MALOS PENSAMIENTOS

Hernán Domínguez Nimo

Argentina

—¡Dios santo! —dijo Cervera—. ¡Es un...!

Nadie terminó la frase. No hacía falta. Todos entendían. Todos pensaban lo mismo.

El artefacto, semienterrado en la ladera del cráter Julio Verne no era un triangulador. Tampoco un satélite espía de Chile —la teoría de Otamendi—. Ni ruso, ni chino, ni japonés, ni europeo. Ni siquiera una antigualla yanqui.

El fondo del cráter mostraba una franja larga y angosta, donde el artefacto había derrapado hasta incrustarse en el borde. En parte por la fuerza del impacto, en parte por el desmoronamiento, la estructura apenas asomaba del denso polvo lunar.

Pero no había dudas. Ese extraño arco metálico de tres metros no había sido lanzado al espacio por ninguna nación de la Tierra. Si creían en los datos que todos los observatorios instalados allí, en la cara oculta, venían acumulando en los últimos quince años, por nadie en veinte años luz a la redonda.

Y había ido a estrellarse a menos de quinientos metros de la base Augusto Thibaud.

El coronel Vargas dio un paso hacia el artefacto y Cervera lo agarró de un brazo.

—¿Estás loco? No sabemos qué carajo es. Ni de quién es.

—Acá parados no lo vamos a averiguar, teniente —le dijo, mirando la mano que lo retenía.

Cervera lo soltó. Vargas nunca le recordaba el escalafón. Otamendi miraba para otro lado, incómodo.

Vargas trepó la ladera en dos saltos. La palma de su mano derecha flotó un instante antes de posarse sobre el metal. Cervera estaba esperando un shock eléctrico, un rayo, una explosión, algo. Vargas deslizó su mano suavemente, acariciando la superficie. El metal, libre de polvo, lanzó reflejos iridiscentes.

—Está frío —dijo el coronel para sí, mirando las cifras en la pantalla de su traje. Después, a sus subordinados: — ¿Qué esperan? ¡Ayúdenme a desenterrarlo!


Les llevó media hora darse por vencidos.

A medida que escarbaban con las palas de vacío, sin llegar nunca al final de la curva, se hacía evidente por el tamaño que no era una simple sonda robot, por lo menos desde el punto de vista humano. La superficie que habían dejado a la vista dejaba adivinar, a grandes rasgos, una forma como de dos platos hondos, muy ovalados, unidos entre sí. Sin ponerse a discutir entre ellos la posibilidad de que adentro hubiera algo más que tecnología por descubrir, intentaron infructuosamente separarlo de su tumba, traccionando con el pequeño tractor oruga que los había llevado hasta allí.

—¿Seguro que esto se estrelló? —preguntó Otamendi—. A mí me parece que la luna se formó a su alrededor.

—A mí me parece que el prototipo Patagonia IV tiene como cuatrocientas hormigas de fuerza —dijo Vargas, escupiendo sobre el oruga del que Otamendi estaba tan orgulloso.

—¿Qué hacemos?

Vargas miró a Cervera.

—¿Y yo qué sé? Nos volvemos a la base y después...

El movimiento brusco lo interrumpió. Otamendi se había arrojado al piso. Cervera se quedó mirando la puerta que se abría en el lateral inferior, como una delgada cinta de metal que se convertía en rampa. En la cara interna había una extraña cápsula, como el capullo de una oruga adherido a una hoja. Cuando la puerta tocó el suelo, la cápsula se desprendió, levitando, y comenzó a deslizarse hacia ellos. Cervera entrecerraba los ojos, luchando con el resplandor del sol en su casco, para ver algo en el hueco oscuro que la rampa había abierto en el costado del artefacto.

Ocurrió todo al mismo tiempo: la cápsula abandonó la rampa por completo y dejó de flotar. La rampa, liberada de su peso, se disparó hacia arriba y Vargas, que había adivinado la secuencia, saltó hacia adelante, aferrándola del borde para impedir que se cerrara.

La rampa siguió moviéndose hasta volver a su posición original.

—¡Ahhggg! —el grito de Vargas estalló en la cabeza de Cervera. Otamendi se llevó los brazos al costado del casco, como si desde afuera pudiera taparse los oídos. Vargas se retorcía en el piso, junto al artefacto, sosteniéndose la mano derecha con la izquierda.

