EL CATETO PROHIBIDO

Yoss

Cuba

Para Vivian, por recordármelo.
Para Sturgeon, por inspirármelo.
Para la tripulación de la "Morgoth",
por el reto del título.


—...y un poco de motivación está bien, pero el exceso de entusiasmo hace daño. Se creen que el universo ha sido diseñado sólo para su placer personal, para que puedan descubrir mundos extraños y correr aventuras exóticas. ¿Qué te parece, Charon?

Miré por la ventana, a las viejas torres de lanzamiento de los cohetes Arianne ahora cubiertas por la tenacidad de la hiedra trepadora, y me sentí casi como ellas. Asfixiado.

Por supuesto, desde que media hora antes la teniente Hakagami se acodara sobre el mostrador regalándome una generosa vista de su muy desarrollada (¡y doble, no faltaba más!) proa, anunciándome que tenía cosas interesantes que contarme sobre sus nuevos alumnos, yo estaba funcionando con el piloto automático. Yukio Hakagami no luce mal para sus cuarenta y dos, es una excelente profesora de astrogación, me recuerda a la hermana que nunca tuve y como hasta cierto punto soy responsable de que nunca haya pilotado una nave de salto tal y como era su sueño desde la infancia, no suele molestarme escucharla... Pero hasta la paciencia de un barman tiene un límite.

—Interesante. Podríamos llamarlo principio antrópico recreativo... —dije al fin desganadamente mientras colocaba ante sus ojos el tercer Supernova de la noche.

El Supernova es un arcoiris de colores festivos estudiado a la perfección para disimular un contenido alcohólico que ya quisieran los antiguos combustibles químicos para cohetes. Un coctel de buen ver y mal beber, bello y tramposo como ciertas mujeres. Por eso las damas lo adoran, los caballeros lo desprecian y los barmans serios de la vieja escuela lo odian con toda su alma. Pero a mí me gusta prepararlos, y siempre a mano. Reto a cualquier máquina dispensadora a que logre un Supernova mejor que los míos, tan nítidas la franja azul del curazao, la blanco lechosa de la créme de vie, la dorado suave del ron añejo y la verde y la roja de los licores de menta y de cereza. Siempre he adorado los retos, y servir medio litro de tan policromado mejunje en un vaso alto y estrecho sin que se mezclen demasiado los ingredientes tiene más de arte que de habilidad mecánica.

Aunque, claro, yo también tengo bastante de máquina. Y hoy por hoy tampoco me quedan muchos otros retos que enfrentar.

El caso es que la teniente Hakagami se había alzado su negrísima coleta para rascarse el ciberpuerto en su nuca (uno de sus tics habituales cuando bebe) y seguía diciéndome que los cadetes de su primer curso soñaban con los viejos cohetes, no querían ni oír hablar de propulsión antigrav y estaban todos ansiosos por probar la nueva generación de IAs especialmente diseñadas para la exploración de cúmulos globulares. Pero apenas si se había mojado los labios en la capa superior de licor de cereza cuando mis cuatro jinetes atravesaron el umbral.

Juntos. El diablo los cría y ellos se reúnen solos.

Así que tuve que dejar a Hakagami con la palabra en la boca: —Muy interesante, Yuki, pero me sigues la historia otro día. —Me deslicé un poco hacia su derecha, tapando el inmenso monograma de la Flota Espacial y apunté hacia la entrada con la barbilla—. Ahora tengo trabajo.

Yukio aguanta el alcohol mejor que muchos hombres. Y es más discreta que ninguno. De verdad me hubiera encantado que fuese mi hermana... sobre todo si no tuviera esos pectorales tan desarrollados. Ni miró por encima del hombro; una ojeada al espejo que tengo instalado tras la barra le bastó. —Ah —dijo simplemente—. Invitados especiales. Algún día inventarán una máquina que sepa reconocerlos y te quedarás sin trabajo, Charon —agregó, ya dejando libre el mostrador.

—No me guardes rencor, Haki. Sueño con ese día. Y prometo que cuando llegue... si llega alguna vez, te pagaré todos los Supernovas que puedas beber sin oxidarte el ciberpuerto —bromeé, a modo de despedida, mientras les hacía señas al cuarteto que aún dudaba en la puerta y a través de mi propio ciberpuerto controlaba a la despachadora de la mesa 13 para que sirviera sendos Orbitas Inestables a un grupito de cadetes de sexto año que, a juzgar por las exageraciones que se contaban sobre descensos en Antares IV y despegues de Mizar II y sobre los efectos somáticos del salto, ya estaban bastante en órbita y demasiado inestables como para beber tan explosiva mezcla de whisky y destilado de cannabis sin quemarse las toberas.

Una pareja de cuarto año muy acaramelada y muy reciente se acercó a la barra buscando un Supernova pero los despaché con una mirada y un parpadeo del holograma de NI SE ACERQUEN, AHORA NO PUEDO ATENDER EN PERSONA que tengo colgado bajo la nave entrando en el agujero negro del monograma de la Flota Espacial. Dieron media vuelta, muy prudentemente. Para diálogos como el que se avecinaba, prefiero tener el mostrador completamente despejado.... Y si hace falta electrificarlo para que los moscones se alejen, pues lo hago. En este bar mando yo, y punto.

Mis cuatro invitados especiales me vieron preparar el terreno para ellos y se tensaron. Por supuesto, no sabían por qué estaban ahí... pero algo debían olerse, si es que yo no me había equivocado de medio a medio y había perdido mi don. Ellos siempre saben que hay algo que los diferencia de los demás, aunque muy pocos tengan una idea clara de qué es. Y todos piensan que si nunca se lo confiesan a sí mismos nadie más se dará cuenta... pero igual viven eternamente con el temor de que se les note.

No hay muchos como Ellos, y los que sueñan con el espacio son menos aún. A algunos los descubren los constantes tests de la Academia incluso antes de que se les implante el ciberpuerto, a otros no. La mayoría no resiste estudiar durante años para algo que en su fuero interno intuyen que les está vedado, y a mitad de carrera simplemente renuncian al sueño cósmico y se labran un buen futuro en la Tierra. Después de todo, ¿quién necesita sentir que le dan vuelta como un calcetín diez o doce veces a la semana? Y un ser humano con un ciberpuerto operativo es útil en muchos oficios que no tienen nada que ver con pilotar naves de salto.

Unos cuantos, más radicales o más desesperados, prefieren quitarse la vida al enterarse de que nunca podrán atravesar el hiperespacio sin peligro más que como pasajeros. Es una pena, pero no se puede hacer nada por ellos. El dictamen oficial es que se habrían suicidado por esa razón o por otra, tarde o temprano.

Pero sí se puede hacer mucho por los otros. Por el puñadito para los que la llamada de las estrellas es tan poderosa que los impulsa a pasar por encima de toda aprensión y presentimiento, desechándolos como estúpidas subjetividades. ¿Que una vocecita interna les susurra que pueden morir si guían una nave de salto por el hiperespacio? Cuentos de viejas. Claro que hay peligro en volverse uno con la IA de la nave, como en toda tecnología nueva, y que la sensación de entrar o salir del espacio tridimensional no es precisamente grata, pero... si otros pueden, ¿por qué no ellos?

Nunca son más de cuatro o cinco cada año. Unos pocos soñadores tercos que se resisten con todas sus fuerzas a aceptar lo que íntimamente saben y prefieren creer que en la primera salida todo irá bien, que no pasará nada y que todos sus temores se demostrarán sin ningún fundamento, así que el segundo salto será más fácil, y el tercero, ya adaptados a la interfase con la IA, pura y simple rutina...

Pero Eso siempre acecha. Y por desgracia muchas veces ni siquiera hay segunda vez.

Yo estoy aquí por y para esos cuatro o cinco. Para decirles con palabras claras lo que Ellos ya saben y han sabido siempre, pero no quieren aceptar: que es mentira, que nunca mejora, que el miedo nunca se va. Que no es culpa del ciberpuerto ni de la IA, sino de algo que hay en su interior. Algo que sólo se agazapa, al borde de la consciencia, hasta que te hace cometer algún error irreparable... o aparece Eso y te atrapa. Para contarles todo lo que sé sobre Eso, el hiperespacio y su problema, y así salvarles la vida amputándoles los sueños.

Unas pocas veces no basta con hablar ni mostrarles holograbaciones, y son tan cabezotas que se vuelve imprescindible una demostración práctica. Y mirando a esos cuatro, me di cuenta de que esta iba a ser una de esas veces, y me estremecí de miedo y de deseo. Sé que cada vez es un riesgo mayor conectarme a la IA de la "Cancerbero II" y saltar, que Eso me está esperando allá afuera y que ya conoce mi sabor, pero igual lo disfruto cada vez como un niño un juguete nuevo... por peligroso que sea. Aún no me he hecho remover el ciberpuerto... y no vale la pena que me autoengañe con el cuento de que lo conservo sólo para optimizar mi gestión del bar, como le digo a mi madre cada vez que conversamos por el holovideófono. De hecho, estoy seguro de que ni siquiera ella se lo cree. Soy un adicto, y todos lo sabemos. Y ¿puede acaso contenerse el adicto ante la tentación de la próxima dosis, aunque sepa que lo puede matar?

Vinieron hacia mí, impecables como modelos de alta costura en sus níveos uniformes de polímero autoalisable con el monograma de la Academia en el pecho, tan alertas como exploradores que se internan en territorio enemigo.

