EL AÑO QUE PERDÍ A LUCY

Fran Ontanaya

España

Conocí a Lucy en Missouri, cerca de Saint Louis. La unidad de cascos azules a la que yo pertenecía fue desplegada en esa zona dentro de una misión de la ONU para ayudar a las víctimas de la Tercera Guerra Mundial. Al principio me costó habituarme a las condiciones de trabajo. La situación era diferente al clásico escenario de postguerra en el tercer mundo, en particular porque los supervivientes a los que teníamos que asistir eran gente que nunca antes había sufrido aquellas penurias. Eso es algo que es difícil de entender hasta que uno no se encuentra sobre el terreno. Por si no han oído antes esta historia, y eso es difícil de creer, mi nombre es Shinji y, como muchos otros, presencié todo el conflicto desde los cuarteles de mi país, cerca de Tokio, porque se temía que la escalada de violencia llegara también a Oriente. Sólo cuando se vio sin duda alguna que lo peor ya había pasado nuestro gobierno permitió que el mando de las Naciones Unidas nos movilizara al otro lado del Pacífico. Así que, en cuanto terminó la guerra, volé a Londres, donde suele organizarse mi unidad antes de cada misión y, tras recibir las vacunas pertinentes y un entrenamiento especial para actuar en un teatro de operaciones contaminado por armas químicas y biológicas, me subieron a uno de los primeros Hércules que partieron rumbo a Estados Unidos, cargado hasta los topes de medicamentos y de víveres.

Eso fue a finales de 2030. Tomamos tierra en Navidad, en un aeropuerto civil que, salvo por los camiones y el material militar, estaba completamente desierto. En Año Nuevo nuestro hospital de campaña levantado en las afueras de Saint Louis estaba funcionando a pleno rendimiento. Mi trabajo consistía en identificar y registrar a los supervivientes que llegaban al campamento. Si ese trabajo no era fácil de por sí, se vio complicado por lo que entonces se empezó a llamar "el síndrome de Missouri". Cuando los supervivientes intentaban recordar algo, y esto era imprescindible para averiguar su identidad y reunirlos con sus familias, de pronto querían dejar de respirar, se tapaban la boca y la nariz con ambas manos y se acurrucaban en el suelo o echaban a andar desorientados buscando refugio. Al final se daban cuenta de que no podían luchar contra lo inevitable, se derrumbaban y rompían a llorar, unas veces en silencio y otras de forma histérica. El miedo a respirar aire contaminado se había grabado en su subconsciente con tal intensidad que iban a pasar muchos años antes de que pudieran recuperarse por completo.

Como todo el mundo sabe, aquella no fue una guerra convencional. No había un enemigo defendiendo su propio territorio, con infantería, tanques, aviones y todo lo demás. Aquella guerra, en cambio, fue obra de una alianza de grupos fundamentalistas, mafias del Este y cabecillas de la corrupción y el tráfico de drogas y armas. Cada organización tenía su propio territorio, sus propios medios y métodos, y sólo compartía con el resto tres ideas: el motivo, el día y el enemigo a combatir. El orden internacional que había nacido de las circunstancias históricas del siglo veinte amenazaba los intereses de estas organizaciones, acostumbradas a pescar sus beneficios en ríos revueltos. No intentaron realmente derribar el árbol de Occidente, del que se alimentaban con fruición, sino sacudirlo para que cayeran sus doradas manzanas.

Las primeras informaciones se empezaron a filtrar en otoño de 2028. Como sin duda podrán recordar, enseguida rodaron miles de cabezas de líderes de clanes y comandos terroristas, tolerados hasta entonces vayan a saber por qué... pero eran tantos, y tantas las redes implicadas, que fue imposible contener el desastre a tiempo. A corto plazo fue un esfuerzo inútil y contraproducente. Al cortar la cadena jerárquica de esas organizaciones las células siguieron actuando en solitario, sin control, como pollos sin cabeza.

Pero, no era de historia de lo que les iba hablar. Cuando vi a Lucy por primera vez ya no nos importaba mucho cómo habíamos llegado a aquella situación. Lo único en lo que pensábamos era en las ciudades devastadas por la guerra y el caos que siguió. Saint Louis era un buen ejemplo; pese a que, salvo por el silencio y las tiendas saqueadas e incendiadas, seguía siendo la misma ciudad. Los semáforos todavía controlaban el tráfico inexistente, las palomas y los gorriones se adueñaban de las calles, el cielo despejado seguía siendo azul... cuando recorríamos los barrios en furgón mirábamos a ambos lados y nos costaba entender por qué nada se movía, por qué no había huellas de batalla, por qué no había edificios en ruinas y orificios de bala en las fachadas. Pero, eso sí, la ciudad hedía... hedía a muerte. Millares de moscas zumbaban por todas partes, desafiando al frío, entraban y salían de las ventanas mientras nosotros nos ajustábamos las máscaras para que no tocaran nuestra piel. En la calle ya no quedaban cadáveres, pero dentro de las casas... oh, dentro de las casas. Era imposible imaginar cuántas víctimas habían perecido escondidas dentro de su hogar.