Cuando logró sujetarlo, Cervera pudo ver el porqué de los gritos: la mitad del guante había desaparecido. No era más que una inmensa masa informe, una burbuja del material sellador —y cauterizante— que el traje escupía al rasgarse.

—¡Tenemos que llevarlo! ¡Rápido! —gritó Cervera.

Otamendi se acercó y entre los dos lo subieron al asiento trasero del oruga. Se había desmayado.

—¿Y eso? —preguntó el mecánico.

Cervera contempló la cápsula. Ahora, apoyada sobre el polvoriento suelo lunar, parecía un sarcófago de mármol gris oscuro. Unas luces parpadeaban rítmicamente en un costado. Desconectó las lingas del artefacto y las usó para atar la cápsula a la oruga.

—Listo. Vamos.

Otamendi lo miró un instante —decenas de preguntas mudas que sabía no tenían respuesta— y puso en marcha la oruga.


El Patagonia IV soportó todo el trayecto con el motor forzado al máximo. Cervera llamó a la base para que Balarza y Di Genaro se prepararan para atender a Vargas.

—Un accidente —fue la única respuesta a las preguntas insistentes.

Tenía una mano sobre el pecho del coronel, que se movía acompasadamente, pero sus ojos no podían apartarse de las tres luces intermitentes de la cápsula. Imaginó que Otamendi, con la vista fija en el camino, también las veía.

Allí adentro había alguien. Algo. El piloto de la nave. Y esa era la cápsula de emergencia. Quizá estaba vivo. Quizá pudieran sacarlo de allí. Quizá fueran los primeros hombres en ver a un ser de otro planeta.

Vargas se revolvió inquieto en su traje y Cervera lo miró, reprochándose estar pensando en esas cosas con un compañero herido y grave. Pero su vista siguió yendo una y otra vez a la luces, hasta que la cercanía de la base lo puso otra vez en movimiento.

La compuerta del hangar —la cochera le decía Otamendi— estaba abierta y se cerró apenas terminó de entrar la cápsula.

Cervera y Otamendi bajaron a Vargas, aún sin conocimiento, y lo llevaron hasta la puerta interna, que no se abrió hasta que el hangar estuvo lleno de aire.

La doctora fue la primera en aparecer. Al ver la mano de Vargas su boca se abrió, enorme, y Cervera temió que fuera a gritar o a desmayarse o a preguntar estupideces. Pero Balarza cerró la boca y le quitó el casco al coronel.

—¿Hace mucho que entró en shock?

—Un minuto después del accidente —dijo Otamendi.

En ese momento apareció Di Genaro sacudiendo su hermoso cabello azabache.

—Vamos —le dijo Balarza, sacando a los otros dos del medio—. Ayudame vos a llevarlo al consultorio que estos dos van a tardar horas con el traje puesto.

Desaparecieron por el corredor.

Cervera dudó apenas un momento y volvió sobre sus pasos hasta la cápsula. Se quitó un guante para acariciarla. Parecía fría y tibia a la vez, mármol y metal.

Otamendi apareció a su lado.

—Es de metal, ¿no?

—No me parece que sea de metal.

—Claro que sí. ¿No viste cómo estaba pegada a la rampa y después levitó, como repelida? Magnetismo —Otamendi parecía un nene, los ojos desorbitados, como cuando el último vuelo desde Viedma había traído el Patagonia IV, dos meses atrás.

El parpadeo atrajo la atención de Cervera. ¿Era su imaginación o las luces titilaban cada vez más rápido? Otamendi, que había notado lo mismo, ya no hablaba. El ritmo continuó acelerándose mientras ellos miraban, incapaces de correr o siquiera hablar, hasta que de pronto las tres luces se encendieron juntas, sin apagarse.

Y el sarcófago se abrió.


—¡Dios mío! —exclamó Balarza y dejó caer el escalpelo láser. Aunque no fueran las mismas palabras, Cervera lo vivió como un eco tardío de su propio asombro.

Di Genaro se quedó mirando, los ojos muy abiertos, y se sentó de golpe en un banco.

Cervera y Otamendi terminaron de entrar al consultorio —como le decían a la sala de primeros auxilios, operaciones y odontología— y depositaron lo que habían arrastrado desde la cochera.

Balarza y Di Genaro se acercaron para observarlo.

