de 2006
Cuento de autor europeo (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Condiciones de vida: Portugal: Portugués).