Como dije al principio, conocí a Lucy cerca de Saint Louis. No fue en la ciudad, sino en las afueras, donde se concentraba la masa principal de supervivientes. Había caído una fina capa de nieve que crujía y salía despedida de las ruedas de nuestro camión. Llevábamos gafas protectoras y gruesos trajes de campaña y para tratar de olvidar todo lo que habíamos visto bromeábamos sobre nuestra apariencia y otras cosas igual de triviales. Transportábamos un cargamento de vacunas a una clínica rural para prevenir contagios aislados, aunque la mayor parte de los agentes biológicos se habían degradado ya y habían dejado de suponer un peligro. Divisamos a Lucy caminando por la cuneta de la autovía, con las mejillas sonrojadas por el frío y apretando los brazos en el regazo. Vestía sólo una blusa y unos vaqueros gastados. Su pelo, rubio oscuro, estaba desarreglado y al acercarnos vimos que tenía los ojos hinchados y enrojecidos, enmarcados por hondas ojeras. Tenía aspecto de no haber comido en varios días y de haber pasado bastante frío. Detuvimos el camión a su lado, nos levantamos las gafas y entablamos conversación con ella. Nos contó que trabajaba en una gasolinera, a unas dos millas de allí, que había sobrevivido con los víveres del supermercado desde que estalló la guerra y que, al ver los helicópteros sobre la ciudad, había salido pensando que era seguro regresar y que podría averiguar entonces qué había sido de sus familiares. Todo esto lo dijo sin emoción, como si en aquel momento no pudiera pensar —y creo que no lo hacía— en otra cosa que en llegar a la ciudad y llamar a las puertas de su gente. Ni siquiera le afectó haberse encontrado con una patrulla de rescate tras un largo año de aislamiento. Lo normal era que los supervivientes se arremolinaran en torno al camión, unas veces pidiendo medicinas, comida o agua potable (¿dónde debió de quedar la riqueza de aquel país?), otras que buscáramos un nombre en los registros de entrada de los campamentos. Lucy, en cambio, no se inmutó al vernos llegar. Se negó a subir al camión e insistió de forma muy educada en que debía ir a la ciudad. No íbamos de camino al campamento, así que, después de preguntarle si quedaba combustible en la gasolinera, decidimos pedir un coche a la base y que yo esperara con ella hasta que nos vinieran a buscar. El camión siguió su camino, yo me quité la chaqueta, la eché sobre los hombros de Lucy... y así fue como empezó nuestra relación.

Si mis rasgos hubieran sido occidentales, tal vez no se habría fijado en mí. Mi esmerado inglés londinense sirvió para dar pie a la conversación y, al cabo de un rato, logré que me hablara de lo que había vivido durante aquel último año. Se refirió muy por encima a las ocasiones en que se había enfrentado a los saqueadores. Acudían para robar la gasolina, cosa que no le preocupaba, y los alimentos del supermercado, de los que en cambio dependía su propia supervivencia. Consiguió echarlos a punta de pistola, incluso cuando volvían de noche para sorprenderla. No mencionó si había llegado a usar el arma pero, teniendo en cuenta las circunstancias, supuse que se habría visto obligada a herir, e incluso matar, a varios de los asaltantes antes de que comprendieran que no estaba dispuesta a dejar que la echaran fácilmente de allí.

Mientras la escuchaba me di cuenta de que aún llevaba por dentro las heridas de la guerra. Era como las personas que se dan un fuerte golpe en la cabeza, pero no notan el dolor y no comprenden que están aturdidos; sólo hablan de algo que ya no tiene sentido o hacen preguntas que están fuera de lugar. Así era Lucy cuando la conocí: una superviviente y una víctima... por ella misma y por la gente que había perdido. Todavía luchaba por resistir el miedo y el dolor a los que se había enfrentado, como si aún no se hubiera librado de ellos y los siguiera arrastrando dentro de su corazón.

Por algún motivo, ese día me convencí de que mi amor podría salvarla de los terribles recuerdos de la guerra...


~


Pasó lo que quedaba del invierno, pasó la primavera y pasó gran parte del verano. Lucy vivía en el campamento de refugiados, cerca del puesto de la ONU. Todos sus conocidos habían sido dados oficialmente por muertos, aunque sus cuerpos habían sido enterrados de forma apresurada en fosas comunes. Un funcionario demasiado cargado de trabajo llegó y le hizo firmar los papeles para recibir sus posesiones. El gobierno parecía tener prisa por poner la economía de nuevo en funcionamiento.

Tanto soldados como supervivientes nos acostumbramos pronto a la vida tras el desastre. Los servicios se restablecían en todas partes, llegaban equipos de limpieza, alimentos y útiles de primera necesidad pagados por millones de donaciones anónimas, se abrían fosas numeradas en el campo, se celebraban multitudinarios funerales oficiales y otros más íntimos aunque no menos emotivos. Los estadounidenses estaban deprimidos y exhaustos, pero reunían sus últimas fuerzas y, dejando de lado su individualismo tradicional, empezaban a trabajar codo con codo para devolver a todo su aspecto original. De pronto era fácil ver, sentados uno junto a otro, frente a las tiendas verdes del campamento, a un hombre en un arruinado traje de ejecutivo compartiendo un pedazo de pan con un joven antisistema. Se dice que las guerras suelen formar extraños compañeros de viaje...

