EL CIEGO PERFECTO

Fernando Morales

Argentina

Con mi hermano el Flaco jugábamos a un juego que se llamaba Sorprendiendo al Ciego. Era la época en que vivíamos en el pasaje Peluffo, en la misma cuadra de la Biblioteca Para Ciegos, y el continuo tráfico de invidentes nos dio la idea. Era, en realidad, muy sencillo: habíamos notado que los ciegos caminan siempre muy cerca de la pared, moviendo su bastón blanco a diestra y siniestra, a unos diez centímetros del suelo. El juego consistía en colocar una pila irregular de adoquines lo suficientemente cerca de la pared, pero al mismo tiempo lejos del alcance del arco que describía el bastón. La correcta colocación de los adoquines era todo un arte, y nos llevaba su tiempo el ubicarlos en el lugar preciso, porque hay ciegos de arco pequeño y ciegos de arco grande, por lo que debíamos tener en cuenta todas las posibilidades: si el bastón golpeaba los adoquines, el ciego detenía instantáneamente su marcha y exploraba el obstáculo con su bastón; luego lo eludía, estropeando la diversión. Pero no era éste el objeto del juego; el bastón no debía tocar los adoquines: un punto; el ciego debía tropezar con ellos: dos puntos; y finalmente caerse: tres puntos. Si gritaba —algunos gritaban de dolor, o de sorpresa— era un punto adicional. Y en los raros casos en que se levantaba insultando (al imbécil que había dejado ahí los adoquines, a la Municipalidad, o a Dios) uno podía acceder a lo que llamábamos Ciego Completo, un ciego de cinco puntos, que por su especial carácter de Completo otorgaba otros cinco puntos al ganador. Mi propuesta de premiar con distintos puntajes adicionales al ganador de un Ciego Completo según quién fuera el destinatario del insulto (por ejemplo: un punto para el imbécil, dos para la Municipalidad y tres para Dios) no halló eco en el Flaco, para quien la puteada era suficiente premio. El primer ciego que venía era para mí y el siguiente para el Flaco, o viceversa, y nos pasábamos las tardes sumando puntos. No era fácil toparse con un Ciego Completo, por lo que por lo general sumábamos un promedio de dos puntos por ciego, descontándonos uno cada vez que alguien eludía los adoquines.

El inconveniente mayor de este divertimento se llamaba Señorita Agatha, la bibliotecaria, gorda y con anteojos muy gruesos; cada tanto un ciego —que había dado puntos o no, no podíamos saberlo— le avisaba de los adoquines, y la Señorita Agatha salía de la biblioteca bufando y bamboleando su imponente trasero, y desarmaba la pila, colocándolos junto al árbol y mirando hacia todos lados, como buscando al culpable. Nosotros, convenientemente ocultos en el balcón del primer piso, espiábamos sus movimientos con decepción; luego dejábamos pasar un lapso razonable y volvíamos rápidamente a armar la pila. Así, dos o tres veces por día. Los intentos por descubrirnos resultaron siempre infructuosos, pero, con mucho tino, resolvimos que no podíamos confiar indefinidamente en nuestra buena suerte: alguna vez seríamos sorprendidos en plena tarea, así es que decidimos cambiar el juego. Fue de esta manera que Sorprendiendo al Ciego prescindió en adelante de los adoquines y adoptó la tanza, ese hilo de nylon que utilizan los pescadores. Amarrábamos firmemente una punta alrededor del árbol, y la otra a la reja de la ventana de la señora de Daguerre, que a Dios gracias tenía la persiana siempre baja, porque por alguna razón la señora de Daguerre pensaba que el sol estaba relacionado con el pecado.

La colocación de la tanza también tenía sus bemoles, pues, en principio debía quedar totalmente tensa. De otro modo, el juego no tendría objeto. Y luego estaba la variedad de ciegos: había ciegos altos, ciegos bajos, con anteojos negros, sin anteojos, apurados y de paso tranquilo. De manera que debíamos colocar la tanza de arriba a una altura determinada, para que diera en la cara del ciego participante, y como no podíamos —por razones obvias— andar midiendo ciegos, era éste un trabajo que debíamos hacer a ojo de buen cubero. La tanza baja presentaba menos dificultades: los ciegos podían ser muy disímiles entre ellos, pero todos estaban obligados a caminar con los pies en el piso, como cualquier mortal, por lo que bastaba con colocar la tanza baja a la altura de un tobillo normal para asegurarse del buen resultado de la empresa.