En un viejo filme de cowboys mi bar estaría en Dodge City o en Tombstone y habrían avanzado de cuatro en fondo, cubiertos de polvo y sin quitarse los sombreros, con las piernas abiertas y las manos cerca de las culatas de sus Colts Peacemaker 45 de seis tiros, mientras el resto de los parroquianos callaban y se apartaban intuyendo el duelo. Si fuera uno de gángsters habrían entrado fumando en mi cantina de Chicago con paso de perdonavidas, los borsalinos ladeados, las manos apretadas sobre los 38 Smith & Wesson en los bolsillos de las chaquetas de rayas y doble botonadura. En un holodrama de ciencia ficción de principios de siglo habrían despedido luz y flotado a centímetros del suelo, con pequeñas armas antigrav inteligentes orbitando a su alrededor mientras entraban en mi paradero en la Nebulosa de Andrómeda.

Pero estaban en "El Cateto Prohibido", en 2089, en la Academia Espacial, en la Tierra y en medio de la selva de la antigua Guayana Francesa, y ningún cadete llega a segundo año sin pasar más horas en mi salón que conectados a cualquier simulador de salto hiperespacial, sin haber probado más combinaciones exóticas de alcohol, THC y otros euforizantes que mundos tiene la galaxia, sin haberse roto algo cayéndose de una plataforma antigrav ni haber conversado al menos cuatro o cinco mil horas con el viejo barman complaciente al que se le pueden contar cosas que ningún familiar, amigo o profesor de la Academia Espacial escucharía tranquilo, con la seguridad de que no censurará, condenará ni dará consejos demasiado razonables, sino sólo oirá, tranquilo, como han hecho todos los buenos cantineros desde que el mundo es mundo.

Así eran las cosas y así habían sido siempre. Mi bar no era territorio enemigo, sino tierra de nadie, un espacio libre de las estrictas normas de la Academia, y yo era el viejo Charon que sólo escucha y sonríe y menea la cabeza si algún cadete descubre que su orientación sexual no es la más ortodoxa (como si eso importara mucho en la Academia y en general en el mundo, en estos tiempos) o se pasa quince horas conectado a un holojuego. Una especie de abuelo o tío comprensivo, no un monstruo con poder para dejarlos fuera de sus sueños de un plumazo.

Sin embargo, los cuatro habían recibido sus respectivas citaciones en auténtico pergamino, con el sello de Estrictamente Confidencial cruzando el monograma de la Academia Espacial, todas con la firma de un tal Comandante Charon Williams, y proponiéndoles comparecer a la hora tal en el bar "El Cateto Prohibido" para discutir sobre su permanencia en el centro. No conocían a ningún Comandante Williams, claro. El único Charon del que habían oído hablar era yo, y simplemente no les cabía en la cabeza que fuéramos la misma persona. Pero nadie que se tome a la ligera las "proposiciones" de un oficial superior llega a quinto año, así que aquí estaban. Aunque no les gustara.

Se acercaron de mala gana, pero decididos. Sin dejarse confundir por el caleidoscopio de luces cambiantes, atravesaron como un cuchillo caliente cortando mantequilla el laberinto de mesas a suspensión antigrav y el pandemonio de bailadores, cada pareja absorta en su propio ritmo. Saludaron aquí a un cadete alegremente borracho, esquivaron allá a una parejita que trataba de burlarse de la física haciendo que sus cuerpos ocuparan un mismo lugar en el espacio, palmearon los hombros de los eternos ludópatas que pasan tantas horas conectados a la consola de Invasores de Andrómeda o de Saltos Prohibidos que cualquier día descubrirán que su ciberpuerto se les ha soldado al conector. Los dos más altos se inclinaron para no darse un cabezazo con una de las plataformas flotantes vacías que cumplía su lenta órbita por encima del salón y la chica y el latino hicieron una finta casi acrobática para desviarse del camino de otra plataforma llena de jugadores de estereopoker que pasó casi rozando el suelo. Ciberpuerto mediante, hice una corrección distraída a sus generadores antigrav y la elevé al menos dos metros. Cuando se está borracho (y la mayoría de los cadetes no tarda ni diez minutos en alcanzar ese estado en "El Cateto Prohibido") y trescientos kilos de plataforma, mesa y jugadores pasan a metro y medio del suelo, tarde o temprano se producen colisiones. Es inevitable. Lo único que puedo hacer es tratar de que la mayor parte de las veces no sean mortales.

En cuanto mis cuatro vientos rozaron la barra les salí al paso antes de que tuvieran tiempo de poner malas caras o empezar a hacer preguntas. Siglos después de Von Clausewitz, el ataque sigue siendo la mejor defensa.

—Buenas noches. Me alegro de que hayan aceptado mi amable invitación. Yo soy el comandante Charon Williams y tengo que hablarles sobre su futuro como pilotos —y, deslizándome a derecha e izquierda contra el fondo del espejo, de ese modo danzarín que sé que desconcierta a todos mis parroquianos, les tendí mi mano derecha mecánica por encima del mostrador

Se miraron. Nunca antes habían coincidido en nada. Eran tan distintos que hasta a ellos mismos debía sorprenderles verse juntos. Y ahora cada uno reaccionó de modo diferente a mis palabras:

Gilberto Noriega se relajó visiblemente: nada malo podía venir del viejo Charon. Que tuviera la graduación de Comandante era una sorpresa, claro, pero todavía quedaba la posibilidad de que todo fuese una broma del alegre barman. Y como buen cubano, adoraba las bromas. Sus blanquísimos dientes casi resplandecieron contra el fondo de su oscura tez de mulato aindiado cuando estrechó mi diestra ciberprotésica, con esa contagiosa afabilidad latina que tan popular lo había hecho entre profesores, compañeros... y compañeras: había tenido más novias que Supernovas prepararé yo en tres vidas. Nunca entendí por qué había elegido el espacio, pero sabía que no tenía que preocuparme por él de ningún modo: si no decidía quedarse como profesor en la Academia le iría igual de bien en cualquier otra parte. Hijo de una rica familia habanera, Gilberto llegó a la Academia con un ciberpuerto de lujo ya implantado. Era de esa clase de muchachos que no sólo han nacido en cuna de oro sino que, aún sin ser demasiado brillantes, resultan tan irresistiblemente simpáticos que nadie los ve nunca como competidores serios y por tanto se cuelan por todas partes. Nunca un líder ni un innovador, sino uno que siempre se sube a tiempo al carro donde viajan jefaturas e innovaciones. El perfecto oportunista nato... y que además vivía absolutamente inconsciente de serlo.

Li Sing Fao apretó los labios y no movió ningún otro músculo. En cinco años la había visto sonreír dos o tres veces. Era el reverso de la moneda de Noriega. Callada, solitaria, estudiosa hasta la monomanía, y experta en tai-chi-chuan, de baja estatura pero hermosa como una muñeca de porcelana, no obstante lo cual nadie le conocía novios, novias ni amigos. Su manera de razonar era lógica como un teorema, imaginativa como la de un artista y penetrante como una aguja; su especialidad era encontrar soluciones inesperadas y geniales a los problemas más difíciles. Pero tenía menos carisma que una piedra cubierta de musgo. Para ella los demás cadetes simplemente no existían. Hija de campesinos, se había abierto paso de beca en beca y a puro talento desde una oscura aldea de cultivadores de soya cerca de Shangai hasta la Academia Espacial y el privilegio de un ciberpuerto implantado. Y de seguir las cosas como estaban, sería uno de los primeros expedientes de su promoción. El cosmos era su aire, su objetivo, su obsesión. Era de las que cada vez se juegan la vida a todo o nada, sin concederse siquiera la posibilidad de un fracaso. No sabía cómo tomaría mi revelación. Ojalá fuera lo bastante fuerte como para orientar sus aspiraciones hacia otra parte. Estaba claro que no tenía madera de profesora. Enseñar a otros lo que ella misma nunca podría hacer le dolería demasiado.

Ulrich Schneider se acomodó las gafas de montura de acero sobre la punta sudada de su nariz con el dedo índice, su modo privado de expresar desconcierto. Como les ocurre a muchos teutones, la gestualidad no era su fuerte. Las emociones en general parecían desconcertarlo. No hablaba mucho ni muy a menudo, pero nunca obtenía mucho menos del máximo en ningún examen. Tenía fama de computadora humana: su cerebro parecía capaz de retener una cantidad infinita de datos útiles, físicos, astronómicos o matemáticos. Se decía que ya a los doce años podía recitar de memoria la temperatura de fusión de cada metal de la tabla periódica, la distancia exacta desde el sistema solar a cada estrella superior a la cuarta magnitud, los logaritmos neperianos del primero al último, millones de fórmulas y muchas más cosas. La Universidad de Münich le costeó la implantación del ciberpuerto a los dieciséis años y desde entonces prefería pasar su tiempo conectado a una computadora antes que con los para él siempre imprevisibles e ilógicos seres humanos. Se decía que todavía era virgen... y probablemente fuera cierto. Sin embargo, no era un idiot savant, ni tampoco el clásico nerd del que se burlan todos: no sólo sabía qué dato usar en cada caso y cómo, sino que con sus dos metros treinta de estatura, su complexión de oso de las cavernas y su falta total de sentido del humor, pocos se atrevían a burlarse de él. Ya en primer año le había roto tres costillas de un manotazo a un cadete de sexto que lo llamó "troll autista". Podría haber sido campeón de boxeo o lucha libre... si sólo hubiese tenido una brizna de espíritu competitivo. Pero su futuro tampoco me preocupaba mucho. No tenía una predilección especial por el cosmos. Lo había elegido por el reto que representaba, como pudo elegir la informática. Habría destacado en cualquier campo donde fuese útil una mente ordenada y analítica y hubiese alguien que le marcara una dirección a seguir. Era el subordinado hipercompetente pero sin la iniciativa ni la imaginación que desearía cualquier líder.