Un día nos visitó el presidente de los Estados Unidos. El mismo que fracasó en detener el ataque y que terminaría siendo enjuiciado unos años después. Permaneció tres horas en Saint Louis, escuchó con atención todo lo que le contaron, entró en el campamento y saludó de forma cordial a la gente. En su rostro se adivinaba que la situación le venía muy grande. Su secretaria de estado nos puso al corriente de las tareas de coordinación y logística y se entrevistó con los mandos para averiguar si se podía devolver la ciudad a un estado habitable antes de fin de año. Había que repoblar los lugares más afectados por los ataques y, con ese fin, se estaban aceptando cientos de miles de solicitudes en las embajadas de todo el mundo.

Recuerdo esa visita de forma especial porque, sólo unos pocos días después, el humor de Lucy empezó a cambiar y se volvió taciturno. Hablábamos mucho de la guerra, de Europa, de miles de cosas, pero parecía querer distanciarse de mí o, en cierto modo, que no me acercara a ella. Por supuesto, cuanto más me rechazaba más esfuerzos hacía yo por quedarme a su lado. Fuera como fuese, no supe que estaba embarazada hasta mediados de agosto. Para entonces sólo le faltaban tres meses para salir de cuentas. Desde luego era bastante tarde para preguntarse cómo había podido suceder. Entre las misiones que me mantenían varias semanas fuera, el distanciamiento de Lucy y, si quieren tenerlo en cuenta, la mala iluminación de las tiendas de campaña, no tuve oportunidad de descubrirlo antes por mí mismo. Pensé que había recuperado el peso perdido durante la guerra, aparte de que el bebé tampoco se había desarrollado mucho. Cuando por fin lo supe —y entendí, de ese modo, el porqué de sus reservas—, la abracé, la besé, le pregunté por qué no me lo dijo y luego la besé de nuevo. Ella parecía feliz... pero las sombras de sus ojos no habían desaparecido, como si todavía llevara consigo una terrible pena.

Después, tan pronto encontré a un amigo en el hospital de campaña y la dejé a su cargo, fui directo al cuartelillo. Ya habíamos tenido tiempo de discutirlo, Lucy y yo, y habíamos decidido que Londres sería mejor que Tokio. Para mí era una segunda patria y ella no tendría problemas con la cultura ni el idioma. Por aquella época todas las unidades desplegadas en misión humanitaria habían empezado a llevar a cabo rotaciones con soldados de ejércitos regulares, desmovilizados por fin de sus posiciones de defensa, así que no hubo problemas para conseguir la excedencia. Tuvimos que aceptar incluso que se hiciera publicidad de nuestro caso para animar la moral general.

Por supuesto, todo el mundo esperaba que nuestra historia tuviera un desenlace feliz. Lo cierto es que eso, al final, no iba a ser de mucha ayuda...


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Nos recibió un otoño lluvioso en la capital inglesa. Es algo que yo debería haber previsto. Podríamos haber ido de viaje a Italia o a España y esperar a que nuestro hijo naciera antes de trasladarnos. Aquel no era buen clima para Lucy. Lo que ella necesitaba era un sol radiante, paisajes alegres, descanso y, sobre todo, tiempo para comenzar de nuevo una vida normal. Para mí era fácil pasar por alto todo aquello pues, en aquel momento, cualquier lugar me parecía mejor que Saint Louis. La otra razón para ir al Reino Unido era que no tendría que cambiar de regimiento y, visto desde la distancia, está claro que esa fue una decisión egoísta. Quería tenerlo todo: hacer feliz a Lucy, evitar mi traslado, criar a nuestro hijo en Europa, vivir en un país en el que me sentía como en casa. Habría sido mejor si lo hubiéramos dejado todo y hubiéramos comprado una pequeña granja en Centroamérica, o una casa flotante con la que recorrer las islas del Pacífico. Creí que era importante ser un casco azul porque me hacía sentir importante; si hubiese reflexionado sobre ello me habría dado cuenta de que, en aquellas circunstancias, renunciar podía ayudarme a ganar algo de más valor. O, para ser justos, a no perderlo por no haberle dedicado la atención que merecía.

Lucy y yo nos casamos en Cambridge. Fue uno de los pocos días en que el cielo nos concedió una tregua. Tuve la infeliz idea de sugerir que eso debía de ser una buena señal, un presagio de que empezaban tiempos mejores. No creo que Lucy hubiera conseguido hacerse a la idea de que iba a ser madre, a estar casada con un extraño y a vivir lejos de los Estados Unidos, casi de la noche a la mañana. Todo había sucedido demasiado rápido desde que salimos de allí.

Fue una boda muy íntima. Dos compañeros de mi unidad actuaron como testigos y mi familia presenció la ceremonia por videoconferencia. No quise que viajaran a Cambridge y que entre los recuerdos de boda de Lucy estuviera la ausencia de sus familiares y conocidos. Por atención a ella también propuse que oficiara un sacerdote cristiano, pese a que mi familia es de tradición budista, pero Lucy no aceptó. Imagino que quería evitar oír las palabras de consuelo, de esperanza y de fe que se habrían mencionado de forma inevitable durante la ceremonia. Es difícil que se hubiera sentido acompañada por una protección divina cuando se defendía acurrucada en aquella gasolinera, con un dedo en el gatillo, temiendo que los asaltantes la rodearan o la sorprendieran por la noche y, sobre todo, sabiendo que nadie iba a acudir en su ayuda. De modo que, al final, fue una ceremonia discreta y laica. La ofició un político de la ciudad, marchó tan bien como cualquier boda normal y los dos vivimos uno de los pocos días felices que íbamos a conocer.