El cuerpo era largo y delgado. La piel ocre recordaba a una corteza rugosa de árbol, llena de nudos y de aspecto quebradizo, tan suave como la piel de un elefante. Tenía dos extremidades superiores —Cervera no hubiera dudado en llamarles brazos y manos— y una especie de cola hecha de cientos de zarcillos sobre los que debía desplazarse. La cabeza también tenía rasgos humanoides, aunque igualmente monstruosos: una boca enorme, sin dientes, dos ojos con pupilas laterales y la hendidura partida de una nariz. No tenía oídos externos aunque sí dos extraños cuernos de piel, con pequeños orificios en el extremo, que a Cervera le recordaban la punta de un pene fláccido. Su pecho subía y bajaba. Respiraba.

—Es... ¡espantoso! —Di Genaro resumió en una palabra lo que pasaba por la cabeza de todos.

—¡No lo toquen! —dijo Balarza—. No sabemos nada de su biología. Su piel podría ser venenosa. ¡Su transpiración podría ser venenosa! ¿Por qué lo trajeron al interior de la base sin seguir el protocolo de seguridad?

Otamendi lo miró a Cervera, cediéndole gentilmente la palabra. Cervera se encogió de hombros:

—Ni siquiera sabíamos que estaba ahí. Su cápsula de supervivencia se abrió sola. Obviamente porque respira algo parecido a nuestro aire. Y una vez dentro de la base, lo mejor era que vos lo tuvieras cerca para examinarlo y controlarlo. ¿Sabés que hasta pensé que por primera vez te iba escuchar decir "gracias"?

Balarza torció la boca.

—Ya veremos... —dijo, y de pronto pareció recordar a su paciente humano—: ¡Tengo que atender al coronel! ¡Déjenme sola!


—¿Y? —Cervera y todos los demás miraban a Balarza, que recién entraba al SUM (el salón de usos múltiples, que incluían comer, mirar alguna película retransmitida por el satélite australiano —lo tenían pago durante las horas ciegas de Sidney— o jugar a los sims).

—No hay duda de que su biología no es de la Tierra —dijo Balarza, agarró el mate de manos de Di Genaro y lo llenó con el termo neumático.


Ilustración: Verónica Delacroix

—¿Y cómo está? —preguntó ella.

—Está bien, creo. No sé si su temperatura corporal o sus signos vitales son correctos pero por lo menos están estables. Tiene una combinación de esqueleto interno y externo que no muestra fracturas —terminó el mate de un sorbo, algo que fastidiaba a Cervera porque lavaba la yerba—. Pero aún está inconsciente. Si es que necesita estar despierto para algo. No sé ... —sacudió la cabeza, impotente, y se sentó.

—¿Y Vargas? —preguntó Di Genaro, avergonzando a todos. Nadie se había acordado de él.

—También está inconsciente. Y fuera de peligro. Perdió las dos últimas falanges de los tres dedos mayores de la mano. Le di sedantes suaves, para que se recupere del shock.

—¿Y es lógico que lo dejemos al lado de esa cosa?

—¡Ya dije que está sedado! —Balarza intentó dominar sus nervios—. Va a dormir por cuatro o cinco horas más. Además, el... otro, está atado. Y conecté el sensor de movimiento.

Luego del exabrupto de la doctora, nadie más habló por un rato. Di Genaro cebó dos mates más y se puso a cambiar la yerba, un lujo que rara vez se daban. Nadie se lo reprochó.

—¿Nadie llamó mientras estuvimos afuera? —preguntó Cervera al fin.

—No —dijo Di Genaro—. Y no creo que nadie lo haga.

Cervera pensaba lo mismo. De alguna manera el artefacto era invisible a los radares y telescopios. Su caída había pasado inadvertida para todas las alarmas, excepto la del sismógrafo. Y la lectura había sido mínima. Probablemente no hubiera llegado nada a las otras bases, ni siquiera a la canadiense, que era la más cercana.

Treinta años antes se había firmado el Pacto Internacional de Derechos sobre la Luna y otros cuerpos celestes. Como un siglo atrás con la Antártida, todo había consistido en declarar que la Luna era territorio internacional. Pero igual se otorgaban parcelas, por cuestiones administrativas. Cada nación tenía un terreno de diez mil kilómetros cuadrados en cada una de las caras del satélite.

Claro que en la práctica, muchos países de África y Asia jamás pondrían un pie allí. Argentina misma sólo había hecho ocupación real de la cara oculta, con fines de investigación astronómica pero también por razones militares. La base Augusto Thibaud tenía capacidad para ocho miembros pero una dotación permanente de cinco: un astrónomo, un ingeniero mecánico, un médico biólogo y dos pilotos militares, a cargo de la base, ya que no había nave que pilotar.

