ENSAYO DE PROYECCIÓN PROSPECTIVA #3

Domingo Santos

España

Los ordenadores de más reciente generación son
quienes decidirán lo que estará de moda en el siglo XXI

—De los periódicos


El principal problema al que se enfrentó desde un principio el nuevo «ordenador definitivo» de la universidad de Berkeley, en California, Estados Unidos, fue su propia magnitud. Desde el momento mismo de su concepción se quiso crear un instrumento capaz de satisfacer todas las necesidades, que pudiera resolver todos los problemas. Se emplearon once años en su diseño, construcción y puesta a punto, y a lo largo de esos once años se efectuaron siete readaptaciones para incorporarle las novedades y perfeccionamientos que iban surgiendo en el siempre cambiante y acelerado mundo de la informática. El coste fue astronómico, pero se tenía el apoyo de once fundaciones ansiosas de desgravar impuestos, tres legados filantrópicos, y el del propio gobierno de los Estados Unidos, que creía que debía participar en un proyecto de tal magnitud aunque no supiera muy bien por qué. Luego, finalmente, en el año 2013, el gran ordenador de enésima generación estuvo a punto y listo para entrar en servicio. Se bautizó con el estrambótico y rocambolesco nombre de ESXZ-30012, siglas y números de desciframiento críptico que casi nadie sabía lo que significaban, por lo que familiarmente se lo acabó llamando ES-12. Fue conectado en el transcurso de una gran ceremonia a la que asistieron todas las grandes personalidades del país y algunas de otros países amigos, y que fue retransmitida por la televisión con cobertura mundial, bajo la esponsorización de una conocida marca de refrescos de cola. Todos los que habían participado en el proyecto se sintieron tremendamente satisfechos de su logro. Era el ordenador de-fi-ni-ti-vo, dijo todo el mundo.

Pero, una vez inaugurado, conectado y puesto en marcha, nadie supo qué hacer exactamente con él.

Cierto, era una herramienta magnífica, como nadie hubiera podido soñar unas pocas décadas antes. Su capacidad de almacenamiento primario era de 12 millones de gigas, ampliable hasta cien veces más a través de sus distintas extensiones. Era capaz de realizar doce billones (con b) de cálculos por segundo, y de trabajar a tiempo compartido realizando hasta quinientas tareas simultáneas sin que su velocidad de trabajo se viera afectada en más de un uno por mil. Incorporaba todos los últimos adelantos informáticos, incluso algunos que todavía no se habían comercializado, y un equipo de veinte hombres, que lo conocían a fondo puesto que habían colaborado en distintas fases de su construcción, iba a velar constantemente por él, al tiempo que le incorporaban de forma inmediata cualquier futuro adelanto significativo. Como dijo en su discurso de inauguración el decano de la universidad (que tampoco sabía muy bien por y para qué había sido construido), «tenemos en nuestras manos la herramienta definitiva que va a permitirnos abrir las puertas de..., de..., de todo lo que necesitemos». (Después de pronunciar esta frase genial, se sintió como un idiota y calló, cosa que le agradecieron todos los presentes).

Oh, por supuesto, el gran ordenador de Berkeley se puso a trabajar casi de inmediato. Tareas que realizar no le faltaron nunca. El gobierno tenía una serie de trabajos que le había estado reservando y que se apresuró a pasarle. Se estableció una conexión permanente con el Pentágono, la NASA, la Administración de Justicia, Estadística, el Tesoro, e incluso el FBI y la CIA, sin contar esas varias agencias nacionales que oficialmente nunca han existido. Algunas grandes empresas requirieron también sus servicios, y pagaron sin rechistar sus astronómicas tarifas, a veces solamente por el prestigio de poder mencionar orgullosas que habían recurrido «a él».

Pero, pese a todo, el ES-12 era un monstruo demasiado grande y demasiado rápido. Por mucho trabajo que se le suministrara, sus fauces estaban constantemente vacías. Siempre le sobraba tiempo. Además, muy pronto la mayoría de sus usuarios (los particulares al menos) se dieron cuenta de que gran parte de los trabajos que le encomendaban podían encargarlos perfectamente a otros ordenadores más pequeños y menos sofisticados, con las mismas garantías de seguridad y a un coste muy inferior. Cierto, eran más lentos pero, ¿qué importaban diez nanosegundos de retraso en recibir una respuesta, cuando esta diferencia abarataba el coste del servicio a veces en diez mil dólares por hora de tiempo de ordenador?