El juego consistía, en esta versión, en hacer saltar de la cara del ciego cualquier cosa que tuviere puesta: anteojos, pipas, cigarrillos: un punto. Luego estaba el tiempo que tardaba en encontrar el objeto perdido, tanteando con las dos manos en el suelo. Habíamos acordado un punto cada cinco segundos, y el conteo del tiempo cesaba cuando el ciego encontraba su cosa o bien algún comedido se la alcanzaba. Los de baja estatura, que eludían sin dificultades la tanza alta, caían indefectiblemente en la trampa de la tanza baja, con el consiguiente tropezón, caída, insulto, etc., medidos con el puntaje de la versión anterior del juego. Debo decir que las tanzas representaban una molestia también para los videntes, que se veían obligados a practicar extrañas contorsiones para sortearlas, aunque debido —supongo yo— a la idiosincrasia de nuestro pueblo, jamás se les ocurrió cortarla: simplemente las esquivaban y seguían su camino, sin siquiera volverse para mirarlas. Esta tarea —la de cortarlas— quedaba en manos de la Señorita Agatha, que salía de su cueva como una gigantesca araña, siempre bufando, tijeras en mano y destruía en un santiamén el fruto de nuestro trabajo. Durante algún tiempo el juego fue desarrollándose sin sobresaltos, hasta que un día ocurrió un caso que yo consideré excepcional, y lo expongo aquí para someterlo a la consideración de terceros imparciales: un ciego (que era mío) tropezó con la tanza alta y volaron al diablo sus anteojos, pero por el impulso que llevaba —venía caminando muy apurado— se enganchó también en la tanza baja, cayendo cuan largo era y rompiéndose la nariz. Naturalmente, se levantó insultando (al imbécil, a la Municipalidad y finalmente a Dios) y de pronto comenzó a llorar, tanteando con la mano la pared hasta apoyarse en ella, sangrando por la nariz. Y si alguien no está de acuerdo conmigo puede decirlo, no me ofenderé, pero en ese momento inventé la figura del Ciego Perfecto. Aún hoy estoy convencido de que ese ciego valía por lo menos veinte puntos, era justo de toda justicia, y así se lo hice saber al Flaco, que negaba con la cabeza. Él sostenía la tesis de que sólo debían sumarse los puntos de la manera convencional, y no veía motivo alguno para añadir puntos extra. "Cómo que no —dije, algo ofuscado— ¿y la sangre?, ¿y el llanto?". Sin embargo el Flaco se mantuvo firme en su posición, aduciendo que en ningún momento habíamos incluido a la sangre o el llanto como otorgadores de puntaje; lo cual era cierto, jamás discutiría el punto, pero me parecía una evidente cuestión de sentido común: este ciego había tenido una actuación maravillosa, y tanto él como su ocasional propietario —en el presente caso, yo— teníamos derecho a una gratificación extra, altamente merecida en mi criterio. Le hice notar que era nuestro primer ciego que lloraba después del incidente —los ciegos suelen ser más bien duros y sufridos, más bien reacios a expresarse con humedades— y eso también debía tener su valor, ¿o no era así? No era así, por lo menos en el criterio del Flaco, que se mantuvo inconmovible como una roca.