Un líder como Harlan Vance, por ejemplo. Pocas veces me había encontrado con alguien tan evidentemente dotado para dirigir a los demás. Ya desde su físico el bostoniano impresionaba. Tenía prestancia de jefe. Era el cadete más alto y más corpulento de la Academia... después del titánico Schneider. Pero mientras el alemán era huraño, lento y torpe como un oso, Vance tenía el don de gentes de un político, la apostura de un actor de holodramas, la imaginación de un loco, la agilidad de una anguila y los reflejos de un gato histérico. Destacaba en todos los deportes, desde el judo hasta el tiro con arco, pasando por la gimnástica y la natación. Era el capitán indiscutido en todos los juegos de equipo, del baloncesto al hockey sobre hielo y el fútbol americano. La Academia ya había utilizado unas cuantas veces su rostro apuesto y de decidido maxilar como reclamo publicitario para los futuros cadetes. Las chicas suspiraban a su paso, y sólo Noriega había tenido más amoríos que él. En cuanto a los hombres, aunque al principio muchos lo envidiaban, su avasallador carisma pronto los convertía en amigos fieles. Y por si fuera poco, no era un vanidoso estúpido; sus notas demostraban que bajo aquel cráneo perfecto bullía un cerebro capaz e imaginativo. Le gustaba guiar a los demás y sabía casi instintivamente cómo hacerlo. Su autoconfianza habría sido una insoportable autosuficiencia en alguien menos capaz. Tenía el raro don de decir lo necesario en cada caso. Sabía contar chistes cuando hacían falta chistes y dar órdenes cuando eran necesarias órdenes. Daba y exigía. Conocía a cada cadete de su año en sus debilidades y virtudes, y sabía como minimizar unas para hacer resaltar las otras. Muchos estaban seguros que sería el capitán piloto más joven en la todavía corta historia de los vuelos interestelares. Precisamente por eso me preocupaba tanto cómo tomaría la noticia de que si quería llegar a viejo lo mejor para él sería resignarse a viajar por el hiperespacio únicamente como pasajero.

Lógicamente, fue él el primero en hablar.

—Comandante, no sé qué clase de proposición piensa hacernos, pero de antemano le advierto que no nos rebajaremos a espiar a nuestros...

Sonreí. Por supuesto. Tres de cada cuatro veces mis invitados especiales de quinto año llegan a la misma conclusión: que soy un reclutador del fantasmal Servicio de Información que pretende convertirlos en espías de sus compañeros.

Reservo la misma decepción para todos ellos.

—Lo siento, cadete Vance, pero no trabajo para ningún misterioso Servicio de Información. Y conste que no digo que no exista, aunque maldita la necesidad que le veo a un organismo de seguridad como ese en tiempo de paz... Es sólo que no tengo nada que ver con ellos.

—¿Entonces qué? —saltó Noriega—. No me diga que piensa retirarse y busca alguien que lo sustituya detrás de esa barra, comandante Charon. —Y tras marcar irónicamente mi rango, fue el primero en reírse de su propia gracia.

He soportado muchas ironías peores en estos años, así que tengo el pellejo duro. Le devolví la pelota, y con efecto: —Cadete Noriega, me temo que cuando les explique todo el asunto, estar detrás de esta barra ya no le parecerá una opción tan despreciable. Pero no podemos hablar de eso aquí, así que salten por encima del mostrador y síganme, por favor. —Saqué el conector de la IA del bar de mi ciberpuerto, me deslicé hacia el espejo que cierra el lateral derecho de mis dominios públicos ... y lo atravesé.


Como de costumbre, tardaron en decidirse a imitarme los segundos suficientes como para darme tiempo a cambiar de tren de locomoción inferior. Cuando entraron yo ya estaba esperándolos tranquilamente sentado en mi sillón de sobrecargas.

Al principio no advirtieron nada raro en mi cuerpo. Tenían muchas más cosas de las que asombrarse: atravesar un falso espejo y encontrarse dentro de algo que parece la cabina de una nave de salto no es algo que le suceda todos los días ni siquiera a un cadete de quinto año en la Academia Espacial.

—Un campo Hawking —identificó correctamente Schneider mi falso espejo—. Interesante. Pensé que sólo los usaban en las naves de salto. —Luego, disciplinado como siempre, se quedó de pie junto a uno de los siete sillones.

—Correcto. —Abrí los brazos abarcando la pequeña cabina con un gesto teatral—. Bienvenidos a la nave exploradora de salto "Cancerbero II" Siéntense, por favor... pero no se conecten hasta que yo no dé la orden —advertí, mientras insertaba el cable de conexión con la IA de abordo en el zócalo del ciberpuerto en mi nuca.

Ah, nada como sentirse de nuevo uno con la nave. La IA poniendo la velocidad de cálculo, la disponibilidad casi instantánea de cualquier dato, yo completando con mi capacidad de análisis y toma de decisiones, en esa sutil sinergia para la que el término oficial, "intuición informáticamente reforzada" resulta tan escaso. Con razón los pilotos nunca nos jubilamos. Nadie ha inventado jamás una droga más adictiva que la omnipotencia.

Schneider y Vance obedecieron al punto, aunque el segundo no pudo evitar darle un par de vueltas entre los dedos al conector, como preguntándose si sería auténtico.

—Charon, viejo, siempre te dije que no probaras cada Supernova que preparas —bromeó Noriega, pero también acatando mi orden—. Muy impresionante lo del campo espejo, y tu simulador ¿piensas sumarlo a las ciberconsolas como atracción de tu bar? Porque, ¿no pensarás que nos vamos a tragar eso de que tienes una nave detrás del mostrador, verdad? Oye, estas butacas están cómodas. Parecen sillones de sobrecarga auténticos y los conectores también...

—Son auténticos. Y a partir de ahora, para ustedes soy el Comandante Williams —le advertí, sorprendiéndolos con mi mejor voz de mando—. No lo olvide, cadete Noriega —y él se puso rígido en su asiento. La obediencia es sobre todo un reflejo condicionado, cualquier sargento instructor lo sabe. Y con estos cuatro habían trabajado los mejores, por largo tiempo y duro.

—Un Comandante disfrazado de cantinero detrás de una barra. Supongo que nos explicará qué significa esta payasada —dijo con contenida furia Li Sing Fao, mirando a todas partes. Durante un largo segundo acarició incrédula uno de los sillones, pero al fin se rindió y se sentó, aunque manteniendo el conector apartado de su ciberpuerto, como si de una serpiente venenosa se tratara—. Comandante Williams, habitualmente no estoy de acuerdo con Noriega, pero esta vez... ¿qué le hace pensar que necesitamos más horas de simulador? Estamos en quinto año, y por muy realista que sea este...

Vance no dijo nada. Demasiados jefes piensan que lo más importante es adelantarse a sus subordinados, aunque sea diciendo algo estúpido, para dar la impresión de que dominan la situación. Harlan no; prefería callar si no tenía nada relevante que decir... y escuchar. Lo admiré por eso, y me dolió pensar en lo que tenía que revelarle. Qué gran capitán piloto habría podido ser.

—Hay cosas que ni los simuladores ni los libros enseñan —dije orondo, y activé mentalmente la holopantalla panorámica que envolvía la cabina por tres lados. La maraña verde de la selva de la Guayana nos rodeó. Desde aquí no se veían las viejas torres de lanzamiento de la Agencia Espacial Europea, pero igual pensé en Hakagami... hacía seis años que ella había atravesado el campo Hawking para entrar en mi nave y ver sus sueños esfumarse—. A partir de ahora guardarán silencio y sólo hablarán si me dirijo directamente a ustedes ¿entendido?

—¡Entendido, comandante! —dijeron los cuatro a coro. El entrenamiento militar tendrá sus inconvenientes, pero no hay duda de que cuando se requiere disciplina, no hay mejor opción.

Cambié la imagen captada en tiempo real por las cámaras externas de mi "Cancerbero II" a la holograbación de siempre: el negro del cosmos, los planetas, las estrellas, y comencé mi arenga:

—Cada año, cuando la correspondiente promoción de cadetes está a punto de terminar su quinto curso, traigo aquí a algunos. No los elijo de entre los más brillantes, ni entre los más valientes, los más simpáticos, los que mejor interactúan con las IA ni los mejores líderes; busco aquellos que sienten que si se conectan a una IA para guiar una nave en un salto a través del hiperespacio morirán.

Lo que más me gusta de este discurso es que siempre sorprende. Les di un par de segundos para digerirlo (ninguno pudo evitar acariciarse el ciberpuerto) continué:

—¿Se sienten mal? ¿Puestos en evidencia, desenmascarados, no es cierto? Porque ustedes lo saben. Lo han sabido siempre, y no obstante, el espacio era tan importante en sus vidas que decidieron venir a la Academia a pesar de todo. Pensando que un presentimiento o un miedo irracional no tenían por qué ser ciertos. Pues bien —aquí hago siempre una pausa, justo cuando ellos empiezan a sentirse como ratas de sótano sorprendidas por el haz de luz de una linterna implacable—. Se equivocaban. No son miedos irracionales ni presentimientos estúpidos. Si ustedes saltan a través del hiperespacio conectados a una IA, morirán de veras.

