SIMBIOSIS

Albino Hernández Penton y Sergio Gaut vel Hartman

Cuba/Argentina

Tengo el recuerdo borroso de una explosión. Antes de ese episodio, mi memoria se confunde, veo hechos de una vida pasada que no identifico con la mía. Hay lagunas, espacios en blanco. Sé que este no es mi planeta, por ejemplo, pero ¿cómo terminé en esta enorme roca helada que se derrite con la salida de los soles gemelos, en lo que debería ser el alba y es un infierno?

No puedo responder a eso.

Tampoco puedo explicar la presencia de Viernes, un nombre que extraje del pasado, sin una razón aparente. Viernes es mi padre, mi hermano, mi hijo, mi esposa, mi amante. Él es yo y los dos casi somos otro, uno nuevo, original, pero algo nos falta para serlo realmente.

Cuando llegan los dos soles, en la ardiente claridad del día, duermo. Su cuerpo gelatinoso me envuelve, aislándome del calor abrasador. Entonces, sueño con bloques amorfos de luminosidad creciente, de diferentes colores y tonos. Los bloques rebotan entre sí, se funden para formar un ser único, se organizan, y se repiten para deshacerse, por último, y reiniciar el proceso. Una y otra vez, como mensajes telegráficos, en una clave que soy incapaz de comprender.

Luego, en las noches, el proceso se invierte y Viernes descansa. Lo sé porque el latir de su núcleo se apacigua y mi mente es un frío desierto donde se congelan las palabras. En la velada oscuridad que nos rodea en ese lapso, jirones de recuerdos alcanzan mi mente como restos de un naufragio traídos por la marea.

Hay rostros, palabras, voces y otros elementos inconexos. Y miedo, mucho miedo. Para evitarlo, intento comprender el significado de los sueños matutinos que, de algún modo, intuyo, son la forma que Viernes utiliza pata comunicarse. Nuestros procesos biológicos se han acoplado por una simple cuestión de supervivencia, pero nos es imposible entendernos. Viernes utiliza un sistema de expresión cromático y muchos de los colores que emite son desconocidos para mí. ¿Cómo aprender un idioma sin el vocabulario y las normas gramaticales?

Poco antes de llegar el alba, cuando la oscuridad se transforma en sombras deshilachadas, Viernes y yo nos alimentamos. Sus ventosas me penetran a través de pequeños agujeros en la piel y lamen mi interior; mientras eso ocurre, me alimento comiendo partes de él. Las zonas azules son las más nutritivas y se regeneran con mayor rapidez.

No siempre fue así.

Al principio, hubo mucho dolor y confusión y miedo. En una ocasión estuve a punto de morir. Viernes penetró en mi interior y sus "dedos" desgarrando mis vísceras se anclaron en mi corazón. Durante el mes que duró la agonía, los bloques azules y rojos proliferaron en mi conciencia; tenían matices indescriptibles. No se me ocurre ninguna analogía capaz de definir lo que percibía. Era como si una pandilla de pintores locos y borrachos se hubiera confabulado para trabajar en mi mente, combinando los colores del modo más insano. ¿Cómo interpretarlo? ¿Cómo expresarlo, en todo caso? Los gritos y las lágrimas fueron, en esa época, mi mejor discurso.

Pero, en toda relación, consciente o no, el daño siempre es mutuo. Lo comprendí el día en que desperté del letargo con un hambre voraz. La blanda carne de Viernes, adherida a la mía, era un suculento manjar. Salivé y sin pensarlo mordí en un sitio de un rojo cálido e incitante, una rosa abierta en primavera. Por mi ávida garganta descendieron delicados jugos y un placer inédito se extendió por mi interior, mientras que un verde purulento se esparcía en torno al punto en que había hincado mis dientes.

El núcleo de Viernes palideció y el verde reventó ante mis ojos. Advertí que las zonas de contacto se reblandecían y una laxitud extrema relajó los tejidos de la criatura. Temí por mi suerte. Dependo totalmente de él, y en aquel momento de extrema tensión me imaginé desvalido, a merced de los soles, mi cuerpo calcinándose hasta los huesos, convirtiéndose en cenizas.

El calor de ambos soles invadió nuestro mutuo refugio. Sufrí quemaduras extensas, indoloras que, en el transcurso de los días adquirieron el mismo color del sufrimiento de la criatura que me cobija.

Pasamos mucho tiempo rezumando líquidos incoloros por las heridas, él y yo, fundidos en nuestra común miseria. Hubo momentos en los que deseé ser capaz de morderme la lengua, dejar que ocluyera la glotis y ahogarme hasta morir.