Finalmente accedí, a regañadientes, a conformarme con el puntaje habitual, pero desde ese día una sombra se instaló en el límpido cielo de la relación entre mi hermano y yo, hasta ese momento nunca alterada por un sí o un no. Para ser más claro: no pude evitar, en lo sucesivo, albergar un ominoso resentimiento contra mi hermano, a quien sin embargo seguía queriendo como siempre. Este pequeño rencor fue el culpable de que comenzaran discusiones antes impensables en nuestros armoniosos juegos ("Sí, los anteojos saltaron, pero no cayeron al suelo, quedaron enganchados en la tanza; por lo tanto, no corresponde puntaje". O bien "De acuerdo, tropezó con la tanza baja, pero alcanzó a poner una mano, por lo que, técnicamente, no se puede considerar a eso una caída: es casi como si no hubiera tropezado") y cientos de tecnicismos rocambolescos, vergonzosamente rebuscados, que pronto descubrimos le quitaban interés al juego. De manera que, teniendo una relación tan franca y abierta como la que teníamos, un día le dije directamente, mirándolo a los ojos: "Flaco, me parece que todos estos problemas empezaron con aquel ciego que se rompió la nariz y lloró, si te acordás: reconozco que desde ese día te guardo algo de rencor, injusto o no, pero es algo que no puedo evitar; sospecho que es por eso que le busco tantas vueltas y pongo reparos cada vez que un ciego te sale bien". El Flaco, espíritu hidalgo, reconoció a su vez que había tenido muchas dudas con ese caso, pero que había actuado según su conciencia, y que ahora, aún lamentándolo por las consecuencias que había generado, seguía pensando de la misma manera. Las posiciones eran, evidentemente, inconciliables, y nos habríamos visto obligados a dejar el juego, si no hubiera sido por una idea luminosa del Flaco, que es un hombre muy inteligente: ¿qué tal si sometíamos el episodio al laudo inapelable de la asamblea familiar? Me pareció una ocurrencia brillante, y convocamos a la familia para esa misma noche. La familia eran papá, mamá y el abuelo, que estaba bastante sordo y había que gritarle. No es que fuéramos niños recurriendo a papá, entiéndase, yo tenía treinta y dos años y el Flaco treinta y cinco; estábamos recurriendo en realidad a un mecanismo, eminentemente plural y democrático, con el que se resolvían en casa todos los problemas de alguna gravedad. Se me dirá que no era éste un "problema de gravedad", a lo que me apresuraré a asentir, pero no dejaré de hacer notar que el tal problema, banal en sí mismo, estaba afectando seriamente mi fraternal relación con el Flaco, y éste sí que era un problema serio. De manera que, esa noche, reunidos alrededor de la mesa familiar, debatimos la cuestión. Papá y mamá escucharon atentamente y no hicieron preguntas. El abuelo quiso saber si el ciego había llorado antes o después de romperse la nariz; nos parecía un detalle sin relevancia, pero se lo dijimos y se quedó tranquilo. Yo expuse mi punto de vista con cierta vehemencia, dado mi carácter apasionado, y el Flaco relató su versión de los hechos con su habitual parsimonia, sin olvidar ningún detalle. Luego mamá, papá y el abuelo se retiraron a deliberar al dormitorio, mientras en el comedor mi hermano y yo conversábamos con amabilidad de temas generales. No se escuchaba ningún ruido proveniente de la habitación, salvo la voz del abuelo que, como todos los sordos, hablaba en voz muy alta. "Pero lloró después de la nariz", protestaba, por alguna razón. Finalmente volvieron a la mesa, y papá, como jefe de familia, llevó la voz cantante y pronunció el veredicto: "Hemos decidido, luego de escuchar las razones de ambos, que la conducta de este ciego da sin lugar a dudas la posibilidad de ser calificada de perfecta, por lo que aprobamos la figura de Ciego Perfecto —por encima de la de Ciego Completo—, aún cuando no haya sido previamente concertada, y le adjudicamos un puntaje equivalente al del doble del Ciego Completo. Esperamos haber sido justos y equitativos, y sea lo que fuere que piense cada uno de ustedes, nos gustaría que recordaran que ambos son nuestros hijos y los queremos por igual; aquí sólo se ha tratado de opinar sobre un caso puntual. Por otra parte, deben tener presente que sólo se trata de un juego, que mañana bien pueden estar jugando a otra cosa —a las cartas, pongo por ejemplo— por lo que no deberían permitir que pequeñas desavenencias derivadas de estas actividades de mero esparcimiento molesten su relación. Ahora vayan a jugar". Los cinco —incluido el Flaco, naturalmente— prorrumpimos en aplausos, tal como hacíamos cada vez que la asamblea familiar llegaba a un veredicto. Rápidamente volvimos al balcón, y yo sentí la necesidad de decirle algo al Flaco:

—Flaco, no me voy a agregar esos puntos en el cuaderno. Quería que lo supieras. —El Flaco me sonrió, sin ningún rencor.

—La asamblea ha dicho que ese ciego valía el doble, así es que vale el doble. Las decisiones son inapelables.

—Ya lo sé, pero es que yo... creo que sólo necesitaba que me dieran la razón, que me dijeran que no estaba equivocado. No quiero los puntos, ya estoy satisfecho. Te lo juro.

Luego de una breve y amable discusión, acordamos que me sumaría la mitad de los puntos que me correspondían, y seguimos jugando un tiempo más. Resolvimos agregar un punto por la sangre y otro por el llanto. Y, en previsión de otras contingencias, un punto por pérdida de conocimiento.