»Quizás no en el primero o en el segundo salto, pero sí y sin remedio en el tercero o el cuarto. Y será una muerte horrible. Pero no es que sus miedos los incapaciten y les hagan cometer errores irreparables. No. Oculto en el hiperespacio, moviéndose en él no sabemos desde cuando, hay algo. Los astronautas lo llaman de muchas maneras: El Perro de Tíndalos, en homenaje al cuento de un tal Frank Belknap Long; el Hipervampiro Ciber; el Ghoul Cosmoinformático, la Sombra Hambrienta. Pero generalmente, cuando no nos queda más remedio que recordar que existe, nos referimos a él simplemente como Eso. Porque no sabemos qué es ni qué origen tiene. Si está vivo, si es un ser cibernético artificial o una combinación de ambos. Si es una bestia predadora o un ser racional que intenta comunicarse desesperadamente, aunque sea de un modo letal para nosotros. Si es uno que está en todas partes al mismo tiempo o si son muchos. Lo único que sabemos es que no es una ilusión, que está ahí afuera, esperando... y que devora a ciertos seres humanos cuando entran al hiperespacio conectados a una IA, mientras que a otros los ignora olímpicamente.

Hice otra pausa muy breve para dejarlos rumiar un poco la idea. Un poco, no demasiado, apenas lo suficiente como para que pudieran aceptar el resto. Y luego mostré el esquema del triángulo rectángulo con el extremo muy agudo:

—"El Cateto Prohibido". ¿Nunca se han preguntado por qué el bar de la Academia espacial tiene un nombre tan extraño? ¿Por qué no se llama "Preludio Estelar", "Supernova" o "Velocidad de Escape"? No es porque yo sea un extravagante... que también lo soy, por cierto. Miren; en este triángulo la hipotenusa es el espacio. Este cateto somos los hombres y este otro es... Eso. La zona vedada. El Cateto Prohibido.

Ahora ni siquiera Noriega rió, así que continué sin más pausa

—Hemos calculado que aproximadamente uno de cada veinte mil seres humanos tiene la extraña característica de despertar el apetito, las ansias de matar o lo que sea de Eso... y hacerlo aparecer. Las dos terceras partes de ese pequeño porcentaje nacen y mueren en naciones tan pobres o en niveles de vida tan bajos que nunca tendrán acceso a un ciberpuerto. Otro notable porcentaje simplemente ni siquiera aspira a ser piloto. Sólo quince o veinte cada año se sienten atraídos por el espacio... y por suerte más de la mitad desiste a medio camino o no tiene suficiente talento para llegar al último año de la Academia Espacial. Pero siempre hay algunos que logran llegar a quinto año, aunque la posibilidad de los primeros viajes reales de práctica que los esperan en sexto los haga sudar cada noche. Algunos como ustedes.

»Lo malo es que hasta ahora no hemos descubierto ninguna condición fisiológica que los distinga y que permita identificarlos con suficiente antelación. No tienen el mismo grupo sanguíneo, no pertenecen a la misma raza, no comen lo mismo, son hombres y mujeres sanos que no padecen de ninguna exótica enfermedad que modifique sus anatomías. La hipótesis más aceptada en este momento es que lo que tienen ustedes de atractivo para Eso es una condición psicológica no detectable con ningún instrumento físico, y que sólo se revela al interactuar con una IA en un salto hiperespacial. Es, salvando las distancias, como la ceguera a ciertos colores... se puede vivir perfectamente con ella, incluso ignorar durante toda la vida que se la padece. Hasta un día...

»Los psicólogos han creado baterías de tests que teóricamente ayudan a identificar a tiempo a los que son como ustedes para impedirles saltar al hiperespacio guiando una nave y ser devorados por Eso. Pero sólo teóricamente. En la práctica, ningún test es perfecto, y la sinceridad de quienes los pasan tampoco vale gran cosa. Ustedes están aquí porque han superado todas esas pruebas, menos la última. Esa última prueba soy yo. Si se preguntaban qué hace un Comandante haciéndose pasar por barman detrás de un mostrador, la respuesta es: observando. Analizando. Identificando. Y yo soy el único que pude hacerlo porque soy el único que se ha encontrado con Eso... y escapado con vida.

Seré un sádico reprimido, pero me encanta esta parte. Captar su odio, su decisión, sus miradas que parecen decir: "¿conque eres tú entonces el responsable de todo" y su escepticismo respecto a mi supervivencia. Y ahí es donde apago las luces y les muestro la holograbación.

Al principio es muy normal. Soy sólo yo en los controles del viejo carguero "Isaac Asimov" llevando generadores magnetohidrodinámicas a la colonia hoy abandonada de Deneb IV. Acabo de entrar, así que en mi cara todavía está tatuado el rictus de incomodidad. Uno nunca se acostumbra a sentir que todos sus órganos han sido vueltos al revés y otra vez al derecho. La imagen tiene la característica cualidad borrosa y movida de toda holograbación hecha en el hiperespacio. Todo es distinto allí, hasta las propiedades de la luz.

Ellos miran atentamente. Ya han estado muchas veces en el híper, pero como pasajeros. No puedo evitar el comentario sabihondo y cáustico:

—Los físicos tienen una explicación para ese efecto que seguramente ya conocen... que el principio de indeterminación de Heisenberg impide que cada corpúsculo ocupe un lugar definido en el tiempo-espacio, la influencia de la vibración de las supercuerdas inestabilizando los gluones, el efecto dispersivo de la curvatura hiperespacial o algo así... más media hora de fórmulas abtrusas que sólo ellos comprenden. Los legos preferimos decir que es como estar dentro de un tanque de aire, pero denso como el agua, en medio de un terremoto y bajo una luz estroboscópica. Raro e incómodo al principio, pero supongo que el ser humano acaba acostumbrándose a todo.

Pasa un minuto y no ocurre nada. Escucho carraspeos impacientes y añado.

—Paciencia. Ya sabrán que algo que todavía los físicos no pueden explicar es la duración aleatoria de cada salto. Nunca es mucha... nadie ha estado más de un cuarto de hora en el hiperespacio. Pero a veces se requieren ocho minutos para llegar a Próxima Centauro y sólo quince segundos para alcanzar la Nube Mayor de Magallanes. Y al día siguiente puede ser al revés. Dicen que la geografía multidimensional del híper está en constante movimiento, pero no dicen por qué, ni cómo.

Personalmente, yo creo que tiene que ver con Eso... que Eso, de algún modo, es el responsable de que el mismo hiperespacio exista, que en lugar de limitarse a vivir en él lo segrega como el caracol a su concha... pero es sólo una idea. La HSSNAPLF (Hipótesis Sin Sentido No Aceptada Por Los Físicos) número 15437 propuesta por los pilotos.

Entonces apareció, y gritaron. Siempre gritan. Es impresionante. Muy impresionante. Yo mismo lo he visto cerca de cien veces y todavía se me eriza todo el pelo cuando lo miro.

—Están siendo testigos de un ataque de Eso. El único que ha sido grabado. Sucedió hace quince años, y el piloto, ya lo habrán deducido, soy yo, el entonces capitán piloto Charon Williams. Sobreviví, y desde entonces tengo este... llamémosle don. Pero estuve a punto de morir, como verán. Les aseguro que no uso todas estas prótesis sólo por extravagancia.

En la holopantalla ya no estoy sólo yo. De pronto ha aparecido Eso, de la nada. No entrado, ni condensado, ni surgido. Aparecido .

No hay cómo describirlo. Es una plantación de fantasmas caníbales flotando hacia mí. O un desgarrón en la realidad del que brota una marea de colmillos estrellados comiéndose el aire. O una jalea ingrávida fluyendo a través de las dimensiones, o una ola encarnada en metal vivo o una erupción de mercurio latiente. Algunos físicos dicen que la vista humana no está realmente capacitada para percibirlo. Que nuestros ojos sólo captan una vaga presencia, como una zona de sombra o un punto ciego que fluctúa. Más que verlo, se sabe que está ahí porque si miras a esa zona no ves nada. Ni oscuridad ni luces, sólo una nada. Y muy fea, por cierto.

Por eso nadie lo distingue la primera vez. Aunque sí se siente, vaya si se siente. En la holograbación se ve cómo lo intuyo cuando apenas ha empezado a penetrinfiltrarse a través de las grietas del continuum o a precipitarse desde su dimensión de acecho y me revuelvo en el asiento, buscándolo sin verlo, pero sabiendo que está allí, en alguna parte, cerca, amenazador e implacable.

Recuerdo que en aquel momento también se me pusieron de punta todos los pelos de la nuca.

Entonces se derrama hacia mí, me da el primer mordisco, y ahí va mi brazo derecho hasta el hombro. No arrancado, no desgarrado, sólo engullido hacia ese corte en el espacio que flota tratando de envolverme. Yo grito y trato de levantarme del sillón de sobrecargas, mientras que del muñón que es mi hombro brotan surtidores de sangre con cada latido de mi corazón. Y la nada borboteante vuelve a morderme en una parte del cuerpo que el sillón de sobrecargas impide precisar, pero sí se ve cómo salta más sangre, mucha más, y yo grito y trato de escapar pero estoy atado al sillón, y cuando se concentra en una esfera de no existencia para englobarme del todo, se vuelve una gran dentellada suave y ácida, yo lo siento venir, aparto la cabeza y...

En ese punto la grabación se interrumpe. Encendí las luces y me quedé mirándolos.

Noriega era el único que todavía gritaba, pero todos estaban aterrados. No digo yo.

—Mein Gott —murmuró el imperturbable Schneider. Sus manazas habían arrancado tiras del recio plasticuero de los brazos del sillón de sobrecargas—. ¿Qué mierda... fue eso?

—Cojones, cuánta sangre. —El cubano me miró, solidario—. ¿Cómo te salvaste, Charon?... disculpe, Comandante Williams... debes haber perdido mucha.