El ES-12 había sido concebido para efectuar grandes tareas para grandes empresas. El problema que surgía ahora era: ¿había en el mundo tantas grandes tareas, había tantas grandes empresas como para alimentar la voracidad de una máquina que engullía alegremente millones y millones de bits de información por segundo y los regurgitaba a los pocos segundos una vez procesados, con idéntica, veloz y despreocupada alegría?


Fue un oscuro ingeniero informático, joven, introvertido, delgado, granujiento y de mirada huidiza tras unas gruesas gafas de anticuada montura de concha, quien dio con la solución al problema. Formaba parte del equipo que se ocupaba del mantenimiento del ordenador, y consideraba la máquina un poco como un hijo suyo; de hecho, el diseño de algunas de sus partes (aunque fueran partes menores) era obra suya. Un buen día se decidió: reunió el valor necesario, acudió al decanato y expuso su idea al consejo rector de la universidad.

—En estos momentos —dijo como preámbulo—, el ES-12 está trabajando a menos de un veinte por ciento de su capacidad, y es muy poco probable que ese ritmo aumente. Debo confesar que esto es triste, desmoralizador... y ruinoso.

Todos los presentes (la flor y la nata de los órganos directivos de la universidad) asintieron melancólicos con la cabeza. Habían transcurrido tan sólo ocho meses desde la puesta en marcha del gran ordenador, pero aquélla era ya la impresión general.

—Creo que tengo la solución a este problema —dijo el joven, cuyo nombre, desgraciadamente, no ha quedado registrado para la posteridad.

Dos docenas de cabezas se alzaron con viveza hacia él.

Y el ingeniero informático joven, introvertido, delgado, granujiento y de mirada huidiza tras sus gruesas gafas de montura de concha se explicó. Las tres cualidades principales del ES-12 eran: a), su gran capacidad de memoria; b), su posibilidad de manejar ingentes cantidades de datos a una tremenda velocidad; y c), la más importante, el enorme desarrollo de sus funciones lógicas, que le permitían examinar y seleccionar de entre todos los ingentes datos que formaban su fabulosa memoria los que necesitaba y deducir a partir de ellos respuestas inteligentes. Esto significaba que podía ser utilizado perfectamente para otros fines distintos a los que lo estaban destinando ahora. Al fin y al cabo, dijo, aquel ordenador era mucho más que una simple calculadora gigantesca.

—Creo que nos equivocamos desde un principio con él —sentenció—. Lo planteamos como un simple ordenador como todos los demás, sólo que con una capacidad mucho mayor. En realidad es mucho más que eso. Es una máquina preparada para seleccionar y examinar de entre toda la información que posee almacenada los millones de datos pertinentes sobre un asunto determinado, estudiarlos y correlacionarlos, y establecer a partir de ellos deducciones lógicas. No es una máquina de hacer cálculos: es una máquina de extraer conclusiones. No es un simple ordenador en el sentido que le damos normalmente a esta palabra: es un augur.

Las miradas fueron ahora de incomprensión. El joven, que en el fondo sentía un gran respeto (y también algo de temor) hacia las venerables lumbreras que regían aquella famosa universidad, se apresuró a explicarse, porque indudablemente era culpa suya el no haber conseguido hacerse comprender desde un principio. El ordenador, machacó, tenía muchas de las características de la mente humana. Funcionaba de una manera lógica. Podía elegir entre alternativas. Podía deducir a partir de unos hechos concretos que él mismo se encargaba de buscar y analizar. Entonces, ¿por qué no emplearlo para eso? En la actualidad, montones de organizaciones, tanto públicas como privadas, se gastaban millones de dólares en muestreos, sondeos de opinión, encuestas, para intentar averiguar las tendencias, gustos y deseos de un público cada vez más numeroso y variopinto. Pero todos estos métodos tenían el fallo innato de la gran variabilidad de la población encuestada, por muy «ejemplares tipo» que se pretendiera que fuesen sus miembros, y la necesidad física de limitar su número, por muy amplio que se pretendiera, sin contar por supuesto las posibles manipulaciones de los resultados, sobre todo en las encuestas de tipo político. Los amplios márgenes de error que asomaban constantemente en los resultados de todas esas encuestas eran la prueba más palpable de ello, y pese a todo seguían utilizándose los mismos métodos..., porque no había ningún otro.

