CERRAR LOS OJOS

Inmaculada Rumbeau

España

Este relato está dedicado
a mi querida amiga Laura Siri
que tanta paciencia ha tenido conmigo,
ayudándome a superarme
y a seguir amando la escritura.


Cerrar los ojos, cerrarlos para siempre, era ya el único deseo que albergaba Marcelo Sandoval.

Intentaba, para matar el tiempo, recordar cómo había sido su vida antes de aquellos días de agonía, antes de haber sido olvidado por el mundo, solo, en la miseria, sin una mano amiga que en aquellos momentos le acariciara la frente. Pero siempre había despreciado a todos aquellos que osaron acercarse a su persona. Defendió su soledad, como si de una princesa de cuentos se tratara.

Intentó mascullar una palabra pero su boca reseca se lo impidió. Llegó a pensar, en algún momento, que la mente era lo único que quedaba vivo en él; ya no sentía el cuerpo. ¿Acaso la muerte era eso? ¿Moría el cuerpo y la mente quedaba intacta, incólume? No, no podía ser así, se dijo, porque aún se sentía sediento.

Había perdido la noción del tiempo; ignoraba cuántos días llevaba postrado en el suelo. Intentó mover los ojos para comprobar si estaba en el mismo sitio donde había caído y, como al pasar, dirigió la mirada hacia su extensa biblioteca, repleta de innumerables libros polvorientos y marchitos, a las cortinas raídas y descoloridas por el paso del tiempo. Sí, seguía vivo; aún notaba el olor acre a descomposición, aquel olor a muerte. Por más que intentara moverse, hacía tiempo que sus miembros no respondían. Sin embargo, los seguía viendo, estaban allí, sus brazos inertes y sus piernas pegadas a la silla de patas descascarilladas que durante tantos años había sido su soporte para escribir.

Siguió intentando recordar cómo había sido su vida, apartado del mundo y de la civilización, en aquel caserón que perteneció a la familia durante siglos. Pero la memoria empezaba a fallarle. Pensó en cuán cruento era el destino, en lo anárquico de las evocaciones...

Ahora le venían los recuerdos de su más prestigiosa novela. Pobre Tristán, lo había hecho morir en las mismas condiciones en las que él estaba muriendo. ¿Cómo podía la vida jugarle aquella mala pasada? Nunca había tenido piedad de aquel personaje que tanta fama le había dado; en realidad lo odiaba. Quería recordar cuánto tiempo había durado la agonía del pobre Tristán, pero no lograba evocarlo en aquellos instantes. La vista se le nubló. Pensó, ya está aquí, la muerte ya viene a por mí, pero su ilusión no tardó en disiparse: seguía vivo.

Intentó por enésima vez traer recuerdos a su mente que le aliviaran aquel frío inaguantable que sentía en la cabeza. Si lograba mantener activo el pensamiento, quizá sería más soportable. Dentro de su desesperación trató de imaginar a Palmira, otro de sus muchos personajes. Cómo le hubiera gustado que aquella mujer le calentara las sábanas. Visualizó mentalmente esas piernas como juncos, el estrecho talle y los senos firmes y duros. Recordaba aún cuando escribía sobre ella, ya en la senectud, y cómo aquella hermosa mujer rejuvenecía todo su organismo. Cuántas veces había deseado hacer real aquel cuerpo y tenerlo entre sus manos, poder cabalgar sobre ella y arrancarle quejidos de placer. Pero, inmediatamente, la figura de Tristán volvía a irrumpir como un fantasma en sus libidinosos pensamientos. Allí estaba con la pierna a rastras, haciendo crujir el suelo de madera bajo sus pasos. ¿Cómo podían ser tan reales aquellos crujidos? Tuvo la sensación de que su cuerpo se envaraba, que el corazón le latía más rápido, desbocado dentro del pecho, porque aquellos pasos cada vez se hacían más evidentes y se acercaban a él.