—Cuatro litros. Tuve una suerte increíble. Su último ataque cortó el cable conector —expliqué, mientras en la holopantalla panorámica aparecía el anillo orbital de Deneb IV—. Ya saben lo que pasa en esos casos: rota la interfase de mi cerebro con la IA, el "Isaac Asimov" abandonó automáticamente el hiperespacio y con el generador de campo de salto absolutamente incapacitado... pero sólo a 2 UAs de su destino. Yo todavía estaba vivo, y los de Deneb llegaron hasta mi nave, me pusieron transfusiones y me sometieron a cirugía de urgencia. ¿Saben qué fue lo más terrible? Nunca lo vi. Nunca nadie lo ve en el primer ataque... que suele ser también el último. Si no fuera por la holocámara, nunca habría sabido qué fue lo que me atacó.

—A otros astronautas debió ocurrirles de modo parecido, sólo que no tuvieron tanta suerte, y al regresar al espacio normal más lejos, no recibieron asistencia médica a tiempo y murieron —especuló Li Sing Fao, pensativa—. ¿Será ese el origen de la leyenda de los pilotos fantasmas? —me preguntó, tan rápida, sacando conclusiones como de costumbre.

Me encogí de hombros. —Ah, sí, la leyenda de los pilotos fantasmas. Una demostración más de que, no importa cuánto se trate de mantener secreto un hecho, tarde o temprano siempre hay filtraciones. En los primeros años de viajes por el hiperespacio se perdieron casi doscientas naves de salto con sus tripulaciones. Bastaba con que un solo piloto tuviera la... particularidad y estuviese conectado a la IA para que Eso atacase. Recientemente se han encontrado algunas naves, muy lejos de sus destinos... y sus pilotos también estaban muy lejos de estar completos. En fin, no quiero hablar de eso. —Los miré de hito en hito—. ¿Tienen ahora una idea de lo que enfrentarán si salen allá afuera conectados a la IA de cualquier nave?

—Entonces, nos está diciendo que el hiperespacio nos está vedado —pronunció lentamente Harlan Vance—; y ni las colonias fuera del Sistema Solar, ni el resto del cosmos son tampoco para nosotros...

Traté de suavizar el golpe. Soy bueno en eso, he tenido quince años de práctica:. —Tanto como vedado, no. Si tanto les interesa explorar nuevos mundos y ser colonos en algún planeta bajo otro sol, siempre pueden viajar como pasajeros. Si no están en interfase con la IA de abordo, parece que Eso no los detecta, o quizás es sólo que no los encuentra... apetitosos. Claro, para mayor seguridad es preferible que antes se remuevan el ciberpuerto. Hay un par de casos de naves desaparecidas a los que todavía no les encontramos otra explicación.

—Lo que no entiendo —reflexionó Ulrich Schneider en voz alta— es por qué esperaron a quinto año para decirnos esto. Y por qué lo tiene que hacer usted. Por otro lado ¿está seguro de que nosotros tenemos esa... característica? ¿No hay posibilidad de que esté cometiendo un error?

Era de esperar. Todos me miraron esperanzados. Me dolió desilusionarlos:

—No se habla de Eso en la Academia. Ustedes ahora son sólo cuatro, y cuando entraron en primer año había sólo ocho que tenían la... característica, como acaban de llamarla. ¿Se imaginan a un profesor informando a ciento veinte cadetes que allá fuera, en el mismo hiperespacio que van a atravesar varias veces por semana en cuanto se gradúen, hay un monstruo invisible e inexplicable que devora a algunos de ellos y a otros no? ¿Diciéndoles que el único medio de reconocer a los que están condenados es el instinto de un viejo astronauta mutilado que sobrevivió al ataque de la bestia y que de algún modo aún no muy claro ha desarrollado una especie de olfato extrasensorial para detectar a las posibles víctimas como él? ¿Y que ese superviviente con misteriosos poderes es nada más y nada menos que el viejo Charon, el barman australiano de "El Cateto Prohibido"? ¿Creen que alguien querría volver a viajar en una nave de salto? En cuanto a por qué he esperado a quinto año... digamos que porque sólo en sexto harán saltos hiperespaciales como pilotos, porque pensé que abandonarían antes la Academia, y porque hasta hace poco no estaba completamente seguro.

Noriega rió brevemente, pero Vance lo miró severo y su carcajada se interrumpió como cortada por una tijera.

Li Sing Fao volvió a la carga: —Comandante... ¿está seguro ahora? ¿Cómo es que nos detecta? ¿Es algo extrasensorial? ¿Una voz se lo susurra al oído, o es el aura, un zumbido que oye cuando nos tiene cerca, o qué cosa?

—Nada tan claro, por desgracia —suspiré—. No sabría definirlo. ¿Extrasensorial? Yo mismo lo dije, pero es sólo una palabra. Es como un presentimiento... una alarma del inconsciente, como la que les dice a ustedes que corren peligro en el hiperespacio. Pero no es inmediato, no tengo la certeza en cuanto los veo. Necesito verlos hablar, reír, moverse, hablar con ustedes... a veces demoro años en descartar a un posible candidato. Otras no lo descarto, lo que no significa que tenga total seguridad. Puede que a veces haya cerrado las puertas del cosmos a alguien que podría hacer mil viajes por el hiperespacio sin correr el menor peligro... pero prefiero que cien hombres pierdan su vocación antes de que uno solo pierda la vida. Desde que yo estoy tras la barra de "El Cateto Prohibido" ni un solo piloto ha vuelto a ser atacado por Eso.

Ahí me callé para dejar que asimilaran lo que les estaba diciendo y decidieran.

Normalmente bastaba con mi arenga y la holograbación para que la cosa terminara ahí mismo. La soga se rompía siempre por su parte más débil. Tras algunos segundos de silencio, el menos motivado o el más impresionable de los cadetes carraspeaba, suspiraba, y decía que morir en el espacio no era su objetivo, y menos poniendo en peligro la vida de otros. Eso —no poner en peligro la vida de otros— suena bien, y entonces los demás, sintiéndose altruistas, héroes que sacrifican su vocación a la seguridad de la mayoría, ya podían estar de acuerdo y solicitar su baja de la Academia. Nosotros se la concedíamos "por motivos médicos" y con honores, y adiós hiperespacio, hola vida civil sin peligro de acabar en las fauces extradimensionales de un indescriptible Eso.

Pero estos cuatro eran duros. Yo habría apostado a que sería Noriega o en todo caso Schneider el primero en echarse atrás, pero no hacían más que mirarse, sin decir palabra, mirarme a mí, y al final a Vance, hasta que al cabo de casi un minuto él sonrió y dijo, en nombre de todos y meneando su perfecta cabeza:

—Lo siento, Comandante Williams, pero no le creemos. No podemos creerle. Esa historia de que en el hiperespacio vive un monstruo que nos devorará tiene todas las trazas de ser un test psicológico de tensión. Y esa holograbación podría ser un fraude. Si hay un monstruo, queremos verlo de cerca, por peligroso que sea. No nos convencerá con menos.

Sonreí. Me lo temía y me lo esperaba a la vez. ¿Test psicológico? Si fuera de valor, ellos acababan de pasarlo con sobresaliente. Si fuera de adicción, yo acababa de dar positivo. Porque estaba encantado de tener una sólida excusa para volver al hiper.

—No sé mucho de psicología —gruñí, para disimular mi satisfacción—. Ni creo en ella o en sus tests. Para mí, si el neurótico construye castillos en el aire, el psicótico vive en ellos, y el psicólogo es sólo quien cobra el alquiler. —Noriega se echó a reír ante mi comentario y los demás lo imitaron—. Y yo, en todo caso, soy el que le roba el dinero de ese alquiler al psicólogo. Yo siento lo que siento, no puedo explicar por qué. Pero que no me crean está previsto; tendrán más pruebas. Vamos a salir al hiperespacio. Conéctense a la IA de mi "Cancerbero II", todos... Eso no podrá resistir la tentación de cinco mentes apetitosas en una sola nave. Y no se preocupen... si en el primer ataque no lo vi, ahora sí lo veo perfectamente. Y más que verlo presiento su aparición.

Hubo murmullos, y al fin Schneider habló: —¿Conectarnos? No veo controles de antigravedad ni tampoco me parece que esta nave tenga cohetes químicos. ¿Cómo vamos subir hasta la órbita?

—No vamos a subir a ninguna órbita —vocalicé con esfuerzo, ya en pleno nexo con la IA.

—¿Vamos a entrar al hiper desde la superficie de un planeta? Se supone que ni siquiera es muy seguro desde una órbita baja, por la perturbación gravitacional... —insistió él.

—Que no sea seguro no quiere decir que sea imposible —gruñí de nuevo y los miré de hito en hito—. Imagino que en mi bar habrán oído mil historias de pilotos que lo han hecho ¿no?

Se miraron y sonrieron. Al segundo siguiente Vance, Noriega y Schneider se conectaron. Ningún macho podría haberse resistido a esa bravuconada.

—Algunas hemos oído —la pragmática Li Sing Fao se resistía aún—; pero los profesores dicen siempre que fueron locuras, retos a la probabilidad, abusos de experiencia...

—Y tienen razón —la interrumpí—, pero ya saben, navegar por el hiperespacio es tanto arte como ciencia. Si fuera sólo arte, no necesitaríamos IAs. Si fuera sólo ciencia, no necesitaríamos pilotos humanos. Es mitad cálculo y mitad intuición. Lo de no saltar cerca de grandes masas es una buena regla de oro... pero algunos pilotos llegamos a aprender cómo violarla sin peligro. Y lo más irónico es que, si antes de ser atacado por Eso, yo ya era bueno, al sobrevivir me volví el mejor piloto que jamás haya guiado una nave de salto. Mi intuición se ha vuelto casi sobrenatural. Puedo adivinar el camino más breve en el laberinto hiperespacial. Puedo hasta calcular con bastante aproximación cuánto demoraremos en retornar al espacio habitual. Pero no me pregunten cómo lo hago, porque lo hago y ya.

