COMO PERROS EN LA CIUDAD

Antonio J. Cebrián

España

Mi nombre no importa. Sólo soy un ciudadano cualquiera que cumple su condena a mediocridad perpetua en una ciudad cualquiera de algún mediocre país desarrollado (bien mirado, un auténtico privilegio); pero esto tampoco importa.

En realidad, lo que voy a contar hace que casi todo lo hasta ahora relevante carezca ya de importancia.

Todo comenzó a raíz de un accidente de automóvil. Un fuerte golpe en la cabeza me hizo perder parte de mis facultades mentales. Durante varios meses anduve perdido en mi interior, desaparecido, mientras una persona diferente, formada por mi subconsciente y una pequeña parte de mi yo, gobernaban mi cuerpo. Tiempo después supe que aquello no era nada extraño, sino que era un proceso clínicamente conocido y relativamente habitual. Lo que sé acerca de ese periodo, registrado en mi memoria como una gran laguna negra, lo sé por terceros, por los amigos y familiares que cuidaron de mí. Según contaban, cambiaron mis gustos culinarios, aficionándome a comer lo que normalmente no me atraía; me hacían gracia las cosas más peregrinas e inesperadas y me dejaba guiar por los instintos sin la más mínima preocupación por los modales, normas o protocolos; circunstancia esta última que nos había deparado no pocos apuros y situaciones embarazosas a mí y mis acompañantes. De entre las historias y anécdotas que me relataron, destaca, por graciosa, aquella ocasión en la que, caminando por la calle, sopesé con ambas manos y sin miramientos el trasero de una chica que paseaba con su novio. Se puede uno imaginar cómo se las vio mi mejor amigo —que me acompañaba— para convencer al agraviado novio de que yo no estaba en mis cabales.

Pero, para mí, ahora, tiene un significado muy especial la ocasión en que alguien me sorprendió en mi cuarto hablando en un idioma desconocido y en una tensa actitud totalmente distinta de la languidez indiferente que me caracterizaba. El episodio llevó a varias personas a sospechar que mi comportamiento era fingido, que todo era una especie de fraude cuya finalidad no estaba clara, quizá conseguir una jubilación por incapacidad que me permitiera vivir sin dar golpe.

La sorpresa fue notable cuando volví en mí.

Conservo como algo muy valioso el recuerdo del preciso instante en que esto ocurrió. Recuerdo, surgiendo de las sombras el extraño razonamiento (o, debería decir, sensación) que irrumpió en mi mente: "esto tiene que ser... así. Sí, eso es...". Y de nuevo era yo.

Todo había vuelto a la normalidad. Todo según lo esperado clínicamente. No parecía haber daños irreversibles ni relevantes.

¿Todo? Eso creí yo.

Comencé mi nueva vida, recuperé mi independencia y volví a trabajar, pero al poco tiempo empezaron a sucederme cosas extrañas. Uno de los hechos que más me alarmaron fue el despertar una mañana con la certeza absoluta de que esa noche me había levantado y había estado sentado en la silla de la habitación. Con qué finalidad o haciendo qué, no pude recordarlo, pero que era un hecho cierto lo pude comprobar posteriormente, cuando amaneció arrugado un folio de papel que coloqué sobre la silla antes de acostarme. Intenté restarle importancia, al fin y al cabo hay mucha gente sonámbula que se levanta por la noche y camina en sueños. Lo único reseñable es que no se suele recordar haberlo hecho.

El incidente en sí mismo hubiera carecido de importancia de no ser por otra serie de rarezas que fueron incorporándose a mi vida cotidiana. Lo primero en aparecer fueron las voces de los desconocidos. A veces me parecía oír conversaciones en algún idioma extraño, otras veces, al pasar junto a alguien, me volvía hacia él con la certeza de que me había dicho algo. En ocasiones despertaba el recelo de la gente, que aligeraba el paso mirándome de reojo. Luego la cosa cambió, porque las voces ya no parecían hablar en otra lengua, podía comprenderlas, o al menos intuir el contenido de la conversación. No es que ahora hablaran en mi idioma sino que, más bien, era yo el que entendía el suyo. Lo que expresaban no tenía demasiado sentido para mí, como aquel desconocido que pasaba de largo mientras decía que se alegraba de volver a verme y fijaba el lugar de la próxima cita en otra calle; o la conversación entre dos personas esperando para cruzar junto a un semáforo, acerca de un tal Oto Knur, sin mirarse, sin despegar los labios, mientras sujetaban la correa de sus respectivos perros. En ocasiones, tenía una sensación de familiaridad cuando veía aparecer a un desconocido que se colocaba junto a mí esperando para comprar el pan. Me alegraba de volver a verlo y sentía que tenía muchas cosas que decirle, y se las decía —o eso creo—, aunque no alcanzaba a descifrar el contenido de la conversación llena de sensaciones y referencias extrañas. Siempre sin despegar los labios, la gente se despedía de mí y entre ellos y continuaba su camino. Y de pronto tenía la certeza de que no estaba allí para comprar el pan, que en realidad había acudido a una cita con toda aquella gente que esperaba turno; con todos aquellos desconocidos con los que hablaba sin mediar palabra.