Otro intento con Palmira quizás ahuyentara aquellos pensamientos, pero los pasos seguían aproximándose, lentamente, sin prisa, acompañados de una brisa gélida y olor a humedad. De repente, una voz hizo estremecer lo poco que quedaba vivo de su persona. La alta y encorvada figura de Tristán, plantada delante de él, intentando mantener el equilibrio entre la pierna sana y la tullida. No podía ser, aquello era demasiado horrible, no podía estar sucediendo, se repitió una y otra vez. Pero la voz volvió a sonar. Miró a los ojos de su famoso personaje: los tenía inyectados en sangre, la mirada brillante y febril en medio de un rostro sumamente pálido y ojeroso, como si llevara una pétrea máscara escondida bajo un sombrero negro de media ala. Parecía que la visita inesperada no le traería buenos augurios. Era tal y como él lo había descrito, tal como su imaginación lo había creado, con la misma vestimenta raída: sus ropajes negros semejaban a los de un enterrador de siglos atrás.

Aún quiso pensar que aquello tenía que ser producto de su imaginación. No podía ser que hubiera perdido la razón. Miró a su alrededor con gran esfuerzo, queriendo confirmar que seguía en el mismo sitio, que aún no estaba muerto, y así era. Tristán, de manera parsimoniosa, pasó por delante de su yaciente cuerpo y fue a sentarse en la vieja silla de escribir. Sus labios parecían un trazo recto en aquel rostro enjuto, vio cómo abría la boca desdentada y cómo empezaba a articular palabras que resonaban en su bóveda craneana. Intentaba recordar aquella voz, encontrar alguna similitud con la de su personaje, pero no podía hacerlo porque jamás la había descrito. La voz hueca y sin matices sonó de nuevo, causándole un terrible estupor.

—¿Qué ironías tiene la vida, verdad? No te esfuerces pensando en Palmira; a mí no me lo permitiste. También hubiera deseado tener un cuerpo caliente a mi lado en estos dramáticos momentos, pero tú decidiste que estuviera solo. Así que aún puedes congratularte, yo estoy aquí contigo. —Tristán reía con sorna mientras pronunciaba estas palabras.

¡No te merecías otra cosa maldito bribón! ¡Aún tuve piedad de no alargarte demasiado la agonía! —Estos sólo eran pensamientos en la mente de Marcelo, de su boca no pudo salir ni una palabra. Sus cuerdas vocales estaban demasiado resecas como para actuar y emitir algún sonido.

—No te esfuerces en hablar, sé todo lo que piensas. Veo que empieza a fallarte la memoria. ¿Es que no recuerdas que al final no me mataste? Me dejaste en la agonía eterna. —Esta vez la voz de Tristán sonó amenazadora. ¿Estaría su destino en manos de su personaje?

Se hizo un silencio sepulcral entre ellos, sólo hablaban las miradas; la mirada desafiante de Tristán, la mirada apagada de Marcelo. Ahora se daba cuenta de que estaba en la posición del cazador cazado. Quería huir, salir corriendo, como cuando en sueños se quiere echar a correr y se permanece en el mismo sitio. Sólo que ahora no se trataba de una pesadilla, sino de la realidad. ¿O no?

No, aquello no podía ser real, estaba claro, no era la vida la que le estaba haciendo una jugarreta: era la muerte, la muerte que lo estaba confundiendo, burlándose de él. Los pensamientos y el deseo de huir iban parejos, apelotonándose en su mente. Cerró los ojos esperando a que, cuando los abriera, la visión de Tristán hubiese desaparecido pero, mientras permanecía de aquella manera, un ruido seco, intermitente, cerca, muy cerca de él, le martilleaba el cerebro. Abrió los ojos de nuevo: allí estaba delante de sus propias narices la pierna tullida de Tristán, taconeando acompasadamente, como si no tuviera otra cosa mejor que hacer.


Ilustración: Leicia Gotlibowski

—No malgastes las energías, Marcelo, soy yo y estoy aquí. Sé que hubieras preferido que fuese cualquiera de tus otros anodinos personajes el que estuviera contigo en tu lecho de muerte. Quizá Palmira, ¿verdad? Ésa que sólo sabía fornicar. ¿O tal vez la vieja chismosa de tu última e inmunda novela? Fui tu mejor personaje, te he dado lo que ninguno de ellos te ha dado, y entonces ¿por qué? ¿Por qué siempre me has odiado? Llegaste a pensar que hubiese sido mejor no haberme creado nunca.