—Entonces no tenemos por qué reportarlo —dijo Cervera; y por encima del griterío que se armó:— Por lo menos por ahora.

—¡Vamos a quedar todos confinados! —gritaba Otamendi.

—¡Nadie va a quedar confinado! No si la culpa de nuestro silencio es externa —Cervera miró a Di Genaro—: ¿A qué hora se abre el umbral del australiano?

—En cinco horas y media —dijo Di Genaro.

—Entonces tenemos cinco horas y media para estudiar al monstruito y escribir nuestros nombres en bronce.

—Es ridículo. No tener satélite no es una excusa —dijo Otamendi—. Siempre tenemos el Patagonia para alcanzar la base canadiense. Ellos tienen triangulador abierto permanente.

—¿Y que nuestra base se llene de extranjeros y le roben el hallazgo a la Argentina? ¡No, señor! —Cervera taladró a Otamendi con la mirada—. Tenemos que asegurarnos de que el Patagonia esté inoperante.

La cara de Otamendi se transformó. Pero Cervera no llegó a saber en qué: una alarma comenzó a sonar en la cintura de Balarza y todos salieron disparados detrás de ella, hacia el consultorio.


Era la alarma del sensor de movimiento. Pero el que la había activado no era el extraterrestre sino Vargas.

Estaba sentado en su camilla, gritando, arrancándose los electrodos y sondas del pecho. La bolsa de sangre y suero regaba su contenido por el piso. La vena del brazo de Vargas también: al arrancarse la aguja se la había abierto en canal. Tiras del vendaje de la mano lastimada estaban desparramadas por todos lados. Dos de los muñones habían empezado a sangrar de nuevo.

—¡Agárrenlo, por Dios! ¡Sosténganlo!

Cervera y Otamendi le sujetaron los brazos mientras la doctora intentaba detener la hemorrragia. Pero mientras más fuerza hacían para retenerlo contra la camilla, más furioso se ponía.

Vargas tenía la fuerza que da la histeria, la adrenalina. Aullaba y se sacudía, escupiendo palabrotas y sílabas inconexas. Uno de sus brazos se zafó, resbaloso por la sangre que lo cubría, y logró sujetar los tubos de oxígeno de su nariz. Al tirar, algo crujió y un chorro rojo y caliente bañó a Cervera en la cara.

—¡Hacé algo, Balarza!

—¡Se va a matar! ¡Nos va a matar!

La doctora renunció a cauterizarle el brazo. Segundos después, mientras Otamendi y Cervera luchaban para que el coronel no se levantara de la camilla, volvió con una jeringa y se la disparó en el cuello.

Vargas le dio a Balarza un manotazo que la envió al otro lado del consultorio, pero de repente los ojos se le pusieron bizcos y Otamendi lo atajó de su lado. Luego lo apoyó sobre la camilla mientras Balarza se limpiaba la sangre de su propia nariz y se entretenía con las múltiples heridas que el coronel se había autoinfligido.

—¡Creí que habías dicho que no despertaría en un par de horas! —gritó Cervera.

—¡Es imposible que esté despierto! ¡No lo entiendo! ¡No lo entiendo!

Balarza parecía realmente perturbada. Cervera prefirió no exacerbarle el ánimo, dejarla atender a Vargas para que recobrara la compostura. Ya habría tiempo para preguntar.

Fue entonces cuando reparó en el extraterrestre. Estaba despierto, contemplando la escena con algo parecido al temor —¿cómo estar seguro en un extraterrestre?— en los ojos. Balarza lo había atado con correas que le atravesaban pecho, cabeza y extremidades. Pero el ser no luchaba por liberarse. Era la imagen de la pasividad.

Alguien salió corriendo. Di Genaro. Del baño químico llegó el ruido del vómito. Cervera abandonó la visión de aquellos ojos huidizos para ir en su ayuda.


Vargas se despertó dos veces en menos de tres horas. Mucho antes de lo que Balarza esperaba que ocurriera por las dosis sedantes que le aplicaba.

En ambas ocasiones reaccionó igual, echando espuma por la boca, forcejeando con las correas como si en eso le fuera la vida, lastimándose cada vez más, inútilmente.