Pero no siempre era así —quiero decir, sin hablar—; en ocasiones, cuando la gente me hablaba, podía entender en sus palabras algo completamente distinto a lo que decían, era como si cada palabra tuviera un significado distinto en el nuevo idioma, algo más rico, más extenso, plagado de connotaciones dependientes del contexto; era más bien como si el significado que nosotros les atribuimos fuera algo superficial, rudimentario, un simple envase para el auténtico sentido. Y permanecía allí, mirando fijamente a mi interlocutor mientras intentaba escuchar o comprender más allá de lo que me decían sus palabras. Frecuentemente, se interrumpían y me preguntaban:

—¿Te encuentras bien? Te has quedado "puesto".


Aquella locura fue creciendo. Acentuándose día a día. Acudí al médico que me había tratado tras el accidente y se lo conté. Me dijo que no era del todo raro, que a veces quedaban secuelas psicológicas que desaparecían con el tiempo. Todo era debido a que se había abierto una brecha irregular de unión entre el consciente y el subconsciente, el cerebro por sí solo volvería a cerrarla y reorganizarse. Pero en cada palabra suya yo volvía a encontrar un sentido diferente. Mis propias respuestas parecían decir más cosas de las que decían. En realidad asistía a una conversación entre los dos completamente diferente. No estábamos allí hablando de mi problema, yo ni siquiera había ido allí por eso. El contenido real de la conversación se me escapaba. El nuevo lenguaje era demasiado complejo para mí. Las referencias a cosas que desconocía y lo que se daba por sabido, unido a la inmensa gama de acepciones y connotaciones de las palabras hacían que mi mente se saturase. No podía procesar todo aquello a la velocidad con que ocurría. El médico me había dicho que no me obsesionara, que relajara mi mente y que todo pasaría solo, aunque lo que sus palabras querían decir en realidad era que yo debía visitar a Oto Knur. Abandoné la consulta del médico sin saber muy bien de qué habíamos hablado ni qué era lo que tenía que hacer.

Aquel delirio alcanzó un máximo y creí enloquecer. Pero no fue así. Superado un cierto umbral y una vez que logré deshacerme del apego a mi propia forma de pensar, comencé a adentrarme en un nuevo mundo insólito donde las fronteras del propio yo parecían diluirse, donde mis pensamientos ya no eran completamente míos. Era como compartir mi propia consciencia o, mejor dicho, ampliarla en alguna forma; como si al tirar una pared, uno descubriera, de pronto, un inmenso palacio deshabitado tras ella y que sólo hacía falta una pequeña puerta para acceder a él.

En esa existencia ajena, en ese caos incontrolable, alcancé una especie de plenitud. Empecé a captar ideas, a comprender y vivir con cierta intensidad algunos acontecimientos. Pude sentir cada célula de mi cuerpo, seguir cada uno de los complejos procesos que acompañan a la digestión de una manzana; comprender por qué a aquel hombre se le había caído de las manos la botella haciéndose trizas; supe por qué olvidamos determinadas cosas, por qué cometemos esos errores tan evidentes, por qué los golpes son siempre en la herida abierta, por qué mueren los suicidas, por qué gritan los locos y por qué alguien muere al volante sólo por intentar encender un cigarrillo.

Aquel maremagnum de insólitas revelaciones afloraba en mí en el idioma de los otros, en aquel sinsentido inmensurable oscilante entre el discurso infinito carente de contenido y el monosílabo que describe el Universo.

Era un mundo paralelo en el que la lógica se articula de formas insospechadas, del que apenas nos llegan minúsculos retazos cuando nos movemos en la frontera de los sueños, cuando la consciencia se diluye y las imágenes, sensaciones y recuerdos se organizan de forma diferente y se asocian entre sí en combinaciones inverosímiles que nos resultan extravagantes y absurdas cuando por alguna anómala circunstancia, despertamos y quedan atrapadas en nuestro recuerdo.

Aprisionado entre esos dos mundos inconexos, apenas distinguía ya el significado normal de las conversaciones del significado nuevo —o de la pequeña parte que alcanzaba a comprender—. No estoy seguro, pero creo que, a veces, formaba frases incoherentes, producto de la mezcla de acepciones de algunas palabras en ambos idiomas. No sabía bien qué quería decir, ni cómo hacerlo para que la frase tuviera sentido simultáneamente en ambos. Los demás lo habían notado y trataban de ayudarme. Un conductor exaltado me espetó varios vituperios en los que me explicaba donde encontrar a Oto Knur. Se lo agradecí profundamente con dos palabras de múltiples y desiguales significados: "Tu padre".

El mundo era una farsa. Nada era lo que parecía. En realidad, las cosas sucedían a otro nivel. Un nivel extraño y complejo en el que habitaban seres desconocidos cuya procedencia era, para mí, un enigma.