Una semana después, cuando Lucy estaba entrando en el último mes de gestación, nuestro médico descubrió que el hijo que esperábamos sufría graves problemas neurológicos. Lucy no reaccionó al recibir la noticia... al menos no como yo temía. Nos quedaba la esperanza de que fuera una deficiencia congénita, en ese caso la medicina podría hacer mucho por ayudarle. Sin embargo, esa última vela se apagó también dos días después, cuando nos comunicaron el resultado de las pruebas de ADN. Nuestro hijo no podía sintetizar correctamente una proteína que era imprescindible para el desarrollo del sistema nervioso. Era probable que los agentes químicos a los que Lucy había estado expuesta hubieran mermado su capacidad para concebir un hijo sano. La enfermedad se podría haber detectado a tiempo si Lucy no hubiera pasado la mayor parte del periodo de gestación en un campamento de refugiados, pero en aquel momento era demasiado tarde para intervenir. La esperanza de vida de nuestro hijo era casi nula.

Kenji nació el doce de octubre de 2031, después de un parto inducido. Respiró el sucio aire de este mundo durante tres horas, y luego dejó de hacerlo. El funeral tuvo lugar quince días después de nuestra boda.

Recuerdo a Lucy vestida de luto, aceptando las condolencias con gran entereza. Cuando la dejaban sola, sin embargo, miraba el pequeño ataúd blanco y estrujaba su negro traje entre las manos. La muerte de nuestro hijo ya era algo bastante malo, pues por él habíamos decidido cambiar nuestras vidas y establecernos en Inglaterra; él había ayudado a unirnos y, en el momento crucial, nos dejaba, perdidos y desorientados. Pero lo más duro era pensar en lo que podía estar pasando por la cabeza de Lucy. Mi dolor era mayor por su sufrimiento que por el de nuestro hijo, que ni siquiera había llegado a conocer las miserias de este mundo.

Nos quedamos en Londres un mes más. En parte porque era difícil abandonar la tumba de Kenji y marcharse a vivir en cualquier otro lugar, sabiendo que habíamos dejado un hijo en aquella tierra lluviosa. Sin embargo, la verdadera razón era que Lucy debía hacerse pruebas cuanto antes para saber cuánto le habían afectado las armas químicas. Estaba claro que el examen al que había sido sometida cuando entró en el campamento no había sido lo bastante riguroso. Si había el más mínimo riesgo de que volviera a dar a luz a un bebé enfermo habría que prevenir de forma definitiva que pudiéramos concebir por medios naturales.

Nuestros temores se acabaron confirmando. El desgraciado que sembró de muerte Saint Louis había destrozado también la vida de muchos de los supervivientes, incluyendo la nuestra. Lucy ingresó a principios de noviembre del 31 para una ligadura de trompas; la operación no tuvo complicaciones y enseguida le dieron el alta. Durante las próximas generaciones habrá muchos que pasarán por lo mismo. Fue igual con Hirosima, Nagasaki, Vietnam... los rescoldos de las guerras contemporáneas arden despacio y tardan mucho en extinguirse.

Unos días después, a primera hora de la mañana, en el apartamento que habíamos alquilado, me levanté y, tras un largo silencio, le dije que nos íbamos a Tokio. Ella no protestó. Yo quería alejarla de aquel mundo viciado por la tragedia y me pareció que llevarla a vivir a una cultura distinta y acercarla a mi familia podía ayudarle a desprenderse del pasado, a pensar sólo en cosas triviales como adaptarse al idioma, la comida y las costumbres... a perder de vista las imágenes de Saint Louis, lleno de moscas, y del funeral bajo la lluvia de Londres.

Compré los billetes de avión con el móvil. Llamé a los míos para explicarles lo que sucedía y pedirles que prepararan nuestra llegada. Teníamos poco que meter en las maletas, a mediodía estaba todo ordenado. Prometí a Lucy que volveríamos al menos una vez cada dos años para visitar la tumba de Kenji; podíamos contratar el servicio de floristería del cementerio. Para no quedarnos el resto del día dentro del apartamento, lamentando nuestra mala suerte, salimos juntos a pasear. Ayudé a Lucy a ponerse la chaqueta y, llevándola del hombro, abandonamos el edificio.

Fuimos hasta el centro en un taxi sin chófer. Nos bajamos enfrente del Big Ben. El tiempo era pésimo, como lo había sido los días anteriores: el cielo estaba cubierto, caía una fina llovizna y la neblina lo tapaba todo a unos cien pasos. Era un día laborable y, para no variar la costumbre, el tráfico era infernal. La estampa era muy desapacible, con ese aire gris e impersonal de las ciudades modernas cuando muestran su rostro más inhumano. Yo tenía pensado caminar un poco y luego refugiarnos de Londres y su terrible clima en un café literario que solía frecuentar, escuchar un rato a los cuenta cuentos y luego, si Lucy se animaba, ir al teatro y reservar cena en un restaurante. Pese al carácter huraño de la ciudad yo le había tomado cariño y quería que Lucy se llevara al menos un recuerdo agradable de ella antes de dejarla atrás.