Luego de dormirlo la última vez, Cervera decidió que lo mejor era confinarlo en su propio cubículo. No sabían hasta qué punto su reacción se debía al accidente o a la presencia del extraterrestre, pero al teniente no le agradaba la mirada bovina del aquel ser. El hecho de que fuera el coronel y no él —eso— quien se retorcía para liberarse tendría que haberle dado una pista sobre lo que ocurría, pero sólo lograba confundirlo aún más.

La más afectada por el trastorno de Vargas era la doctora misma. Cervera sabía que los dos tenían una relación —una o dos por semana en realidad— pero nunca hubiera imaginado que estaban tan involucrados desde lo afectivo. Toda esa tarde se la veía ida, con la mirada perdida. Y cuando fue obvio que el ser no iba a contestar a ninguna de sus preguntas —frente a la barrera idiomática, habían esperado que el más avanzado tecnológicamente fuera capaz de comunicarse—, Balarza le pidió permiso para tomar muestras de tejido.

—¿Me lo estás preguntando en serio, Balarza?

—Claro. ¿No eras vos el que quería inscribir su nombre en bronce? Mirándolo no vamos a aprender nada acerca de su biología. Además, quizá descubra algo que ayude a Vargas.

Cervera la miró, sondeándola, antes de darle el visto bueno. Sólo la posibilidad de descubrir qué le había pasado al coronel —y prevenir que les ocurriera a los demás— fue lo que lo decidió.

Pero mientras él y Otamendi la veían seccionar con saña pedazos de piel, nudos y hasta algunos zarcillos inferiores, Cervera se preguntó si no estaría empujada por una forma retorcida de venganza más que por el interés científico. Balarza cortaba y no se preocupaba por detener o limpiar el líquido viscoso, marrón, que rezumaban los cortes del extraterrestre.

Lo más extraño era ver que la criatura misma contemplaba el proceso con una pasividad que asustaba, como un cuadripléjico podría asistir al banquete caníbal del resto de su cuerpo. Ni siquiera el dolor asomaba en sus facciones.

La doctora había seccionado un zarcillo de la espalda, mucho más corto y delgado que los inferiores, cuando ocurrió.

Un ruido, algo caído.

Otamendi y Cervera se miraron, sin saber qué había pasado. Hasta que un movimiento llamó su atención.

La cara del ser había cambiado por primera vez, retorciéndose en una mueca de dolor. Uno de sus cuernos de piel se había ensanchado en la base. Un gemido apenas retenido por la criatura. El bulto se desplazó de a poco hacia el extremo del cuerno, como si la trompa de un elefante luchara por escupir un coco. Al llegar a la punta, asomó una esfera negra y brillante que cayó al piso.

Otamendi se agachó.

—¡No la toques! —gritó Cervera.

Otamendi se levantó con dos esferas, una en cada mano. Eran del tamaño de una pequeña bola de bowling, negras, iridiscentes, como si el brillo proviniera de su interior. El mecánico las admiraba con la excitación de un niño marcada en el rostro:

—¡No pesan nada! ¡Parecen macizas pero es como si fueran de aire! ¡Globos!

El extraterrestre volvía a estar tranquilo. Sus cuernos en reposo.

Balarza había dejado lo que tenía en la mano y Cervera bajó la guardia. Sólo un momento.

Otamendi comenzó a gritar.

Una de las esferas comenzó a hundirse, a desaparecer en la piel del mecánico, como si quisiera atravesarla. Pero no aparecía del otro lado. La mano la absorbía.

—¡Ayúdenme! ¡Sáquenmela! ¡Me quema! ¡Me quema!

Otamendi sacudía la mano, histérico, para despegarla, pero la esfera seguía desapareciendo. Cervera se acercó para ayudarlo pero el mecánico lo empujó con una fuerza de la que nunca lo hubiera creído capaz, lanzándolo contra la mesa que albergaba las muestras de tejido. Desde el piso, el teniente vio como la otra esfera sufría el mismo proceso, penetrando la piel aún más rápido que la otra. No había terminado de desaparecer cuando Otamendi se lanzó sobre Balarza.

La doctora era dura —Cervera la había visto entrenar grecorromano con Vargas— pero el mecánico la tomó por sorpresa. La derribó, se le subió encima, inmovilizándole los brazos con las piernas, y hundió sus pulgares en los ojos de la doctora.