Marcelo sintió cómo dos lágrimas pugnaban por salir; quiso retenerlas, no dar la satisfacción a Tristán de verle llorar, pero ya era imposible, así que les dejó el paso libre. Nunca había entendido el mecanismo de las lágrimas ¿Cómo era posible que ahora, en su estado, aún sus ojos lloraran a borbotones, cuando en su cuerpo ya quedarían tan pocos fluidos?

—Sí quedan líquidos, Marcelo, los suficientes para seguir eternamente en ese estado. —La voz de Tristán casi denotaba pena—. Pero no te confundas, no siento lástima por ti, y quizá hasta te preguntes a qué he venido. No seas iluso, no pienses que he venido para acompañarte en tus últimas horas. He venido a pedir explicaciones de por qué hiciste de mí un personaje tan cruel, y por qué fuiste tan cruel como para dejarme sin morir, sin la posibilidad de que alguien visitara mi tumba o rezase por mí una breve oración.

Marcelo seguía llorando quedamente. No de miedo, ni de tristeza, ni de desconsuelo. Lloraba de rabia, de odio acumulado hacia aquel personaje que había absorbido a todos los demás. Palmira había quedado eclipsada por Tristán, eso no se lo perdonaría nunca, de la misma manera que tantos otros personajes creados por él quedaron en el olvido, tanto los publicados como los que nunca vieron la luz y murieron en un cajón. De nada le había servido seguir escribiendo novelas. Después de El pobre Tristán, todos los trabajos habían resultado fallidos, estrepitosos fracasos. Aquel viejo tullido, decrépito y malvado había terminado con su carrera de escritor, le había creado el mayor conflicto de su vida, y ahora, lo que jamás había imaginado estaba ocurriendo: se encontraba a su merced; dejarlo en la agonía eterna aún no había sido suficiente. La voz de Tristán seguía retumbándole en la cabeza.

—Yo quería una tumba, con un epitafio, como el de la pobre desgraciada de Martina a la que mataste de tuberculosis ¿Cómo decía? Sí, ya recuerdo. —Y empezó a recitar con voz de ultratumba:— "Un Padre Nuestro te pido hermano que reces por mí, tarde o temprano vendrás aquí, donde tú estás yo me vi, donde yo estoy tú te verás, entonces te alegrarás de que lo recen por ti".

Para cuando Tristán hubo terminado de hablar, la mente de Marcelo se debatía, enredada en una tela de araña; sus ojos se iban apagando, apenas había brillo en ellos, el color lívido de la muerte iba tiñéndole el rostro y su corazón había dejado de golpearle el pecho con violencia. La imagen de Tristán se diluía en la nada, allí quedaba su inmensa biblioteca polvorienta para ser pasto de la carcoma y su silla descascarillada vacía. Un sentimiento contradictorio de felicidad y tristeza se apoderó de él antes del último suspiro, pero aún pudo escuchar las últimas palabras de Tristán:

—Lo más triste que le puede suceder a un escritor... es acabar sus días luchando contra sí mismo.



Inmaculada Rumbau, de Valencia, España, donde nació y vive actualmente, debutó en Axxón por culpa de un "experimento" del Taller 7 realizado con Saurio, "(No alimenten a la) ostra" (162). Pero mal haríamos tratando de deducir los gustos e intereses de Inma a partir de ese cuento. En cambio el que hoy publicamos es una buena muestra de su estilo, mucho más afín a la ficción histórica, un género en el que se siente cómoda. Creemos que no habrá que esperar mucho para leer otros textos de su autoría inscriptos en esa cuerda o en el relato épico... o incluso una ucronía.


Axxón 165 - agosto de 2006
Cuento de autor de europeo (Cuentos: Fantástico: Ficción Especulativa: España: Española).