Ese era el plan en el que estaba pensando mientras pasábamos sobre el Támesis. El río bajaba turbulento, crecido por las lluvias del último mes, las aguas se tragaban el pálido resplandor del cielo y, a la sombra del puente, donde no emitían un reflejo de peltre, eran negras y cristalinas como los ojos de los perros. Fue eso exactamente lo que pensé, "como los ojos de los perros". En ese momento me volví y, al hacerlo, busqué a Lucy a mi lado. Pero Lucy no estaba.

Miré alrededor. Los transeúntes levantaron apenas los ojos hacia el extraño de rasgos orientales y se retrajeron en sus gabardinas o taparon su rostro bajo el paraguas. Una angustia terrible se adueñó de mí... seguro que conocen esa sensación. Regresé sobre el puente, empujé la espalda de la gente que me estorbaba y, cuando empezaba a desesperarme, la encontré. Lucy estaba inclinada sobre el pasamanos, mirando las negras aguas del Támesis.

Grité su nombre. Todos aquellos extras sin nombre que rodeaban nuestra escena se detuvieron y se volvieron hacia el hombre que gritaba. Yo me lancé sobre Lucy. La arrebaté casi con violencia, apartándola del pasamanos y Lucy, sorprendida, gritó también. La estreché entre mis brazos.

—¿Por qué has hecho eso? —dijo ella, y de pronto rompió a llorar—. Me has asustado...

—Lo siento —dije yo—. Lo siento...

Y lo sentía, de verdad. Lo sentía por los dos. Tal era el punto al que había llegado nuestra vida que había empezado a temer por nuestros deseos de seguir viviéndola. Yo tenía a Lucy, a mi familia, a mis amigos... pero Lucy sólo tenía a un soldado japonés y a un niño muerto.

¿Cómo podía la realidad volverse tan desesperada? No éramos los primeros ni fuimos los últimos en sufrir una desgracia semejante. Si todas las parejas encontraban tarde o temprano el modo de superarla, ¿cuándo íbamos a hacerlo nosotros?

En nuestro caso, sin embargo, todo se deslizaba lentamente hacia abajo y el futuro no iba a traernos más que pena y sufrimiento. Lo habría dado todo por tener aunque fuera un débil rayo de esperanza, uno que no se marchitara al tocarlo. Pero, en realidad, nos hacía falta más que eso para cambiar nuestro destino.


~


Lucy pareció animarse cuando entramos en mi viejo piso de Tokio. Los muebles estaban cubiertos con telas, tal y como los había dejado antes de marchar. Era un piso bien situado y podría haberlo vendido o alquilado en un par de días, pero sentí un reparo supersticioso a deshacerme de lo más parecido a un hogar que tenía antes de unirme a una misión en un escenario de guerra. De todas formas sólo pretendíamos quedarnos en aquel piso por un tiempo. Tan pronto como nos fuera posible nos mudaríamos al campo, a una zona residencial. Tokio y su frenético estilo de vida eran bastante duros para un extranjero y yo no quería que Lucy terminara sintiéndose enjaulada dentro del piso. Además, estaba pensando en proponerle que intentáramos tener un segundo hijo, esta vez por fecundación in vitro, pero temía hacerlo demasiado pronto o que Lucy no tuviera las fuerzas suficientes para enfrentarse a ello.

La duda de si Lucy se adaptaría a la vida en Japón no tardó en disiparse y, por una vez, se resolvió a nuestro favor. Es una de esas cosas que tiene la vida, que nos esquiva en lo que deseamos y nos sonríe en lo que menos se la espera. Descubrimos que Lucy podía arreglárselas bastante bien con el inglés. Tokio se estaba rehaciendo a sí misma para ocupar el lugar de Nueva York como la capital del mundo cosmopolita y hasta en los baños públicos se atendía a los clientes en varios idiomas, aunque fuera con ayuda de un traductor de sobremesa. Aun así, Lucy se esforzó por aprender suficiente japonés para leer los letreros y etiquetas de las calles y los comercios del vecindario. No menos importante fue el buen trato de la gente, que para entonces conocía de sobras nuestra historia. No hace falta decir que allí se entendía muy bien lo que estaban pasando los supervivientes de la guerra. Los más ancianos de Japón todavía recordaban las tragedias de la Segunda Guerra Mundial, y los que no llegaban a tanto habían oído suficiente acerca de ellas. Todos los males que había sembrado el gigante de occidente durante el último siglo le habían sido perdonados después de lo que había sufrido, y es que aquella era una buena oportunidad para hacer borrón y cuenta nueva.

Recuerdo el día en el que sugerí a Lucy que tuviéramos un hijo mediante la selección de embriones. El sol era radiante, el cielo de primavera era de color azul puro, algo inusual en la brumosa bahía de Tokio. Estábamos disfrutando de la tarde en los jardines del santuario Meiji. El periódico de ese día traía un gran titular sobre el plan "Armas por alimentos" que estaba siendo discutido en las Naciones Unidas. Todavía no se ponían de acuerdo sobre cómo repartir los despojos del arsenal nuclear norteamericano. Lo último que necesitaba el mundo eran miles de cargamentos de plutonio paseando por delante de las narices de los terroristas. Si algo había demostrado la guerra, en todo caso, era que las armas nucleares eran un invento del pasado, tan anticuado como las espadas y la caballería. Era mejor emplear ese combustible en proyectos civiles o, simplemente, deshacerse de él consumiéndolo en la exploración del espacio.