La china abrió la boca, suspiró y se conectó también, convencida. El pentágono estaba completo.

Ya los torrentes de datos exactos de la IA de mi "Cancerbero II" corrían por mis sinapsis confundiéndose con mis estimados y apreciaciones. Y mis cuatro invitados especiales eran como meandros de ese río de datos, presentes aunque no actuantes, pero alertas y dispuestos a ayudarme en cualquier emergencia. Ya no pasajeros, sino tripulantes con plena consciencia del viaje... y cebos vivos.

Es un riesgo terrible. Yo lo sé, los directores de la Academia lo saben. Pero soy realmente el mejor piloto de salto que jamás haya existido, y si los tercos incrédulos no se conforman con menos... Al segundo año de estar en "El Cateto Prohibido" un trío especialmente escéptico robó mi primer "Cancerbero"... y nunca se supo si se dispersaron por el hiperespacio en un salto distorsionado o si Eso los atrapó. Así que ante la posibilidad de que algún cadete rechazado quiera trabar un contacto más estrecho con Eso y se lance a buscarlo por su cuenta, es preferible que su primer contacto ocurra cuando yo esté al mando de la nave.

Todos conectados, las palabras ya sobraban. Intercambio directo de ideas, telepatía asistida por IA. Analizaron la nave y comprendieron que cada salto no podía menos que ser perfecto. Mi "Cancerbero II" no tiene motores cohete, ni antigrav, ni siquiera aerodinámica atmosférica. ¿Para qué? Puedo salir del hiper a la altura que elija y con la aceleración que quiera.

Necesitaba un salto corto. Dejé que mi mente vagara ¿Próxima Centauri? No... la inspiración me llegó de repente: la Luna. Ellos supieron de mi decisión, vieron el tiempo de salto calculado, cinco segundos, y me ayudaron con el procesamiento de los parámetros de salto, exultantes. Li Sing Fao y Harlan Vance pensaron de modo muy perceptible que, pasara lo que pasara, al menos iban a ser parte de una auténtica tripulación antes que ningún otro cadete de su promoción.

La Luna. En el híper, a veces cuando más cerca estás más demoras. Cinco segundos. Quería que Eso apareciera en nuestro primer salto... pero no darle tiempo más que para mostrar sus colmillos. Ciberpuerto e IA mediante, hice las correcciones imprescindibles con las diferencias de campo gravitatorio, velocidades de rotación, de traslación en la elipse orbital, incluí las desviaciones de la libración lunar y la precesión y nutación terrestres, los efectos del viento solar y mil datos más, y ellos cuatro comprobaron cada paso de mis preparativos y los aprobaron. Destino, Mar de las Nubes, justo en medio del Museo de la Presencia Humana.

Saltamos. A mi "Cancerbero II" como buena nave de exploración, cinco tripulantes le sobran. Ni siquiera los más pesados supercargueros de salto llevan más de cuatro pilotos a bordo. Conmigo conectado a su IA le bastaría y sobraría. Los otros seis conectores estaban previstos para demostraciones in extremis como esta.

Por desgracia, mi cálculo no fue tan exacto como de costumbre; el salto fue asombrosamente corto. Incluso en la deformada percepción temporal del hiperespacio supe que no podía haber durado más de tres segundos. Sentimos que nos daban vuelta del revés, empezamos a ver las cosas borrosas y vibrantes... y dimos la vuelta al derecho para volver al espacio tridimensional.

Ellos, claro, no captaron nada. Pero yo sí; Eso estaba ahí afuera, me había detectado y venía por mí con toda la gula de quien ya ha probado un delicioso manjar sin quedar ahíto.

Le deseé de todo corazón que se atragantara... si es que algo así era posible.

Nos posamos en la Luna alzando una nube de fino regolito lunar. Lo de que soy el mejor piloto jamás egresado de la Academia no era alarde, pero, dejando aparte los dos segundos de diferencia, aquella fue una proeza de exactitud incluso para mí. Delante y a pocos metros teníamos el módulo de aterrizaje del Apolo XIV con la famosa bandera norteamericana colgando en su marco, aunque ya bastante maltratada por siglo y medio de bombardeo micrometeorítico. A la derecha, el binomio del módulo de alunizaje del Apolo XII y la sonda no tripulada Surveyor 3, y casi en el límite de la visual, ya medio hundida en el finísimo polvo, lo que quedaba del infortunado Luna 5 soviético.

Sentí el asombro de los cuatro, pero no iba a darles tiempo a más. No habían captado nada, así que este segundo salto tenía que enfrentarlos con la verdad. Busqué otro destino, ni muy cerca ni muy lejos. Este iba a ser el decisivo y no quería arriesgarme a estar cinco minutos con Eso destrozando mi anatomía, si algo fallaba. Pero tres segundos eran muy pocos, definitivamente.


Ilustración: Pablo Palomeque

Ni muy muy ni tan tan. Les pedí disculpas por no darles más tiempo para admirar los primitivos artefactos de nuestros antecesores en la carrera espacial, y apunté a Tau de Ceti II, la segunda colonia extrasolar de la humanidad. Esta vez elegí una órbita estacionaria, a 38.000 kilómetros sobre el suelo del planeta (es un decir, porque todo él es sólo un gran océano), y relativamente cerca del hábitat orbital Moby Dick, por si acaso. Mi estimado era de 25 segundos en el híper.

Los cuatro estuvieron magníficos: era sólo su segundo salto y ya empezaban a funcionar como todo un equipo, como los engranajes bien aceitados de un reloj. También esta vez los parámetros del salto eran bastante más simples. Todo estuvo listo en fracciones de segundo. Y saltamos de nuevo.

Mis vísceras volvieron a engañarme diciendo que me acababan de virar al revés como un calcetín. No es raro que la mayoría de los pilotos acaben teniendo problemas digestivos.

Pero ahora nosotros teníamos otro tipo de problemas... mucho más graves. Apenas vi que los contornos de las cosas empezaban a vibrar y emborronarse supe que había cometido un error. Aquel iba a ser un salto más largo de lo que yo necesitaba: por lo menos de un par de minutos. Tiempo suficiente para que Eso me destripara a gusto, si es que me detectaba rápido.

Mala suerte. Malísima. O yo tenía razón y Eso tenía que ver con las propiedades intrínsecas del hipersalto y podía modificarlas.

Y claro, al segundo siguiente apareció y vino derecho a por mí.

Creo que de veras me estaba cazando, porque se formó más rápido que nunca. Me solté el arnés de sujeción y me alcé sobre mis piernas para librarme de sus fauces extradimensionales, pero teniendo cuidado de no alejarme tanto que el cable del conector se soltara del zócalo del ciberpuerto en mi nuca. Yo era el piloto del salto y si perdía contacto con la IA su delicado curso a través de la extraña geometría hiperespacial se interrumpiría y regresaríamos al cosmos tridimensional con el hipermotor destrozado, sin posibilidad de saltar de nuevo... y en cualquier parte. Lo mismo en el hirviente centro de la gigante Betelgeuse que en la increíblemente lejana nebulosa del Cangrejo. Una vez más bendije mi precaución de hacer instalar en la "Cancerbero II" cables conectores más largos que los estándares. Lástima que aquí no funcionen bien los controles remotos.

Pero de todos modos el espacio no sobra en la cabina de una nave exploradora, y fluctuando a través del aire como una bandera hecha de antitiempo y espacio negativo, Eso me persiguió tenaz. Retrocedí hasta que mi espalda dio contra la holopantalla y el cable de conexión estuvo tenso como una cuerda de guitarra. No había más sitio a dónde huir.

Sólo me quedaba elegir mi forma de morir. Podía dejar que el Perro de Tíndalos acabara de devorar lo que había dejado de mí hacía quince años, o arrancarme el conector del ciberpuerto y rezar porque no emergiéramos demasiado lejos de alguna estrella con colonias humanas (o de cualquier otra especie inteligente, puestos a no ser muy escrupulosos) cuyos habitantes pudieran rescatarnos.

Eso se me acercó tanto que creí poder ver otros universos a través de su tremolante inexistencia. Si hubiera estado solo, no habría dudado ni un segundo en sacar el conector para romper la interfase con la IA antes de que me mordiera. En retar a la suerte en vez de enfrentar el dolor y el final seguro.

Pero también estaban ellos cuatro. Y conectados. Si el Hipervampiro Ciber me devoraba por completo, quizás pudieran mantener la interfase, y a lo mejor se saciaba conmigo o demoraba en tragarme suficiente tiempo para que ellos pudieran regresaran ilesos al espacio tridimensional. Cuatro vidas jóvenes y prometedoras a cambio de una vieja y arruinada. Era aritmética elemental. Cerré los ojos y me adelanté hacia mi última cena, en la que yo mismo sería el menú.

Entonces algo me golpeó las piernas por debajo de las rodillas y me derribó antes de que la primera dentellada inmaterial pudiera tocar mi carne. Fue un tackle de manual. Era Vance, por supuesto. En el fútbol americano lo ponían casi siempre a jugar como quaterback, gracias a sus habilidades como organizador, pero como era tan grande y fuerte, también solía arreglárselas para protagonizar uno ó dos derribos perfectos en cada partido.

Al principio no entendí cómo había podido sorprenderme estando conectados ambos a la misma IA, pero cuando vi su cable conector serpenteando en el piso lo entendí todo y me horroricé:

—¡Déjame, estúpido! —le grité, tratando de sentarme—. ¡Reconéctate! ¡Todavía pueden salvar el salto!