No tengo brazos, ni piernas, las perdí de alguna forma que no recuerdo, durante la explosión. Pero es curiosa la forma en que uno se aferra a la vida. Siempre encontramos una justificación para garantizar nuestra existencia. Los hijos, una tarea inconclusa, un sueño no realizado. Pocas veces aceptamos que, en el fondo, el único motor que nos impulsa a continuar respirando es nuestro propio egoísmo. Existe un complejo mecanismo genético para garantizar la supervivencia a toda costa, que funciona en nosotros aún cuando pueda haber quedado obsoleto en las nuevas circunstancias, tras un cambio drástico como el que experimenté después de unirme a Viernes.

Sin embargo, al menos en lo básico, sigo siendo humano, por lo que participo de las mismas falacias que el resto. Imagino. Sueño. Especulo. Conjeturo.

Una nave vendrá y seré rescatado, por ejemplo.

La ciencia es capaz de generar maravillas.

Podrán separarnos y me serán colocados dos pares de bioextremidades; no me vendrán mal. Un refuerzo extra.

Podríamos abrir nuevos caminos en la investigación de la coexistencia.

Pero... Siempre hay peros. ¿Cómo reaccionarían mis congéneres humanos ante nuestra actual apariencia? ¿Nos destruirían sin preguntar? ¿Nos considerarían hostiles? ¿Peligrosos? ¿Nos aceptarían? ¿Los aceptaríamos nosotros?

¿Intentarían ayudarnos o nos convertirían en un fenómeno de circo?

¿La separación de nuestros cuerpos provocaría la muerte de uno, de los dos?

Preguntas, dudas. Millones de ellas.

Y el día que la nave efectivamente llegó hasta nosotros esas dudas se aclararon, en parte.


Era de noche y yo conversaba con las estrellas mientras intentaba traducir los colores de mi sueño matutino. A lo lejos, uno de los volcanes entró en erupción. Y la enorme llamarada que brotó de su cono me hizo recordar una estatua que sostenía una antorcha, en algún lugar del insondable universo. ¿Cómo era posible que fuera capaz de evocar esa nimiedad y en cambio no pudiera recordar mi nombre o si alguien desesperaba por mi ausencia?

No obtuve respuesta alguna. El cielo permaneció inexpresivo. Las constelaciones visibles eran las mismas de siempre y uno que otro meteorito rasgaba la oscuridad con su fuego fatuo.

Entonces vi la luz.

Al principio pensé que se trataba de un fenómeno celeste, o de una simple ilusión óptica provocada por las chispas de la erupción, o los trazos de una tormenta eléctrica. Pero, deseché todas esas ideas. La luz fue creciendo y pude distinguir con claridad el brillo fugaz de unos motores y el rítmico parpadeo de las luces de navegación de una nave. Grité y me reí de mi estupidez.

No nos verán, pensé.

Al verla nítidamente recortada contra el cielo, los recuerdos estallaron dolorosamente. ¿Cómo sabía eso? Me sentía capaz de determinar a qué tipo pertenecía y cuántos hombres la tripulaban. Y no tenía dudas: eran de mi especie.

El módulo se agitó como un calamar en su tinta y se precipitó en vuelo perpendicular hacia nosotros. Sentí la agitación de Viernes, que percibía de algún modo lo que registraban mis sentidos.

La nave se posó con lentitud y, cuando las escotillas se abrieron, un intenso temor se apoderó de mí; luego creció y se transformó en pánico. De uno de los costados descendió una rampa y segundos después cuatro hombres la cruzaron, precedidos por un extraño artefacto metálico que brillaba con intensidad bajo la luz de los reflectores laterales.

Llevaban gruesos trajes y sus negros cascos les ocultaban el rostro. Se movían pesadamente y levantaban nubes de polvo, que permanecían formando espirales alrededor de sus cuerpos, por efecto de la baja gravedad.

Quise correr, huir de allí. Sentía la proximidad de la muerte y no podía moverme.

—¡Despierta, Viernes, despierta! —aullé. Pero mi voz, ahogada por incontables capas de algodón, fue un tenue susurro.

Viernes no respondió. En mi mente latió un acompasado amarillo festoneado de puntos rojos.

Los gigantes se acercaron.

—¡No se muevan! —grité, enhebrado por el miedo, aunque sabía que no podrían oírme. El rojo se intensificó en mi interior rodeado de incipientes gotas de un verde bilioso. ¿Serían capaces de distinguir el torso desmembrado empotrado en la masa gelatinosa?, me pregunté. ¿Entenderían que Viernes, lejos de hacerme daño, me había salvado la vida?