Ni siquiera tuvimos que discutirlo. Lucy aceptó. Fue tan fácil que me olvidé al momento de mis preocupaciones. Sin embargo, no debería haber dejado que Lucy tomara la decisión tan rápido. Me temo que quise engañarme desde el principio, quise que nuestra vida empezara a enderezar el rumbo y que todos nuestros problemas quedaran atrás. Me levantaba todos los días preguntándome si el sueño habría llegado a su fin, si Lucy habría muerto en la guerra y me habría casado con un fantasma, con un espíritu errante... hasta que la veía alegrarse por algún detalle trivial y entonces mi corazón lleno de dudas se calmaba de nuevo. Me convencí de que un hijo terminaría con aquel duro tránsito y cerraría nuestras últimas heridas. Las técnicas de reproducción asistida nos podían garantizar que nuestro segundo hijo nacería fuerte y sano. Tan pronto cumpliera un año, nos mudaríamos al campo, llevaríamos una vida cómoda y agradable. Y entonces, dentro de diez o quince años, volveríamos a Saint Louis. Así Lucy podría enterrar para siempre las imágenes de la guerra, podría ver su ciudad recuperada por completo, llena otra vez de actividad.

El tratamiento llevó más o menos cuatro semanas, entre abril y mayo. Nos quedamos con el más sano de dos docenas de embriones viables. Podíamos haber elegido uno con mejores cualidades atléticas u otro que podía ser un buen estudiante... pero el riesgo de que naciera enfermo, por insignificante que fuera, era más de lo que podríamos soportar. Afortunadamente el primer intento fue el bueno. Unos días después de la implantación la prueba de embarazo dio positivo. La familia envió flores y muchos regalos. La vida sonreía de nuevo.

Por alguna razón, sin embargo... fui yo el primero en darse cuenta, una semana más tarde, de que las flores que dejamos en casa ya se habían marchitado.


~


Como dije, intenté engañarme a mí mismo. No se puede decir, en realidad, que tuviera un éxito completo. Durante el tiempo que seguiría no iba a dejar de retorcerse en mi conciencia una entrevista que tuvo conmigo el doctor de la clínica de fertilidad. La selección de embriones era una técnica lenta y cara, por lo que todos los candidatos debían pasar una prueba psicológica. El tratamiento no se concedía si la familia era problemática o disfuncional, o si el embarazo podía empeorar un trauma o una enfermedad de la madre. Sobre esto último yo podía estar seguro de que antes sería al contrario, pero no podía convencer de ello a un médico. El efecto que podía tener en Lucy era una moneda al aire y, aunque no nos negaron el tratamiento, teníamos la obligación de acudir a un psiquiatra en cuanto apareciera la primera complicación. Esto me lo dijeron en privado, y no hablé de ello a Lucy. Decidí esperar primero a ver de qué lado caía esa moneda.

Fue una mala decisión. En la vida casi nada es del todo definitivo. La moneda no se queda en la mesa, alguien pasa y le da la vuelta, hoy es cara y al día siguiente es cruz. Intentamos determinar el futuro y, al final, él es quien nos determina a nosotros. Si yo hubiera pasado más tiempo junto a Lucy, si no me hubiera separado de ella... podría haber hecho algo para impedir que nuestra suerte cambiara. Pero el contrato por el que servía a los cascos azules de la ONU estaba pendiente de renovación y tenía que aceptar el próximo destino si no quería perderlo. Hacia mediados de mayo llevé a Lucy a visitar la Torre de Tokio. Creí verla con mejor ánimo, con un brillo en la mirada que nunca antes había tenido, como si volviera por fin a la vida. Quizá fue por estar lejos del aire viciado, irrespirable de la tierra, llena de muerte, y estar más cerca de las nubes y el aire puro del cielo. O quizá no fue nada de eso, pero de todas formas ese brillo me dio la confianza suficiente para aceptar una misión de cinco meses en Angola. Dispondría de dos permisos de cinco días y, además, volvería a tiempo de estar con Lucy en el final del embarazo. Pero, si hubiera sabido lo que ocurriría, no me habría marchado. Si lo hubiera sabido lo habría dejado todo para estar con ella.


Ilustración: Pedro Belushi

¿Qué es lo que pasó durante esos cinco meses? A veces pienso que no pudo ser consecuencia del pasado, sin más. Tuvo que ser culpa del destino, el cruel destino al que ambos estábamos alimentando a cada paso, como el animal que se retuerce en el lazo y, sin saberlo, contribuye a aquello de lo que trata de huir. Ese lazo cayó sobre nosotros aquel día de invierno, en Saint Louis, y no había dejado de estrangularnos desde entonces. Cuanto más tratábamos de respirar, más nos dolía y más nos ahogábamos. Si no nos hubiéramos conocido, me digo hoy, podríamos haber encontrado la forma de ser felices, cada uno siguiendo su propio camino. Y, creedme, cuando uno ama de verdad a alguien está dispuesto a sacrificar sus sentimientos para salvar a esa persona, para alejarla de una vida desgraciada. Es lo que yo tendría que haber hecho. Creí que podría darle a Lucy una vida mejor sacándola de allí, de su tierra, del lugar donde la sangre de su gente había echado raíces, y lo único que conseguí fue que la herida siguiera abierta. Todo porque decidí que, para mí, lo más importante era ser feliz a su lado. El amor es a veces un sentimiento egoísta... entramos por él en la vida de la gente y con ello sólo conseguimos hacerles daño.