Él me aferró el brazo ciberprotésico, murmuró: —No, Comandante. Lucharemos. Nadie morirá hoy —me lo arrancó de un enérgico tirón que volvió a hacerme morder la alfombra, y lo blandió contra el aire como si fuese una espada.

A ciegas. Por supuesto, no lo veía, pero sus movimientos eran tan amplios y la Sombra Hambrienta estaba tan cerca que no pudo menos que tocarla. Atónito, vi cómo acertaba un golpe que desorganizaba a medias a aquella especie de aurora boreal oscura. Y luego otro, y otro... Harlan seguía avanzando sin ver, como un caballero feudal repartiendo mandobles con la visera bajada, como un niño con los ojos vendados tratando de golpear una piñata, pero lo estaba logrando: Eso retrocedía, hecho jirones.

Miré de reojo buscando a los otros tres cadetes... tal vez si venían a ayudar a su líder todavía podríamos escapar ilesos del trance.

Pero no debía esperar mucha ayuda de ellos. Todo el mundo no reacciona ante el peligro del mismo modo que Harlan Vance. En lo único que lo habían imitado los otros cadetes era en romper la conexión con la IA.

Schneider jadeaba y gruñía como si estuviera transformándose en una bestia, aparentemente luchando con su propio sillón de sobrecargas en pleno ataque de pánico. Reacción descontrolada, retorno al control instintivo.

Li Sing Fao había arrancado algunos cables y parecía autísticamente absorta en trenzarlos y conectarlos, como una abuelita haciendo calceta mientras su avión se desploma. Reacción de extrañamiento y desplazamiento del stress al plano de la manualidad.

En cuanto a Gilberto Noriega, no se le veía por ninguna parte. Y como en una nave de salto el único sitio además de la cabina es el servicio sanitario, imaginé que estaría ahí. Reacción de huida... intestinal. Puro terror.

Lo peor del caso es que la heroica defensa de Harlan Vance ya no parecía suficiente para mantener a raya al Ghoul Cosmoinformático. La sábana de negrura se reorganizó, osciló enfurecida como una bandera en un temporal y contraatacó...

Pero un rugido animal casi me reventó los tímpanos y una mole humana se interpuso, blandiendo algo tan enorme que al principio no supe de qué se trataba. Tardé otro segundo en comprender que el bestia de Schneider había arrancado de su sujeción todo el sillón de sobrecargas y lo estaba agitando, también a ciegas.

Un buen jefe es aquel que es capaz de lograr que sus subordinados estén dispuestos a dar la vida por él. Schneider había salvado la vida de Vance... y la mía. Por un momento tuve esperanzas de que los dos juntos lograran mantener a Eso a raya el tiempo suficiente para que regresáramos al seguro espacio tridimensional, para que Vance tuviera razón y nadie muriera.

Pero, pasada la sorpresa de su nuevo atacante, el Perro de Tíndalos reaccionó con una nueva táctica: se condensó en un vórtice con aspecto de miniagujero negro que oscilaba arriba y abajo con majestuosa lentitud, como burlándose de la imperfección de la vista de sus dos decididos oponentes... y a la vez buscando una brecha para infiltrarse entre sus defensas y llegar hasta su verdadera presa: yo.

Si ser cobarde es pedir ayuda, en ese momento fui cobarde: —¡Cuidado! —aullé, tratando de ponerme de pie (cosa bastante difícil con una sola mano) sin que Harlan o Ulrich me partieran el cráneo con sus improvisadas clavas—, ¡se ha condensado... está tratando de llegar a mí!

—¡No... lo vemos! —jadeó Vance, olvidándose de sus mandobles para ahora mover mi prótesis en amplios círculos, como si quisiera a toda costa interponer una barrera física entre Eso y mi carne.

—¡Señálanos... donde está! —gruñó Schneider, más pragmático.

Y lo intenté. Pero ¿han tratado alguna vez de mostrarle a otra persona un zunzún que revolotea entre las flores? Mi dedo localizaba al punto de oscuridad, ellos dirigían sus improvisadas armas hacia él... y abanicaban el aire, porque el Hipervampiro Ciber ya se había movido, flotante y burlón.

Peor aún, al cabo de algunos segundos debió cansarse del jueguito, y se quedó inmóvil esperando el golpe del sillón-clava de Schneider. Pero cuando el mueble iba a tocarlo, el pequeño cóagulo de no-materia se expandió de repente y el resultado fue que el pesado sillón estalló en una llamarada y el enorme Ulrich salió despedido contra mí, derribándome de nuevo.

—¡Ocúpate de él! —aulló Vance, sin dejar de atacar el vacío. Y al instante siguiente también volaba hacia el otro lado de la cabina con un grito de dolor, entre miríadas de chispas y salpicaduras del metal derretido de mi arruinada prótesis de brazo.

Despejado el campo, Eso se me acercó, aún hecho un vórtice giratorio y concreto y yo grité como un cerdo. Y no sólo por el dolor de las quemaduras que las gotas de titanio líquido me habían provocado. Grité de puro terror, al comprender que estaba más indefenso aún que antes, atrapado bajo casi ciento cincuenta inmóviles kilos de inconsciencia teutona. Forcejeé, pero estaba claro que no lograría librarme de la mole de Schneider antes de que la Sombra Hambrienta me alcanzara. Era como una pesadilla. El condenado a muerte atrapado en el cepo y el hacha alzándose sobre su cuello. El viajero acosado por los lobos que no puede moverse.

Cerré los ojos... sólo para descubrir que la extraña no-imagen que era Eso seguía siendo visible aún a través de mis párpados fuertemente apretados.

La esfera de no existencia se desplegó de nuevo en una pañoleta de fuego sombrío que flotó hacia mí como una avispa de tinieblas, y cuando estaba a punto de alcanzarme... se desplazó medio de costado y medio hacia atrás, como un perro sacudido por una potente descarga eléctrica.

Aún sin creer que seguía vivo, abrí un ojo, otro... y al fin la boca, de puro asombro.

Gilberto Noriega no había huido cobardemente al baño, sino que, rodeando los asientos, se había acercado subrepticiamente a Eso por detrás. Y Li Sing Fao tampoco había estado trenzando y conectando cables para escapar de la realidad, sino para unir una de las parrillas portaobjetos que todo sillón de sobrecargas lleva debajo con varios cables, formando una especie de raqueta electrificada con la que el cubano acababa de distraer la atención de mi Némesis hiperespacial.

Casi con furia, Eso se volvió de nuevo un vórtice giratorio que se lanzó contra Noriega, mientras el cubano barría el espacio ante él con su arma improvisada, con la misma metódica regularidad de un tenista ciego. Y cada vez que tocaba al Ghoul Cosmoinformático saltaban chispas y el flotante miniagujero negro retrocedía como si lo hubieran golpeado físicamente.

Li Sing Fao era realmente genial: en menos de un minuto había logrado crear el primer arma que parecía funcionar contra Eso.

La resistencia con la que tropezaba por momentos su utensilio hizo comprender a Noriega que estaba teniendo éxito, y continuó con su ataque. Blandiendo su improvisada pero eficacísima arma con los amplios movimientos laterales de un segador cosechando un trigal, fue acosando a la bestia. Y de nuevo yo concebí esperanzas de que lograra mantenerlo a raya hasta que regresáramos al espacio normal y volví a luchar por librarme de la mole del inconsciente teutón.

Pero el enemigo tampoco se rindió; de repente ya no fue más vórtice concentrado, sino de nuevo cortina de fuego oscuro a través de cuyas volutas pasaron sin efecto las mallas de la red electrificada, desequilibrando al sorprendido Gilberto, cuya mano rozó la cinta de ígnea sombra que lo había circundado.

Hubo un grito de dolor, la parrilla cayó chisporroteando sobre la moqueta, que comenzó a humear, un atónito Noriega cayó de rodillas sujetándose lo que quedaba de su mano derecha ensangrentada. Y Eso, engolosinado con la sangre, se revolvió para atacarlo.

Sentí a la vez pena y rabia. Pena por el chico: por salvarme había acabado mutilado. Ojalá al menos conservara el pulgar. Rabia contra aquel engendro, que por tanto tiempo y tan insistentemente me había perseguido, y ahora parecía disfrutar arruinando la vida de otro. Y fue aquel furor lo que me dio las fuerzas para, en un empujón supremo, librarme de la mole inerte de Schneider y ponerme en pie de un salto para interponerme entre Noriega y la muerte...

Vance y el alemán me habían mostrado cómo se hacía. Cuando el látigo de espacio rasgado ya azotaba el aire con su tremolar de chispas, derecho hacia la cabeza de Gilberto, mi pie izquierdo se interpuso... y la banderola de abismo se desorganizó un poco.

Sujetándome del respaldo del sillón de sobrecargas más cercano, pateé, ahora con la pierna derecha, y luego de nuevo con la izquierda. Con cada puntapié el flameante gallardete de nada se desorganizaba y dispersaba, y yo seguía pateando, para dar tiempo a Noriega para realzarse y volver a empuñar el arma creada por la china. Y aunque hasta en medio de mi furia sabía que si Eso volvía a concentrarse en un vórtice flotante la pasaría muy mal... ya no me importaba.

Volvió a metamorfosearse, y cuando pateé el hueco negro pulsante la mitad de mi pierna voló por los aires envuelta en llamas. Pero yo no caí, ni regresamos al espacio tridimensional, y me quedaba aún otra pierna y muchas ganas de usarla.