No pude seguir teorizando. Algo ocurrió en el interior de nuestro cuerpo y sin solución de continuidad dos de los gigantes se llevaron las manos al pecho. El material del que estaban hechos sus trajes se volatilizo y trozos de tejido y sangre se esparcieron y flotaron a nuestro alrededor.

Los otros dos gigantes cayeron a su vez presos de violentas convulsiones. Podía escuchar sus gritos en mi mente, pero de alguna forma no me afectaban, eran extraños, irracionales.

De pronto, algo siseó, las rocas se tornaron incandescentes y estallaron en un diluvio de fuego. La atmósfera hedía a muerte y un viento huracanado nos lanzó a unos veinte metros de distancia.

Esta vez no grité. No quería hacerles daño. No quería que, en la confusión de nuestro encuentro, el miedo nos perdiese. No quería que el imprescindible, pero a veces odioso mecanismo de la supervivencia, dictara la pauta.

Uno de los dos debía morir.


Ilustración: Héctor Chichayán

Cerré los ojos e intente encontrar la paz, el tranquilo rojo del centro de Viernes. Solo encontré el verde y sentí dolor y hubo nuevas explosiones y, cuando volví a abrirlos, todos los gigantes habían muerto y su nave era un nuevo volcán en la superficie del planeta.

Al amanecer, resistí el letargo, las punzantes descargas al centro de mis ojos y los mantuve abiertos. Viernes era otro sol dentro del universo y había colores agregados a los que yo conocía. Todo en él era un estallido.

No tenía conciencia de que alguna vez nos hubiéramos movido de ese modo, pero esta vez la tuve. Un desplazarse lento y monótono de oruga que deja su rastro baboso. Sentí un estremecimiento y los restos desperdigados por el campo de batalla fueron absorbidos por nuestro cuerpo. Flotaron en una invisible corriente aérea y quedaron suspendidos en la gelatina, de uno de nuestros multisegmentos.

El cansancio venció y me cerró los párpados. Dormí. Soñé. Presentí.

Desperté al nuevo ciclo inmerso en una especie de euforia, no podía verlo, pero algo se agitaba en nuestro centro y crecía.

Observé el cielo, el frío encaje de la noche y comprendí que éste era mi hogar, que siempre lo había sido. Quizás en una vida anterior había venido a destruir a mis hermanos, a profanar lo que vivía en ese mundo, por puro y simple miedo. Y ese algo había sentido lo mismo y actuado en concordancia.

El amor debe saber perdonar; ése es el núcleo de su sabiduría, reflexioné. Y, cuando el alba estuvo cerca, permití a Viernes penetrar una vez más en mis entrañas, sin resistencia. Si sentí dolor no lo expresé.

Con el transcurso del tiempo lo que quedaba de la nave se confundió con el paisaje y paso a ser parte de la memoria del planeta. En el lugar creció un nuevo risco al que el viento, la erosión y los bruscos cambios de temperatura comienzan a dar forma.

La muerte es el origen de la vida. Hay un azul cobalto y un tenue rosado que gravita y se extiende por todos nuestros segmentos. Los restos de los gigantes son ahora minúsculas protuberancias que se mezclan y crecen hacia fuera. Pronto se desprenderán y Viernes y yo dejaremos de estar solos.

Leo las chispas del volcán, la trama del hielo que cuelga de los riscos y capto un mensaje, por ahora incomprensible, un reflejo marca el comienzo de una expansión. Zarcillos de intenso violeta enlazan núcleos de mi cuerpo con los puertos que despiertan en algún lugar de Viernes. No entiendo, pero no por ello dejo de ser parte del todo.

No tengo apuro. Tenemos toda la vida por delante para descubrirnos y aprender a comunicarnos.



Ninguna isla está desierta del todo. Los náufragos lo saben. Islas en medio del océano; asteroides en algún remoto rincón del espacio.

Albino Hernández Penton nació en Cuba y vive en Perú desde hace unos diez años; es médico y escribe relatos intensos en los que sus conocimientos de medicina juegan muchas veces un rol fundamental. En este caso se unió voluntariamente a Sergio Gaut vel Hartman para escribir un cuento acerca de una unión forzada. Sergio, que nació y vive en la Argentina y visita consultorios médicos muy de vez en cuando, dice que se siente más a gusto con los médicos que escriben que con los médicos que ejercen su profesión.


Axxón 159 - febrero de 2006
Cuento de autores latinoamericanos (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Metamorfosis: Cuba: Cubano: Argentina: Argentino).