Lucy se dejó crecer el pelo; siempre lo había llevado corto. Noté que se estaba volviendo más reservada entre permiso y permiso. Yo llamaba a casa a menudo, casi a diario, pero aquellos contactos eran tan breves que no me permitían indagar sus emociones. Seguramente pasaba las largas y silenciosas tardes de verano sentada en casa, a solas, oyendo cantar a las chicharras, abrazando a nuestro hijo que crecía en su vientre mientras trataba de ahuyentar los temores y los vívidos recuerdos. Tal vez tenía miedo de no poder convertirme en padre. De que todos nuestros hijos nacieran sin vida, como si el hálito de la muerte que había flotado en el aire tras los ataques se hubiera introducido en ella. Lucy sufrió durante mi ausencia, sufrió en silencio, en un país extraño, sin tener a nadie cerca. El sol de verano debía de brillar entre las cortinas con la fuerza de los incendios en el horizonte de Saint Louis, el sudor y las lágrimas se tuvieron que confundir en su rostro igual que en el año de la guerra... y yo no estaba allí para consolarla, para calmar su miedo.

El último día en Angola llamé a casa. Tuve que intentarlo tres veces antes de que Lucy aceptara la conferencia. Cuando llegó la imagen la cámara estaba fuera de encuadre, vuelta hacia un rincón. Le pedí a Lucy que la ajustara, pero me dijo:

—Lo siento. No sé qué es lo que va mal.

No quise insistir. Debería, pero no lo hice. No entendía qué problema podía haber; sin embargo, pensé que en dos días estaría de vuelta en casa y, si había algo de lo que tuviéramos que hablar, podíamos hacerlo entonces y no a través de una pantalla. Di por sentado que Lucy había estado llorando y no quería que yo la viera con los ojos enrojecidos. Quiero que comprendan que Lucy no me dio pista alguna durante aquella conversación, ninguna al menos que yo no pudiera ignorar. Cuando colgué no sentía otra cosa que la ilusión de volver a verla y de quedarme con ella hasta que naciera nuestro segundo hijo.

Aquí debo hacer un inciso. Antes de entrar en el Ejército, una de mis aficiones eran las motos deportivas y, en concreto, los modelos de finales de los noventa. Tenía una en propiedad, perdonadme que no mencione la marca, de gran cilindrada y en perfecto estado de conservación. Sólo la pintura —rojo brillante—, y los neumáticos eran nuevos. Cuando viajaba fuera de la ciudad la guardaba en un trastero que tenía alquilado cerca del aeropuerto. Me gustaba recuperar las viejas sensaciones al regresar y una de ellas era conducir aquella moto hasta casa. No la ponía en marcha por otra razón. Desde que entré en los cascos azules apenas si hice mil kilómetros sobre ella.

Así fue, por lo tanto, como llegué a la puerta del edificio. Me bajé de la moto, me quité el casco, desenvolví el ramo que había comprado en la floristería del barrio y llamé al interfono. Nadie contestó. Supuse que Lucy estaría en la ducha y no había oído el timbre. Abrí, subí en el ascensor con el ramo en la mano: eran rosas sintéticas, se marchitaban pronto pero tenían un precio menos abusivo que las de verdad. Las flores se habían encarecido mucho después de la guerra.

Nadie me abrió la puerta. Tuve que quitarme un guante para poner el dedo en la cerradura digital. Traspuse el umbral y llamé a Lucy, pero la casa seguía en silencio. Me extrañó que hubiera salido, pues le había dicho a qué hora llegaría el vuelo. Decidí llamar a su móvil, pero antes busqué un florero para dejar el ramo. Me disponía a dejarlo sobre la mesa del salón cuando descubrí la carta.

¿Llegué a leerla? ¿Qué fue lo último que Lucy quiso decirme? Ojalá lo supiera. Por razones que ya deben de conocer, mis recuerdos de aquel día son escasos. No recuerdo haber volcado el jarrón y, sin embargo, cuando volví al piso, un par de meses después, había rodado por la mesa, había caído al suelo y se había hecho añicos. Las tres breves líneas de tinta se habían empapado y eran ilegibles. Era como tener siempre los ojos húmedos y no poder entender lo que decían. Lo único que puedo recordar con certeza es que salí corriendo, me lancé sobre la moto y apreté a fondo el acelerador. Porque, por una razón u otra, sabía dónde iba a encontrar a Lucy.

Aquel día hacía un calor horroroso en Tokio. El aire se rizaba sobre el asfalto. Había poco tráfico, también era demasiado pronto para que las calles se llenaran de jóvenes en busca de un romance estival. La ciudad entera parecía fundirse bajo el sol. Me salté de forma deliberada los límites de velocidad. La policía me seguía con todo el ruido de sirenas cuando vi asomar por fin el remate de la Torre de Tokio.