Pero ahora sí lo había.

Porque el ES-12, en este aspecto, tenía la gran ventaja de ser totalmente imparcial, de disponer de hechos fríos e impersonales sobre los cuales trabajar, y además tener a su alcance un número ingente de ellos. Si se le indicaban correctamente los datos pertinentes que tenía que buscar y cómo correlacionar sus parámetros, sus deducciones serían tan desapasionadas que tenían que resultar a todas luces certeras.

Las miradas se incomprensión en torno a la mesa se ablandaron un poco, pero no desaparecieron.

—Miren —siguió el joven, cada vez más entusiasmado con su idea—. Es sólo un ejemplo. Las grandes empresas se gastan enormes sumas de dinero en prospecciones de mercado para ver la incidencia que tendrán sus nuevos productos antes de lanzarlos a la calle, y utilizan para ello métodos lentos y poco fiables, porque son los únicos de los que disponen. El ES-12 podría hacer lo mismo mucho más rápido y con mayores garantías. Funcionaría, estoy seguro. Y ahí tenemos un inmenso mercado: las empresas estarán dispuestas a pagar con los ojos cerrados mucho más dinero por sus servicios del que pagan actualmente por sus sondeos viejo estilo, por el simple hecho de que, siendo mucho más seguros los resultados, a la larga resultarán siempre mucho más rentables.

Había dejado flotar en el aire la palabra mágica: «dinero». Los responsables de la universidad (y del monstruo de Frankenstein que era para ellos el recién estrenado ordenador) meditaron profundamente el tema. Luego, el propio decano pronunció las otras palabras mágicas:

—¿Está usted seguro de lo que dice?

El joven ingeniero informático carraspeó. Aquella pregunta era lo que más había temido. No, no estaba seguro, admitió..., pero tenía gran confianza en no equivocarse. Al menos, se dijo para sí mismo, no del todo.

—Por supuesto, podríamos efectuar una prueba previa —contemporizó—. Para asegurarnos. Miren, he estado pensando mucho en ello últimamente. Las elecciones presidenciales son para dentro de cinco meses. El ordenador dispone de montones de tiempo en los que está inactivo. Nosotros —se refería al equipo que se ocupaba de la gran máquina— tampoco tenemos excesivo trabajo en estos momentos. Podríamos preparar un sondeo electrónico sobre el tema de las elecciones. Para demostrar que mis ideas son correctas. Estoy convencido de que funcionará. ¿Y qué mayor éxito que acertar en las encuestas políticas, más allá y por encima de todos los demás sondeos?

Los órganos directivos de Berkeley se miraron unos momentos entre sí. Todos, en el fondo, se sentían inquietos por la patata caliente que tenían entre las manos, algo que había empezado como un proyecto grandioso y de prestigio y que podía transformarse en el más sonoro de los fracasos de un intento de crear una informática de novísima generación. Al fin y al cabo, se solía decir, la mayor parte de las veces el fallo no está en la máquina sino en el operador. ¿De qué sirve construir un aparato altamente sofisticado si nadie sabe exactamente cómo darle una utilidad?

Finalmente, el decano se decidió. Asintió con la cabeza.

—Está bien, hágalo —dijo—. Pero vaya con mucho cuidado. Y manténganos constantemente informados.


Así se inició la «Operación Augur». El joven ingeniero se lanzó con todos sus ánimos a la tarea. Que no era poca. Cierto, el ordenador tenía ya metido en sus entrañas lo que el decano, en su discurso inaugural, había calificado como «todo el saber importante de la humanidad» (como si hubiera algún saber que no fuera importante). Pero había que darle directrices. Indicarle qué tipo de datos tenía que ir a buscar en cada caso, dónde, y qué hacer con ellos: en una palabra, educarle. Había que crearle parámetros de búsqueda, niveles de asociación, criterios de selección. Decirle cómo debía tratar la información: qué tenía que deducir, de qué modo, y sobre qué bases. Plantearle el trabajo de una manera que no se le presentaran dudas que pudieran bloquearle, lo llevaran a callejones sin salida o le indujeran a dar respuestas falsas o disparatadas. Porque en el fondo, pensaba con cariño el joven granujiento, las máquinas son siempre adorablemente estúpidas.