Los alaridos de Balarza inundaron el consultorio, mezclándose con los gritos bestiales de Otamendi. Cervera sacó el arma —rara vez lo hacía más que para guardarla cuando se iba a dormir— y desde donde estaba le disparó en una pierna. Un horrible sonido —el estallido de un globo ocular, le dijo su mente, desesperada— fue la única reacción.

Un tiro en el hombro, otro en la espalda.

El mecánico parecía inmune al dolor, aunque no a las balas. La sangre le chorreaba por el uniforme de la CONAE. El tiro en la cabeza silenció sus gritos. Se dio cuenta de que hacía rato que Balarza se había callado.

Cervera se levantó y se acercó a la doctora. Dos cuencas vacías y sangrantes lo observaron. El cuerpo se sacudía en espasmos breves. ¿De dolor?

En un par de segundos la mente militar del teniente evaluó las posibilidades de supervivencia de la doctora sin atención especializada. Las ventajas y desventajas de conservarla con vida.

Acercó el cañón del arma a una de las órbitas ciegas y presionó el gatillo. Por fin el cuerpo se quedó quieto. Cervera se relajó.

Hasta que recordó que no estaba solo en el consultorio.

El extraterrestre lo miraba con aquellos ojos que parecían asustados pero en los que Cervera ahora veía otra cosa.

Conspiración.

Odio.

Desdén.

Burla.

Algo se soltó dentro de Cervera. Dejó caer el arma, dio dos pasos y comenzó a descargar puñetazos en el rostro de la maniatada figura.

—¡Fuiste vos hijo de puta! ¡Fuiste vos! ¡No te hagás más el pelotudo, hijo de puta!

Cervera gritaba, maldecía y cada golpe necesitaba dos más para satisfacer su sed de violencia. La cara de la criatura ya no le alcanzaba y siguió descargando los puños encima de su pecho.

—¡Monstruo hijo de puta! ¿Qué les hiciste hijo de puta? ¡Bicho de mierda! ¡Hijo de...!

Una mano en la espalda lo hizo volverse y faltó poco, muy poco, para que le diera un puñetazo en la cara a Di Genaro. Sólo la visión de su hermoso rostro pudo detener el golpe.

Lágrimas silenciosas caían por sus mejillas. Cervera no sabía cuánto habría visto. Di Genaro lo abrazó. Estaba temblando.

No, era él quien temblaba.

—¡Dios...! —exclamó ella.

Cervera se dio vuelta.

La cara del monstruo estaba desencajada, de dolor, de rabia. Sus ojos despedían furia. "Te mataré. Te mataré" decían mientras lo miraba, pero al mismo tiempo huían, se escondían, como si quisieran ocultar sus sentimientos.

Cervera dio un paso atrás y buscó con la mirada el arma que había caído al piso.

De repente, los cuernos se abultaron como antes. En las puntas apareció la superficie negra y esférica, como la cabeza de un feto parturiento. Una, dos bolas negras cayeron al piso. Segundos después otra más, del cuerno derecho.

Las esferas relucían como el ojo de algún ser maligno. Pero luego comenzaron a opacarse, a perder brillantez. La superficie se resquebrajó, como una pompa de jabón justo antes de estallar.

—¡Vámonos! —le dijo a Di Genaro y la sacó a rastras, cerrando el consultorio desde afuera.


—¿Malos pensamientos? —preguntó Cervera por segunda vez. No había burla en su voz. Sólo incredulidad.

—Sí. Pero malos de verdad.

Después de cortar el enlace con la base canadiense se habían refugiado en el cubículo de Di Genaro. Ella, acurrucada como una nena. Él, abrazándola, envolviéndola, protegiéndola.

—Me refiero a pensamientos que no podemos controlar, que nos dominan —siguió ella—. Furias asesinas, pánicos claustrofóbicos.

Los ejemplos que elegía la astrónoma, percibió Cervera, no eran casuales. Eran los que habían visto en acción.

—¿Y la criatura decide escupirlos, así como así?

—No creo que sea cuestión de elección. Más bien es algo metabólico. Su organismo elimina elementos no deseados, como nosotros hacemos con las toxinas al transpirar, al mear. Como un grano...

—¡No podés comparar un grano con...! —empezó el teniente y él mismo se llamó a silencio. Claro que no podían comparar. ¡Era un extraterrestre!

Igual, Di Genaro contestó.