Ilustración: Fraga

Cuando no estábamos jugando, cada uno se dedicaba a sus cosas. El Flaco ayudaba a mamá en la cocina, bañaba al abuelo —se resistiera o no— varias veces al día y discutía con papá sobre cómo debería ser el mundo, sentados en los sillones del living. Para papá el planeta debería estar absolutamente despoblado, "por una cuestión de higiene", decía, aunque reconocía el inconveniente de no estar allí para disfrutarlo; mi hermano abogaba por un mundo con personas desprovistas de lastres morales, con lo que no estarían mal vistos el incesto, la antropofagia, etc., lo que nos pondría más en consonancia con nuestra condición biológica de animales; y el abuelo, las raras veces que participaba, se inclinaba por dos temas favoritos: un Acto de Amor Celeste, que casi siempre consistía en una lluvia de rayos caída del cielo que fulminaba a los curas, inventores de todo lo que no se puede hacer, y destruía hasta el último ladrillo de la iglesia católica, pero misteriosamente dejaba en pie el Banco Ambrosiano, por razones que nunca explicó; y su otro tema preferido era la ubicación del hombre en un punto intermedio de la escala zoológica, de modo que hubiera que pedirle permiso a los monos para —por ejemplo— ir al baño, lo que hallaba muy divertido.

Yo recorría las calles de Almagro, caminando al azar con las manos tomadas a la espalda, sin ningún apuro. Buscaba enamorarme de una muchacha, o un boleto capicúa, o que me sucediera algo maravilloso. Volvía con la caída del sol, sin muchacha, ni boleto, ni nada maravilloso, y me derrumbaba en un sillón. Si todavía continuaba la discusión sobre cómo debería ser el mundo, daba mi opinión (el mundo estaba bien como estaba, y deberían petrificarlo así, lo que no aportaba gran cosa al debate) y dormía una breve siesta.

Por las noches discutíamos con el Flaco, de cama a cama, sobre las condiciones que debería reunir un Ciego Perfecto. Para el Flaco debía desmayarse, además de las otras condiciones, y yo le hacía notar que si se desmayaba no podía —por ejemplo— llorar; él entonces sostenía la tesis de que si bien no podía llorar durante el desmayo, sí podía hacerlo inmediatamente antes o inmediatamente después, convirtiéndose así en un Ciego Perfecto, a lo que yo respondía que nunca había visto a nadie —ciego o no— tropezando, cayendo, sangrando, llorando y posteriormente desmayándose, pero el Flaco alegaba que el hecho de que yo no lo hubiera visto no significaba que no pudiera ocurrir, y así hasta que entraba mamá a taparnos y darnos el beso de las buenas noches.

Sin embargo, quiso el destino que no debiéramos esperar mucho tiempo para coincidir sin la menor sombra de duda: fue la tarde en que un ciego viejo y temblequeante eludió la tanza de arriba, pero se enredó en la de abajo y cayó hacia atrás, dando con la cabeza en el dintel de la señora de Daguerre. Y se murió, claro: nadie podría sobrevivir a semejante porrazo. Con mi hermano nos miramos por un momento, asombrados, y luego, espontáneamente, nos dimos un gran abrazo: sin necesidad de cambiar una sola palabra habíamos descubierto que el Ciego Perfecto es el ciego muerto, lo que nos hizo bullir mil ideas nuevas en la cabeza, allá arriba, en el humilde balcón del primer piso del pasaje Peluffo, contemplando fascinados el revuelo que se armaba en la vereda. Esa misma noche, ambos terriblemente excitados, ideamos las reglas del nuevo juego, que se llamaría Fabricando el Ciego Perfecto, y que se desarrollaría en toda la ciudad durante el día, y a la noche sumaríamos los puntos obtenidos. Fue la época en que la prensa amarilla comenzó a titular sus periódicos con frases espantosas, como "Continúa matanza de ciegos", o "Policía tras asesino de no videntes" y otras del mismo mal gusto, lo que nos obligó a dejar con gran pesar este divertido juego, y a inventar otro cuyos participantes eran niños de hasta tres años con padres descuidados, pero ésa es otra historia.


Fernando Morales, de quien reeditamos en Axxón N° 160 su cuento "El negro", nació el 25 de mayo de 1951 en Mendoza. Ganador de numerosos premios nacionales e internacionales, se caracteriza por su capacidad para llevarse puestos a los lectores mediante ráfagas de un humor más negro que el dolor... Actualmente vive en la ciudad de Buenos Aires, aunque sin precisar exactamente dónde por temor a las represalias de sus víctimas...


Axxón 163 - junio de 2006
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Humor negro: Sátira: Argentina: Argentino).