Fueron tres meses de intenso trabajo. El joven ingeniero deseaba poder ofrecer al rectorado de la universidad una respuesta lo más amplia y detallada posible. Quería demostrar las enormes capacidades del ordenador. Y lo consiguió. Un mes y medio antes de las elecciones, se presentó orgulloso ante el consejo rector en pleno con los resultados de su prueba. La respuesta del ES-12 (dieciocho folios de apretadas tablas) listaba no sólo el ganador y un escalado en base a la proyección de los votos que se calculaba que obtendrían los sucesivos perdedores, sino los respectivos porcentajes que obtendría cada candidato no sólo a nivel nacional, sino en cada estado. El consejo rector de la universidad hojeó atentamente las páginas de apretadas cifras de la respuesta. Hubo algunos bufidos, gestos de discrepancia ante algunos resultados considerados poco convincentes, otros poco ortodoxos. Las proyecciones no parecieron convencer a todo el mundo. Finalmente, el decano dijo, no demasiado seguro de sí mismo:

—Bien, ya veremos. Joven —miró con ojos inquisitivos al ingeniero—, ¿se da cuenta de lo que arriesga usted con esto?

El joven se daba perfectamente cuenta: se limitó a tragar saliva, y los movimientos de su nuez de Adán fueron más expresivos que cualquier respuesta. Pero, en el fondo, tenía confianza en sí mismo. Y en la máquina

También era un perro viejo dentro de los ambientes universitarios. De modo que una vez terminada la reunión no dejó que las cosas quedaran así. No permitió que los resultados de su gran prueba quedaran encerrados bajo llave dentro de los límites de un cajón de la universidad. A la semana siguiente, el Washington Post, al otro lado del país, anunciaba en primera página: «El nuevo gran ordenador de la universidad de Berkeley hace de augur en las elecciones presidenciales». En un reportaje de dos páginas completas, el periódico reproducía un extracto de los resultados dados por el ES-12, obtenidos por el periódico «gracias a unas filtraciones de la propia universidad». Lo detallado de las predicciones y lo poco ortodoxas políticamente de algunas de ellas respecto a los resultados de los sondeos habituales motivaron que otros periódicos se hicieran eco de la noticia, entre burlones, admirados e indiferentes. La noticia tuvo al día siguiente resonancia nacional.

Por supuesto, en el decanato brotaron voces airadas. El joven ingeniero se excusó ante el consejo rector: no sabía quién podía haber sido el culpable de la filtración, dijo, pero tampoco podía acusarse a nadie de ella; en ningún momento se había dicho que los resultados del ordenador fueran secretos. Por supuesto, no mencionó en ningún momento la profunda amistad que le unía desde su infancia con el jefe nacional del Washington Post, un auténtico segundo padre para él; era algo irrelevante.

Las elecciones se sucedieron como siempre se suceden en los Estados Unidos: entre alharacas, despliegues informativos, botellas de champán (de California) de los vencedores y gestos mohínos y suspiros de resignación de los vencidos. Y una gran sorpresa general, al saberse con detalle los resultados definitivos.

Porque el gran ordenador de la universidad de Berkeley, California, no sólo había acertado el ganador (cosa no tan sencilla, puesto que aquel año las elecciones estaban muy disputadas), sino los porcentajes exactos de votos que habían recibido todos los aspirantes, con diferencias que en ningún momento superaban el tres por ciento en más o en menos. Y esto no sólo a nivel nacional, sino que los porcentajes de votación desglosados según los distintos estados seguían exactamente la misma tónica. De hecho, sólo en tres estados la diferencia entre lo previsto y la realidad superaba el cinco por ciento, ¡y tan sólo en uno se superaba el diez por ciento!