Ya desde lejos distinguí la multitud que se apiñaba al pie. Todos miraban hacia arriba. Había un helicóptero de la policía dando vueltas en torno al mirador. Tras la quietud que había encontrado en el camino, el ruido me golpeó con fuerza, como una violenta bofetada.

Lo siguiente ocurrió muy rápido. Alcé la vista hacia la Torre y vi una minúscula figura, de espaldas al lugar al que se había encaramado, su cabello y sus prendas agitados por las ráfagas de aire. Vi todo a través de un túnel, un largo túnel blanco. Ella estaba demasiado lejos, y el sol me deslumbró. Ojalá supiera cuál era la expresión de su rostro... si sus ojos brillaban como la otra vez. Si había encontrado algo más que nuestra eterna desesperación. Allí arriba el viento siempre era intenso, era fresco y puro, como si uno pudiera arrojarse en sus brazos y echar a volar.

Mis ojos no resistieron más el resplandor del sol. Es por eso que no miraba cuando gritó la multitud. Me pregunto, pese a que no quiero saberlo, si Lucy me vio llegar. Me pregunto si no fui yo el que la hizo saltar, si le habría faltado la fuerza de voluntad de no haber aparecido en aquel momento. Quizá sea porque deseo echarme la culpa. Todos mis intentos de salvar a Lucy parecían haberla arrastrado hasta el desenlace fatal. Yo tendí los brazos hacia una superviviente, herida y frágil, pero ella siguió ardiendo y consumiéndose entre mis manos, y cuanto más fuerte intentaba aferrarla para no perderla, más rápido se deshacía, convertida en cenizas. Al final, mis manos habían quedado vacías y lo único que había conseguido amándola era aumentar su sufrimiento. Decidme, pues, si hay acaso un destino más infausto que el nuestro. Con ella se fue mi segundo hijo, se fueron dos años de momentos terribles, dolorosos, y también algunos recuerdos felices.

Cuando bajé la vista, cegado por el sol, no vi el camión de reparto aparcado en el arcén. Tampoco sentí dolor. Cuando recuperé la consciencia, sin embargo, todas las flores ya estaban secas.


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Desperté dos meses más tarde, en una cama de hospital. Era como estar en el cuerpo de otra persona. Mi espíritu todavía estaba regresando del otro mundo. Mi cabeza estaba en blanco, y las condolencias de familiares y conocidos me sonaban extrañas y me llenaban de preguntas sin respuesta.

Un día, de pronto, descubrí que no podía respirar. Descubrí que no quería respirar. Luché conmigo mismo, me retorcí en la cama y me arranqué los goteros, hasta que alguien vino, me sedó y me puso una mascarilla.

Había un médico y un psiquiatra junto a mi cama al día siguiente. "Tenemos que hablar con usted", me dijeron. Y me hablaron. Padecía el síndrome de Missouri. Era el primer enfermo que lo manifestaba sin haber estado en la guerra. Pero todo tiene, por supuesto, una explicación. Yo también había visto las consecuencias de los ataques con armas químicas y, atendiendo a mis circunstancias personales, había sufrido igualmente el trauma de perder por su causa a alguien querido. Quizá no lo fui al principio. Quizá creí, cuando pasó todo, tras haber presenciado la tragedia desde la distancia, que nunca me iba a afectar. Pero no fue así. El año que perdí a Lucy me convertí en una víctima de la guerra.

Todavía hoy sigo padeciendo el síndrome. Sólo hay una cosa que ha cambiado con el tiempo. Es algo que fui aprendiendo al conocer a la gente de mi época. Al final, dejé de preguntarme si el destino estuvo en contra nuestra. Aunque parezca increíble, tras la Tercera Guerra Mundial —y lo mismo puede decirse de todas las anteriores—, quedaron miles de historias como la nuestra por contar. Quizá no sean tan famosas, quizá no tan trágicas, pero en ningún caso son menos tristes y dolorosas. Yo he contado la mía, el recuerdo que de otro modo habría preferido guardar sólo para mí, para que ustedes no sientan la tentación de olvidarse de las demás. Lucy se fue para intentar salvarme, pero ya era demasiado tarde. Quiero creer que aún no lo es para las otras víctimas, las que nunca estuvieron en la guerra, las que aún no saben que pueden serlo.

Quiero creer que Lucy logrará salvarlas. Sólo díganme, por favor, que no fue todo en vano.



Francisco (Fran) Ontanaya nació en julio de 1981 en Valencia, según sus propias palabras, "porque es una época de mucho calor para estar dentro de un útero". Ya lo tuvimos en Axxón con "Después de todo, lo más inesperado" (107), "El gato dormido" (146) y "El cielo de los ángeles" (157). También aportó un ensayo: "Superarse o morir en el intento, el criterio de la ciencia ficción", en Axxón N° 153. Claro que Fran no sólo anda por Axxón. Ha publicado en Nexus, Artifex, Valis, Parnaso y Tierras de Acero. "El año que perdí a Lucy" fue uno de los finalistas del I Concurso Internacional Axxón de Cuento de Ciencia Ficción: Edición 2006.


Axxón 168 - noviembre de 2006
Cuento de autor europeo (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Distopía: España: Español).