Vagué por las calles del nuevo mundo, cuya forma y aspecto eran idénticos en ambos, pero cuyo origen y razón de ser eran completamente diferentes y sorprendentemente nuevos para mí. Saludé y conversé con todos aquellos desconocidos cuya existencia daba sentido a mi vida; asistí a inmensas reuniones en las que se debatían capitales cuestiones, focalizadas y, de alguna incomprensible forma, representadas por las más peregrinas e insignificantes actividades de carácter social o deportivo; escuché miles de palabras altisonantes carentes de contenido y asistí al auténtico gobierno del Mundo entre cajas de cartón, viejas hojas de periódico y botellas de vidrio vacías.


Hasta que un día lo comprendí todo.

No sé si quien lo entendió fue mi yo habitual o el ente que sin duda me habitaba a mí también —como a todos—, o probablemente, los dos a un tiempo. Ocurrió mientras leía un artículo sobre psicología en una revista de divulgación. Entre los múltiples significados que se desprendían de lo que leía, se hablaba del subconsciente, se afirmaba que ésta parte de nuestra mente era mucho mayor y más compleja que nuestra parte consciente y que las imbricadas relaciones entre ambos condicionaban notoriamente nuestro comportamiento. Comprendí entonces, con dolorosa clarividencia, que esos otros entes eran, en realidad, nuestros subconscientes; esa parte de nosotros mismos que normalmente nos es inaccesible. Ellos son en realidad los que viven nuestras vidas, los que actúan y toman las decisiones. Esa otra parte que llamamos "consciente" no es sino un resultado de sus actos, una especie de residuo generado en el proceso. Nuestro libre albedrío es una ilusión y nuestras grandes motivaciones, un "déją vu", un recuerdo falso de algo que nunca llegó a existir.

Nuestra sociedad no nos pertenece. Deambulamos por ella como lo hacen los perros en la ciudad, sujetos por una correa entre amos invisibles, ladrando y meneando el rabo entusiasmados cuando a lo lejos ven uno de su especie, como si no hubiera nada más en el mundo...


He encontrado a Oto Knur. Era un anciano elegante que portaba un ridículo sombrero y un ramo de flores. Hemos coincidido en un ascensor y, a la vez que me preguntaba por el piso al que iba, me ha dicho que me ayudaría. Cuando se marchaba, por primera vez en mucho tiempo, sus últimas palabras sólo han significado una cosa para mí: "hasta luego".


Estoy curado.


Un extraño silencio se ha hecho a mi alrededor. Me había acostumbrado de tal modo a las voces, a mi propia voz, a mi nuevo pensamiento, que su ausencia se me hace insoportable. Las conversaciones vuelven a tener un solo sentido —o como mucho, un par de sentidos en bocas insolentes—. Todo es tan sencillo —o quizá debería decir: tan simple— que me sabe a poco. Me encuentro vacío. Nada de lo que hago tiene para mí la más mínima relevancia. La vida ha perdido el color y la luz. Nada será ya como antes. El médico estaba muy satisfecho, "una pequeña depresión postraumática perfectamente normal. Mejorará con una medicación adecuada...". Ningún fármaco podrá devolverme lo que he perdido.


Ilustración: Dino Masiero Sauber

Sé que le he dado las gracias a Oto. Lo sé porque vi al hombre del sombrero junto a un escaparate y pasé junto a él. Aunque no pude oír nada, estoy seguro de que mantuvimos alguna breve conversación.

Ahora, cada vez que me cruzo con alguien, cada vez que espero en un paso de peatones junto a otra gente, me pregunto de qué estaremos hablando. Cuando le pido la cuenta al dependiente, me intriga lo que en realidad le estoy diciendo, y escruto inútilmente en su mirada para averiguar lo que significa esa única palabra que acompaña al cambio: "gracias". Me abruma la inquietud porque no sé para qué me he reunido con todas esas personas en la cola del banco...

Mi vida está vacía. No sé qué voy a hacer ahora que lo sé todo. A veces me sorprendo intentando, a punto de dormir, encontrar un punto de conexión con ese mundo perdido. Las hojas de papel amanecen inmaculadas sobre la silla... y sobre la cama, encima de la mesa, en el suelo... Todas las pequeñas trampas que me pongo permanecen intactas. Me consuelo pensando que quizá las esquivo porque en el fondo sé de su existencia. No sé qué importancia podría tener que me levantara en sueños, pero me sentiría reconfortado si supiera que en algún momento regresé allí en alguna forma.

He llegado a pensar en golpearme nuevamente la cabeza —al fin y al cabo, así empezó todo—, pero no se me ocurre cómo hacerlo en la correcta medida para provocar el efecto sin llegar a matarme...


Y sin embargo, cada día que pasa, me refugio con mayor convicción en la cálida y reconfortante posibilidad de que todo haya sido debido simplemente —como se indica en el informe médico— a los delirios de un trastorno postraumático transitorio.



Cuando presentamos "El discípulo" de Antonio Cebrián en Axxón N° 152, comentamos que este promisorio escritor español había sido finalista del concurso Pablo Rido, que ganó el I Concurso Vórtice de Ciencia Ficción y que su relato "Como perros en la ciudad" apareció en Visiones 2004. Aquí lo tienen.


Axxón 166 - septiembre de 2006
Cuento de autor europeo (Cuentos: Fantástico: Ficción especulativa: Procesos mentales atípicos: España: Español).