En primera página, el Washington Post afirmó categóricamente: «¡El nuevo gran ordenador de Berkeley es un auténtico augur!». Y el resto de la prensa nacional hizo eco, maravillada, de esta afirmación.

Así despegó la carrera augural del ES-12.


El joven ingeniero informático introvertido, delgado, granujiento y de mirada huidiza tras sus gruesas gafas de montura de concha nunca había sido una lumbrera en su especialidad, pero tenía dos grandes virtudes: era un lógico natural, y también un genio del marketing teórico (su aspecto físico, su inseguridad en sí mismo y su timidez no le permitían ir más allá de ese aspecto). Amparado en la seguridad que le proporcionaba su gran éxito (y la resonancia mundial que había obtenido: durante los tres días siguientes a las elecciones, no menos de ocho departamentos gubernamentales se habían interesado vivamente por «lo que podía hacer exactamente aquella máquina»), se permitió plantear al consejo rector de la universidad un plan de trabajo que había estado madurando para el ES-12, al que se permitió osadamente rebautizar como Augur. («Una concesión a la comercialidad —explicó—. ES-12 es un nombre demasiado aséptico, y además parece que el otro nombre —se abstuvo de decir que había sido creación suya— ha calado entre la gente»).

—La idea es sencilla —desarrolló—. Por un lado está el gobierno, por supuesto, pero los contratos con el gobierno son cosa aparte; ellos saben lo que quieren (a veces) y lo piden, y nosotros nos limitamos a dárselo. En lo que estoy pensando es en el gran potencial de la industria privada.

»Miren —repitió su argumentación de la sesión en la que había propuesto el nuevo empleo del ordenador—, cada año las empresas se gastan ingentes sumas de dinero en prospecciones de marketing. Antes de lanzar un nuevo producto, con toda la gran inversión que esto comporta en fabricación, publicidad, etc., hacen sondeos, estudios, previsiones. Que muchas veces fallan debido a lo precario y poco fiable de sus métodos. Nosotros podemos ofrecerles lo mismo, a unos costes que puede que en un principio se consideren incluso abusivos, pero que en último término demostraremos que son más baratos de lo que pagan ahora, aunque nominalmente sean más caros, puesto que dispondrán de una mayor fiabilidad asegurada: tenemos el antecedente de las elecciones presidenciales como prueba. El proceso será fácil. Una empresa vendrá a nosotros y nos preguntará: «¿Qué incidencia de mercado puede tener este nuevo producto?» «¿Cuál será la evolución de nuestro producto estrella?» «¿Qué cambios debemos hacer en este producto para mantener su cuota de mercado?» Y nosotros lo estudiaremos y se lo diremos. A partir de ahí, será cosa de ellos decidir si siguen adelante o no con ello. Nuestra misión habrá terminado; por supuesto, habremos cobrado... y a otro asunto.

Si aquella escena hubiera sido rodada en una película de dibujos animados, en los ojos de todos los presentes en la reunión hubieran brillado, en vez de pupilas, parpadeantes signos del dólar, y en la banda sonora habría ruido de cajas registradoras. Hubo enérgicos asentimientos de cabeza; aquellos mismos hombres que hacía un par de meses se habían sentido abrumados por la enormidad del monstruo que habían construido en el seno de su universidad se veían ahora lanzados a una exaltación gloriosa. El ES-12, que ellos también empezarían a llamar muy pronto Augur, no sólo iba a convertirse en la gloria de Berkeley, sino también en una importante fuente de ingresos. El tintinear de las hipotéticas cajas registradoras se fue haciendo más y más fuerte.

Por supuesto, pusieron al joven ingeniero al frente del proyecto y le dieron plenos poderes para que siguiera adelante con su plan. Sin embargo, las cosas no arrancaron exactamente del modo que él había imaginado: el primer cliente potencial de la industria privada que se presentó en la universidad de Berkeley en busca de los servicios de Augur quería algo distinto a lo que el joven, con su mentalidad informática, había «programado».