—¿Sabés lo mal que le hacen al cuerpo esos excesos de energía, de adrenalina y quién sabe cuántas sustancias más? Antes de formar sociedades, cuando no había límites morales al comportamiento, nadie les ponía freno. Si uno quería matar, mataba. Pero desde que matar dejó de ser algo normal, toda esa violencia permanece encerrada dentro nuestro, como una pelota de tenis que rebota y rebota en el cerebro. Eso no puede hacernos nada bien.

—Y ahí es donde aparecen los psicólogos, ¿no? —Cervera quiso ser gracioso pero el intento le pareció patético. Una imagen acudía una y otra vez. Vargas, atado en su camastro, los ojos desorbitados y vidriosos, vacíos; la sangre seca saliendo por nariz y oídos. Lo habían visto apenas unos segundos, pero su mente había retenido hasta el detalle de las uñas arrancadas de tanto rasgar el colchón.

Si lo que la astrónoma decía era cierto, ellos mismos habían matado al coronel. Al atarlo para que no se lastimara, habían alimentado su pánico, su claustrofobia. La pelota rebotando y rebotando. Hasta que alguna arteria había estallado en su cerebro.

—¿Pero qué son realmente esas esferas?

—No sé, no sé... —la voz de Di Genaro se quebró. Cervera le agarró los hombros para abrazarla pero ella se soltó y se aclaró la garganta para deshacer el nudo. No quería quebrarse—: Yo pienso que están hechos de energía. Deben ser una especie de mapa neural, la configuración de las conexiones sinápticas. Los pensamientos son energía química y eléctrica. Este ser retiene los malos pensamientos antes de que se generen las conexiones, y los escupe.

—Y por alguna puta casualidad, nuestros cerebros son compatibles. Tocamos una esfera y nuestro sistema nervioso recibe la orden de acomodarse. Es como si recibiéramos el manual de instrucciones de cómo portarnos mal y no pudiéramos saltar ningún paso, ¿no?

Di Genaro lo miró, sonrió, triste, y lo abrazó. A Cervera se le ocurrieron un par de malos pensamientos pero los desechó. Aunque supuso que seguirían rebotando en su cabeza por toda la eternidad.

—Lo que no entiendo es cómo carajo hizo Vargas para tocar las primeras esferas, las que debe haber escupido el bicho cuando despertó y se vio atado. Vargas estaba dormido... —Cervera pensaba en voz alta—. ¿Balarza se equivocó con las dosis?

Cervera sabía que Di Genaro tampoco podía creer eso. Balarza debía ser capaz de decir cuántos centímetros cúbicos de esperma eyaculaba Vargas.

—Ya no importa. Ya se terminó todo —la astrónoma le acarició la mejilla—. En dos horas llegan los canadienses. Antes creo yo. Una clave verde es una buena razón para quemar el motor de sus vehículos.

—Puede ser —dijo Cervera—. Pero no lo van a encontrar vivo.

Silencio.

Di Genaro se apartó para mirarle la cara, para ver si hablaba en serio. Se dio cuenta de que sí.

—¿Por qué? ¡Está atado! ¡No puede lastimar a nadie!

—¿Segura? Yo no. No sabemos nada de él, de eso. Yo digo que cualquier presunción es poca. Y la única forma en que yo me siento seguro con esa cosa dentro de la base es sabiendo que ya no respira el mismo aire que yo.

—¡Eso es criminal! ¡No podés matarlo! ¡Está indefenso! ¡Nadie dijo que lo que pasó fue a propósito! ¿No te das cuenta? ¡Una especie que elimina literalmente sus deseos oscuros debe ser la más benigna del universo! ¡Quizá hasta esté sufriendo por lo que pasa! ¿Y nosotros qué hicimos? ¡Lo atamos y le cortamos pedazos del cuerpo! ¿Ahora lo vas a matar?

Cervera se paró, dirigiéndose a la puerta. No quería discutir. Di Genaro se interpuso. El teniente la miró, a punto de empujarla, y se contuvo apenas.

—¿Ahora resulta que es un angelito? ¿Me estás jodiendo, Di Genaro? ¡Por culpa de esa cosa, Vargas, Balarza y Otamendi están muertos! ¡Tres personas en menos de seis horas! ¡Y sin mover un dedo! ¡A mí no me parece que sea un santo!

El teniente dio otro paso hacia la puerta.

—¡Es por venganza, ¿no?! ¡Es la típica reacción de milico! ¡Ojo por ojo...!

—¿Venganza? ¡Sí, puede ser, señora psicóloga! ¡Me confieso: soy culpable de malos pensamientos!