Miré de reojo a Noriega, aún arrodillado y tratando de contener infructuosamente el río de sangre que se le escapaba de la destrozada mano derecha por entre los dedos de la izquierda. Había hecho lo suyo, y al final el combate volvía a sus protagonistas iniciales: el Perro de Tíndalos y yo. Flotaba, vórtice concentrado, como retándome a golpearlo de nuevo. Me apoyé con ambas manos en el respaldo del sillón para patear una vez más, la última...

Y la parrilla electrificada, ahora manejada por la pequeña Li Sing Fao, arrojó al monstruo contra un costado. El vórtice se desplegó sin que la pequeña asiática pudiera verlo, yo aullé advirtiéndola:

—¡No! ¡Golpea sólo cuando yo te diga! —y coceé, de espaldas y alzándome sobre el respaldo del sillón con las manos, como un asno cojo pero aún dispuesto a vender cara su vida. De refilón percibí como la pérdida de sangre hacía que Noriega se desmayara.

Y de nuevo coceé. Al tercer puntapié la cinta semidispersa volvió a ser vórtice, y mi pierna restante saltó hecha pedazos humeantes. Por un momento me sostuve a fuerza de brazos... luego Newton intervino y me desplomé hacia el suelo, gritando: —¡Ahora, Li!

Ella agitó su parrilla, lanzó el vórtice a un costado y... junto con la familiar sensación de ser vuelto al revés como un calcetín, me desmayé.


Lo demás ya lo saben.

Fue un salto casi perfecto. Salimos del hiper girando en torno a Tau de Ceti II... sólo que no a 38.000 kilómetros de altura y cerca del hábitat orbital Moby Dick, como había yo calculado, sino apenas a mil. Evidentemente, luchar contra Eso durante un salto le rompe la concentración hasta al mejor piloto.

Sólo habíamos permanecido en el hiperespacio durante un minuto y 52 segundos. Pero debe haber habido milenios que demoraron más...

Mil kilómetros de altura. Habríamos tardado pocas horas en precipitarnos dentro de la atmósfera. Grave problema con una nave sin motores planetarios ni cubierta aerodinámica, como mi "Cancerbero II": si la fricción de la entrada no nos hacía arder, de todos modos nos ahogaríamos al hundirnos en el gran mar que ocupa toda la superficie de Tau de Ceti II.

Pero ese día Li Sing Fao no sólo se ganó el título de Gran Golpeadora de Monstruos Hiperespaciales, como todos sus compañeros, sino que también se graduó de piloto. Era la única en condiciones de guiar la "Cancerbero II" y se atrevió nada menos que a, reconectándose a la IA, dar su primer salto en solitario a corta distancia, y en plena esfera de influencia gravitatoria de un planeta.

Siempre dije que esa chinita sería capaz de cosas asombrosas.

No fue un salto de precisión; nos llevó no a 38.000, sino a 56.000 km del suelo planetario, pero bastó para darles a los de la Moby Dick tiempo de llegar hasta nosotros con sus trasbordadores de motores iónicos, así que de todos modos la sangre no llegó al río.

El salto duró unos treinta segundos, pero Eso ni se apareció. Supongo que ya había tenido demasiada guerra para un solo día.

Al final Vance resultó ser más profeta que demagogo; nadie murió. Aunque faltó bien poco. Nuestra audaz piloto no tenía ni un arañazo, pero sus tres compañeros de promoción... si en la Moby Dick no llegan a darles atención médica urgente, no habrían podido contarlo.

Gilberto Noriega tuvo que recibir una transfusión de sangre; había perdido casi dos litros. Y todavía no se las arregla muy bien con la mano derecha. Le quedó el pulgar y el corazón, pero sus demás dedos ahora son ciberprotésicos. Al muy chistoso le ha dado por llamarme "hermano de metaloplástico" y no parece muy afectado por la pérdida. Dicen que ahora les enseña los tres muñones a todas sus posibles novias, y les cuenta la historia de cómo perdió los respectivos dedos... y yo diría que el recurso funciona.

Harlan Vance y Ulrich Schneider, además de sufrir quemaduras graves por el metal derretido y quedar inconscientes por el contacto de sus improvisadas "clavas" con la todavía desconocida forma de energía de eso, podrían no recuperar jamás todas sus funciones neurales. Los médicos lo llaman sobrecarga neuronal y evitan pronunciarse categóricamente al respecto, pero ya se sabe... ponerle nombre a algo que no se entiende no significa comprenderlo.

Vance camina con una muleta, tiene la mitad derecha de la cara paralizada y lagunas en la memoria. Aunque a algunas chicas les duela, lo del rostro no le preocupa tanto y la memoria la recuperará poco a poco... pero el deporte era su vida. No obstante, pasa tantas horas entrenando que algunos especialistas creen que podría recuperar hasta el 85 % de sus habilidades físicomotoras. No está mal, digo yo... pero sé que él no se conformará con menos del 100%. Le deseo suerte.

Schneider todavía anda en silla de ruedas, y no parece molestarle mucho. Insiste en que su prodigioso cerebro está perfectamente... sólo que un poco más lento que antes. Pero como él nunca ha tenido prisa... Ah, lo de "silla de ruedas" es un decir; en realidad es un sillón de sobrecargas con suspensión antigrav y controlado por una IA con la que su "tripulante" se mantiene en contacto todo el tiempo, gracias a su ciberpuerto.

La última vez que los cuatro estuvieron por aquí, ya a punto de obtener sus respectivas estrellas de piloto, nos emborrachamos de lo lindo. Y tuve que revelarles otro de mis secretos. Schneider y Vance no entendían cómo, si con sólo tocar el vórtice con sus armas improvisadas ellos habían sufrido tan graves consecuencias, yo había podido patearlo dos veces y seguir vivo. Li Sing Fao tampoco entendía por qué, si había visto saltar en pedazos mis piernas, ahora volvía a estar tan campante tras el mostrador.

Al principio no querían creer que mis dos extremidades inferiores también eran ciberprotésicas. Sólo cuando les dije que únicamente las usaba cuando tenía que salir de detrás de la barra fue que empezaron a entender, pero de todos modos no pudieron resistir la tentación.

Se asomaron, miraron... y vieron mi propia versión de la silla antigrav de Schneider. En vez de prótesis, la mayor parte del tiempo uso un suspensor, y como él, lo controlo a través de mi ciberpuerto. Ese es el secreto de mi agilidad tras el mostrador.

El único comentario fue una alegre palabrota de Noriega.

Supongo que hasta ese momento pensaban que yo era un exagerado y que el ataque que sufriera quince años atrás no había sido tan terrible. Desde entonces me miran con más respeto, y me imagino que es por eso que me invitaron a unirme a ellos en su primera misión como pilotos graduados.

Nuestro duelo con Eso ha marcado una pauta. El Alto Mando de la Flota Espacial ha decidido que si cinco personas con la capacidad de atraer al monstruo y sin más armas que su valor y algunas improvisaciones pudieron sobrevivir a él durante casi dos minutos, muchas personas con las mismas características y mejor pertrechados podrían enfrentarlo mucho mejor... quizás hasta destruirlo, capturarlo, o dilucidar definitivamente su naturaleza.

O sea, que basta de huir del lobo. Llegó la hora de los cazadores.

Por cierto, han bautizado al plan Operación Caronte. No me atrevo a preguntar si tiene algo que ver con mi humilde persona. Pero hasta mi madre me ha felicitado por videoenlace, o sea, que parece que sí...

Claro que antes de que subamos a una nave a cazar al engendro todavía queda mucho por hacer. Para empezar, habría que reunir a esas muchas personas, y he solicitado que me encarguen del asunto. A fin de cuentas, si dejaron la Academia olvidándose de su sueño espacial fue por mí... así que me parece justo que sea precisamente yo quien vaya a ofrecerles una segunda oportunidad, y a rogarles que nos ayuden a enfrentar a su némesis.

Algunos se negarán, otros aceptarán encantados. Yukio Hakagami ya ha presentado su solicitud formal de unírsenos. Ya no tendré que escuchar sus quejas sobre los nuevos cadetes. Aunque, con lo ajustado que es el uniforme de piloto, será difícil concentrarse con ella a bordo...

Una sola cosa me preocupa: cuando capturemos o destruyamos a Eso (porque ahora estoy seguro de que las cosas sólo pueden terminar así) y el hiperespacio deje de ser un peligro para algunos... supongo que tendré que cambiarle el nombre al bar. Y sería una pena; tal vez es sólo cuestión de costumbre, pero es que "El Cateto Prohibido" suena tan bien...



"Yoss" es José Miguel Sánchez Gómez, cubano, la figura más importante de la ciencia ficción de su país (¿ya lo habíamos dicho?) Lo que ocurre es que resulta muy difícil agregar nada (hasta que no gane otro premio o algo así) a la trayectoria de alguien que aparece con tanta frecuencia en Axxón. Por lo tanto vayamos a su historial directamente. Veinte cuentos publicados en nuestra revista: "Los meandros de la historia" (51), "Trabajadora social" (56), "La maza y el hacha" (83), "Destrúyenos porque nos amas" (94), "El tiempo de la fe" (97), "El arma" (106), "El performance de la muerte" (110), "Las chimeneas" (113), "Ese día" (128), "El primer viaje de la Argonauta" (132), "Kaishaku" (142), "La cumbre de la respuesta" (150), "Apolvenusina" (153), "Ambrotos" (154), "Líder de la red" (155), "El efecto Cibeles" (156), "La prisión" —con Vladimir Hernández— (158), "Una moneda de plata en el bolsillo de la noche" (160), "Instrucciones secretas para la mision Alfa: Pliego uno" (161).


Axxón 164 - julio de 2006
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Espacio: Cuba: Cubano).