El hombre era el gerente de una empresa de juguetes que, tras varios años de bonanza y esplendor, se había visto abrumada por la crisis. La United Toys se hallaba ante una disyuntiva: o hallaba un producto de impacto que reflotara sus ventas, o se hundía definitivamente. Por lo tanto, lo que deseaba el hombre no era saber si el producto que habían pensado lanzar iba a tener éxito o no entre el público, o qué debía hacer para mantener su cuota de mercado, que estaba zozobrando estrepitosamente, con la producción actual, sino, en el colmo de la desesperación, simplemente qué producto podía llegar a tener éxito entre el público en la próxima campaña, lo cual era muy distinto.

Y muy tentador también.

El joven ingeniero, reconvertido muy a su pesar en relaciones públicas de «Augur, consultor informático», como él mismo había empezado a denominar en su fuero interno su gran aventura, le prometió pensar en el asunto. Bueno, se dijo, en el fondo no sería tan difícil. Tenían creado ya un programa base para formularle al ordenador la pregunta tipo: «¿Va a tener éxito...?» y añadirle el nombre y la descripción del producto junto con los parámetros especializados para que la máquina supiera qué tipo de datos tenía que ir a buscar y cómo tratarlos; lo único que había que hacer era generalizar un poco, cambiar ligeramente el programa y hacer que respondiera a la pregunta «¿Qué va a tener éxito...?», y situar los parámetros correspondientes. Quince días de preparación dieron como resultado un nuevo programa de consulta, un input y un output con la respuesta. El joven ingeniero llamó al gerente de la United Toys y se la entregó, junto con la factura.

El gerente leyó con atención las tres páginas de copia de impresora que había regurgitado la máquina y murmuró:

—¿Un pepona?

El joven ingeniero se encogió de hombros; él se limitaba a transmitir la respuesta de la máquina, no era responsable de ella. Además, se apresuró a indicar, resultaba claro que no se trataba simplemente de una pepona; Augur daba en su respuesta una serie de especificaciones muy precisas de cómo debía ser la muñeca. Esas especificaciones no eran nada del otro mundo, por supuesto: la muñeca no hacía nada, no hablaba, ni lloraba, ni hacía pis, ni siquiera tenía la menstruación. Pero había una serie de indicaciones muy claras sobre raza, características faciales, movilidad, atuendo, etcétera. El gerente de la United Toys se marchó no muy convencido, pero pagó la factura sin protestar.

Probablemente la situación de su empresa era tan desesperada que, pese a sus dudas, decidió seguir las indicaciones del ordenador y ver qué pasaba; al fin y al cabo, ya no tenía nada que perder. Dos meses más tarde, a sesenta días tan sólo de la campaña de Navidad, la muñeca «Augur» (con un historial completo acerca de cómo y gracias a qué había nacido) aparecía a bombo y platillo en el mercado. Cinco meses más tarde, sus ventas habían superado las del Monopoly en sus primeros diez años de explotación. Ocho meses más tarde, se convertía en la estrella de una nueva serie de dibujos animados para la televisión. Un año más tarde, la United Toys era una poderosa multinacional con sede propia en catorce países.

La carrera augural de ES-12 había despegado por todo lo alto.


Al poco tiempo, «El augur de Berkeley» se había convertido en una auténtica celebridad. Los contratos de predicción llovían desde todos lados, hasta el punto de que el gobierno tuvo que hacer valer su contrato de prioridad, amparándose en su cuota de participación en el proyecto, para poder disponer del tiempo de ordenador que necesitaba (ellos también se habían visto sacudidos por la fiebre). Se efectuaron tres ampliaciones de memoria, que fueron llenadas casi al instante. Al año y medio de su primer gran éxito con las elecciones presidenciales, la gente que trabajaba directamente al servicio del ordenador había ascendido de veinte a ochenta y siete personas, y se hallaban abrumadas de trabajo. La cola para atender peticiones retrasaba casi tres meses las respuestas, pese a la tremenda velocidad de la máquina.

Los éxitos se sucedían uno tras otro. Ninguna de las respuestas de Augur demostró ser errónea, y las pocas que se desviaron más allá de una tolerancia de un cinco por ciento en más o en menos (tolerancia aceptable claramente especificada por la propia universidad en una cláusula de sus contratos de servicio) demostraron, tras la pertinente investigación, ser a causa de una mala aplicación por parte de la empresa u organismo consultante de los resultados dados por el ordenador. La retahíla de éxitos era impresionante, abrumadora, y esto motivó por supuesto un sustancial aumento de las tarifas de consulta, así como, en muchos casos, y tras el éxito de la United Toys, el establecimiento de una cláusula de participación en los beneficios que se derivaran de la respuesta.