La empujó a un costado y pasó la mano por el sensor. La puerta se abrió.

—¡No podés matarlo por un capricho machista, ¿me oís?!

—¡No entendés nada, ¿no?! —Cervera la agarró de los hombros y la sacudió como así pudiera remarcar sus palabras—: ¡No quiero que te pase nada, Di Genaro! ¡No quiero que te pase nada a vos!

La astrónoma lo miró. El labio inferior tembló y Cervera detuvo el temblor apresándolo con los suyos, y abrazándola, fuerte, muy fuerte, hasta sacarle el aliento.

Cuando por fin se relajaron, ella habló en su oído, la voz trémula:

—Tengo miedo.

—Yo también —dijo Cervera.

Cuando avanzó hacia la puerta abierta, ella lo dejó pasar y fue tras él.


La única otra arma era la de Vargas. Cervera entró al cubículo intentando fijar su vista en el extremo más alejado del camastro. Por suerte, la pistola estaba ahí, en la caja personal, y la cerradura reconoció su pulgar enseguida. Cada uno tenía una persona de back up. Y no tenía ganas de arrastrar el cuerpo de Vargas hasta ahí.


Ilustración: Verónica Delacroix

—Listo —dijo cuando la puerta se cerró detrás suyo. Le mostró la pistola a Di Genaro.

Ella lo abrazó y le agarró la mano libre. Así, de la mano, fueron hasta la entrada del consultorio. Allí se soltaron. Cervera respiró hondo antes de abrir para entrar.

Una atmósfera de muerte flotaba en el lugar. De repente tuvo la sensación de ser un ladrón de tumbas, de estar violando el recinto sagrado de un faraón egipcio, exponiéndose a una maldición convocada mil años antes de que él naciera.

Cinco pasos firmes hasta la camilla y un tiro limpio en la cabeza. Ese era el plan. Pero apenas dio el primero, Cervera se vio inundado por una furia incontenible. Quería pegar, quería dañar, quería desgarrar, quería matar. Quería venganza.

Apretó los puños, que ya no distinguían qué era lo que sostenían. Un gemido escapó de sus labio. El llanto enturbió sus ojos. No sabía hacia quién enfocar la hiel que lo desbordaba, que lo lastimaba como un ácido.

Un golpe en la cabeza lo derribó. Se dio vuelta en el piso. El rostro de Di Genaro era una máscara de odio cuando se le abalanzó, empuñando su propia arma en la mano como si fuera un mazo o un pedernal cavernario.

Cervera no llegó a reconocerla. Era un enemigo. Alguien hacia quien dirigir su rabia. En quien descargar el exceso de violencia que bullía, tumultuoso, en su cabeza.


Los cuerpos desaparecieron de su vista, revolcándose. Los dos seres no intentaban comunicarse entre sí. Apenas si gruñían por el esfuerzo de la lucha, como animales inferiores. Hubo tres, cuatro detonaciones de sus armas y luego todo quedó en silencio.

Zhaidajis supo que sus peores temores se habían cumplido. El alma se le retorció de pena mientras la parte racional de su mente intentaba controlar el dolor, sufriendo e intentando al mismo tiempo retener la desolación que sentía, las ganas de morir para evitar la vergüenza y la culpa de haber sido el causante de la muerte de los cinco primeros seres vivos que su especie encontraba.

El embajador era un asesino.

Intentó embarcar la mente en otro rumbo, buscar alternativas que menguaran la autocompasión, el impulso suicida, pero fue inútil. Cuando el corazón dejó de retorcerse de dolor, cuando la paz volvió, supo que el peligro volvía a nacer.

Una esfera brotó de su cabeza y cayó al piso con un ruido tajante. Y Zhaidajis rogó a sus ancestros que ningún otro ser entrara por la puerta en los próximos cuatro o cinco ciclos.



Hernán Domínguez Nimo, de Buenos Aires, Argentina, cosecha 1970, ha ganado premios y está apareciendo en antologías (como Artifex, sin ir más lejos). En Axxón le han sido publicados, con éste, diez cuentos: "No, gracias" (141), "En punto" (143), "Cambio" (148), "Hasta la siguiente" (150), "Viaje al pasado (154), "El morador" (155), "El guasón" (156), "Final incierto" (157), "Motorhome" (160).


Axxón 163 - junio de 2006
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Contactos: Argentina: Argentino).