Por supuesto, hubo ataques y críticas. Muchos medios de comunicación intentaron explicar, racionalizar y quitar trascendencia al éxito de las respuestas del Augur. Las enormes ventas de la muñeca de la United Toys fueron fácilmente explicables: tras la progresiva y abrumadora sofisticación de las muñecas, que no permitían al niño jugar con ellas, sólo verlas actuar, la vuelta a la buena y vieja muñeca que no hacía absolutamente nada había sido como un maná. Cuando algunas grandes industrias empezaron a lanzar sus productos con la etiqueta «avalado por las predicciones de Augur» (cláusula de cotización extra y participación automática en los beneficios en todos los contratos de servicio por el derecho de cita), se dijo de inmediato que esto no era más que otro elemento publicitario que inducía a los clientes a comprar gracias a la fama conseguida por Augur, y que no tenía nada que ver con lo acertado de las predicciones. De todos modos, nadie pudo explicar nunca, ni lo intentó, el gran éxito inicial, el de las elecciones presidenciales, donde no podía haber habido ninguna circunstancia concomitante que explicara el acierto ni ninguna manipulación.

A los cinco años de la puesta en marcha del ordenador ESXZ-30012, el ordenador Augur era toda una institución que trabajaba las veinticuatro horas del día y daba satisfacción (garantizada) a más de setecientos clientes al mes. Se habló incluso de que por fin el hombre ya no tenía que depender de su propio y falible juicio y podía confiar de una manera definitiva en la máquina. Aunque un periódico agorero se apresurara a insinuar que esto señalaba muy probablemente el final del libre albedrío del ser humano. Nadie, por supuesto, le hizo el menor caso.

Fue entonces cuando el joven ingeniero informático introvertido, delgado, granujiento y de mirada huidiza tras sus gruesas gafas de montura de concha acudió al decanato con su segunda gran idea.



Ilustración: Aradano

Por aquel entonces era escuchado casi con reverencia por los doctos dirigentes de la universidad. Se había convertido en el gurú de la prospectiva mecánica, el amo y señor de los reinos del ordenador. Pero, en el fondo, él no había cambiado: seguía siendo el idealista algo ingenuo un poco alejado de la realidad, siempre deseoso de hallar nuevas aplicaciones a aquella herramienta maravillosa a la que había dedicado su vida.

—Hasta ahora hemos estado diciéndole a la gente lo que debían hacer —indicó—. ¿No creen que deberíamos decirles también lo que no deben hacer?

Le miraron interrogantes, sin comprender, pero sin atreverse tampoco a decirle que no comprendían.

Se explicó.

—Verán. A menudo las empresas pierden mucho dinero cuando un producto deja de pronto de estar de moda. Cuando se inicia un declive en las ventas, a veces se trata de circunstancias coyunturales que desaparecen al poco tiempo, pero en otras significa simplemente que el artículo ha perdido de una manera definitiva el favor del público. Nunca se sabe. En esos casos, a veces se deja de producir un artículo que podría seguir teniendo una larga vida en el mercado, mientras que en otros se sigue fabricando y se acumulan stocks que, llegado un momento límite, se vuelven invendibles y pueden llegar a arruinar a la empresa. Augur podría prevenir esas cosas. Puede decir a las empresas cuándo un producto ya no está de moda y es conveniente retirarlo antes de que se acumulen los stocks y se produzcan pérdidas importantes, y cuándo se trata sólo de una recesión temporal. Puede...

Se interrumpió. Todos alrededor de la mesa empezaban a ver las posibilidades. Las cajas registradoras tintineaban de nuevo dentro de sus cabezas. Augur ya le había proporcionado a la universidad unos beneficios que hubieran sido impensables cinco años antes. Y se les había asegurado que el ordenador aún podía duplicar, triplicar, incluso cuadruplicar esas cifras.

—Por supuesto, primero haremos una prueba a nivel privado —dijo el decano con voz meliflua.

—Por supuesto, la haremos —dijo el joven ingeniero informático, sabiendo que había ganado una vez más.


Y así se inició la preparación de la nueva etapa augural del ESXZ-30012. Por supuesto, había que elaborar un programa nuevo, aunque en muchos aspectos podía basarse, invirtiendo los parámetros, en lo que ya estaban haciendo. Durante dos meses, un equipo de veinte personas (los mismos que iniciaron la andadura prospectiva del ordenador, y que eran considerados los veteranos) crearon, perfilaron y probaron exhaustivamente los diversos pasos del nuevo programa. Cuando al fin dieron el visto bueno al conjunto, el joven ingeniero llamó al consejo rector en pleno para efectuar ante ellos, in situ, la prueba definitiva que iniciaría la rodadura de la nueva especialización del ES-12. Quería que todos estuvieran presentes en su momento de gloria.

Tras la visita turística obligada a las instalaciones y las explicaciones técnicas acerca del funcionamiento previsto del programa —integración de datos, parámetros de correlación lógica, estructuras económicas, sociales, políticas y religiosas a tener en cuenta, elaboración de conclusiones en pirámide, etc., de todo lo cual no entendieron absolutamente nada—, el joven ingeniero se dirigió a la consola de órdenes y se sentó ante el teclado.

—Por supuesto, puesto que no tenemos todavía ningún cliente, ya que aún no hemos iniciado ninguna campaña de captación hasta ver los resultados de la prueba, vamos a tener que formular una pregunta hipotética de índole general. —Sonrió—. He pensado en una, y creo que va a ser un auténtico desafío para la máquina.

Hizo revolotear unos instantes los dedos sobre las teclas y se puso a escribir. En el monitor frente a él se fueron formando las palabras:


¿QUÉ NO ESTARÁ DE MODA DENTRO DE CINCO AÑOS?


Era una pregunta simple, escueta y satisfactoria: pondría perfectamente a prueba las capacidades de la máquina. Hizo una breve pausa espectacular, y pulsó Enter.

Las luces de los paneles de control empezaron a parpadear. En las pantallas monitoras dispersas por toda la enorme consola brotaron líneas sinusoidales que indicaban los diversos estadios de los procesos internos de la máquina. El joven analista se reclinó en su silla.

—Habrá que esperar —dijo—. Puede que sea largo. Calculo que la máquina necesitará efectuar algo así como quinientos trillones de operaciones lógicas antes de llegar a ninguna conclusión.

La enorme consola siguió parpadeando durante veinte largos minutos, ante la impaciencia, el nerviosismo o el aburrimiento de los distinguidos órganos rectores de la universidad. Luego, de pronto, todas las luces se apagaron al unísono. Los representantes de la universidad se inclinaron ansiosos hacia adelante. En el monitor frente al teclado apareció un mensaje: «Terminado proceso. ¿Imprimir respuesta? Sí (No)».

El joven analista hizo flotar de nuevo su mano sobre el teclado. Miró a los miembros del consejo rector de la universidad uno tras otro. Sonrió. Pulsó «Sí».

Esperaba que la impresora empezara a imprimir como loca y produjera entre cinco y veinticinco páginas de respuesta. Sin embargo, se limitó a imprimir unas pocas palabras en una sola línea y expulsó la hoja. El joven analista la atrapó antes de que cayera al suelo.

La leyó. Alzó la vista al rector. Su rostro se había puesto de pronto muy serio. Y muy pálido. Le tendió la hoja. No dijo ni una palabra. Nadie habló tampoco.

La hoja decía, simplemente:


DENTRO DE CINCO AÑOS NO ESTARÁ DE MODA EL HOMBRE.



Por tercera vez (las anteriores fueron "Genoma" en el N° 150 y "Llanto por un astronauta" en el N° 162) tenemos a Domingo Santos en Axxón. Pedro Domingo Mutiñó sólo tiene 65 años (lo que significa que comenzó a hacer cosas que quedaron en la historia de la ciencia ficción cuando era un muchacho), nació en Barcelona y escribe, traduce y edita ciencia ficción con la misma naturalidad con que respira.


Axxón 164 - julio de 2006
Cuento de autor europeo (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Ordenadores: España: Español).