TIEMPO (DE) REVELADO

Fabio Ferreras y Raquel Froilán

Argentina
España

Lucas Angelone entró en su laboratorio privado y bloqueó la puerta con una silla. Lo más seguro hubiera sido cerrarla con llave, pero no había cerradura. El truco de la silla no impediría la entrada de su esposa (porque cuando ella se proponía algo no había puerta que la detuviera), pero al menos la retrasaría lo suficiente, en el caso de que Lucas necesitara de unos segundos adicionales para llevar a buen puerto su empresa. Y es que tampoco quería que le descubriera con semejante facha. Ella sospecharía. Cualquiera sospecharía, viéndolo vestido con túnica de arpillera y sandalias de cuero sin curtir. Aún debía faltar como media hora para que ella regresara de la peluquería, pero de todas formas no perdía nada con tomar ciertas precauciones. Sonrió con ironía mientras observaba el complicado artilugio del rincón... ¿Cómo podía preocuparse por media hora cuando estaba a punto de poner en marcha su flamante máquina del tiempo? Después de todo, ¿qué importancia tenían esos pocos minutos de nada frente a los miles de años rebosantes de historia que se desplegaban frente a él como una alfombra recién lavada?

Debería haber contado con más tiempo, pero ése era el único rato que su esposa salía de casa; desde que Lucas fue expulsado de la Universidad, ella rondaba constantemente por el desván, escrutándolo todo con desconfianza. Pero también se preocupaba por su peinado, lo cual no dejaba de ser una verdadera bendición. De todas formas, Lucas Angelone planeaba regresar de su viaje casi instantáneamente, con el margen suficiente para evitar la paradoja de volver antes de su partida y caerse encima de sí mismo, claro.

Ante unos ojos poco entrenados —como los de su mujer, por ejemplo, quien comentaba con sarcasmo que eso funcionaría cuando se congelara el infierno—, la máquina parecería una confusa mezcla de materiales sujetos con grapas, cinta aislante y algo de chicle, pero también era un magnífico ejemplo de pensamiento creativo, economía de medios y alta tecnología (en su mayoría, robada de su anterior puesto de trabajo). Una fracción importante del mecanismo principal había formado parte de una máquina de coser Singer, en una vida anterior. Y allí, justo sobre el pedal —que ahora se encontraba arriba del todo— estaba el post-it.

A esas alturas Lucas tendría que estar acostumbrado, pero no, aún obtenía cierto placer al reducir esos molestos papelitos amarillos a diminutas bolitas de papel arrugado. Su esposa también debería haberse dado por vencida, pero no, seguía dejándolos por ahí, en los lugares más inesperados. Tácticas de guerrilla. Lo leyó, distraído. Escrito con bolígrafo rojo sobre fondo amarillo, ponía:


MENTIRA DE LA BIBLIA #17

María, la madre de Jesús, tuvo como mínimo siete hijos


Lucas lo tiró a la papelera, con todos los demás. "Quién me mandaría a mí casarme con una atea furibunda", pensó. Por lo demás, su esposa tenía un carácter admirable; soportaba con estoica sonrisa que Lucas, sólo por entretenerse, le destripase la tostadora para obtener repuestos que no necesitaba, aunque se ponía intratable cuando se trataba de cuestionar su fe (la de él, porque ella no tenía). Además, intentaba atraerle hacia el pensamiento crítico con el mismo celo que pondría el más pesado de los testigos de Jehová en convertir gentiles. Y eso que a Lucas jamás se le había pasado por la cabeza forzarla a ella para que creyera con la misma intensidad. O con alguna intensidad. O que creyera siquiera.

Pero cada vez que salía de casa para ir a misa, Lucas todavía se encontraba con el papelito correspondiente pegado a la puerta:


San Pablo afirmó que "Dios no habita en templos hechos por la mano del hombre"


Resignación, mucha resignación cristiana, era lo único que le quedaba.

El principio teórico del armatoste era bien conocido desde hacía años, en la Universidad incluso tenían un prototipo funcionando, pero sin las cruciales modificaciones que Lucas Angelone le había hecho al suyo. A cambio, el de la Universidad era más bonito y no tenía los cables al aire. No se puede tener todo.

Básicamente, el espacio se puede torcer lo suficiente como para crear un campo local de gravedad que parezca un toroide de algún tamaño arbitrario. Las líneas de campo gravitatorio se arquean alrededor del exterior de este toroide, de manera que tanto el espacio como el tiempo se curvan fuertemente sobre sí mismos. Crucialmente, esto elimina la necesidad de una hipotética materia exótica. Las matemáticas revelan que todo período de tiempo entre la creación del toroide y el momento actual está en alguna parte del hueco de dentro, así que sería posible viajar en el tiempo hacia atrás a cualquier punto ubicado después de la construcción de la máquina. Todo lo que se necesita es resolver cómo llegar allí. Lucas Angelone había llegado a la conclusión de que solamente había que saltar dentro del toroide.

Mucho del trabajo que había venido realizando clandestinamente mientras era empleado de la Universidad —y abiertamente desde que lo echaron— había servido para que su pobre cuerpo no quedara hecho migas en el proceso. O eso esperaba.

Pero había otros cambios.

Tanto el prototipo de la Universidad como los otros cuatro o cinco que había en funcionamiento en el resto del mundo, tenían la misma limitación: no podían enviar nada —ellos aún no habían probado con personas— más allá del instante en que cierto científico loco israelí había construido la primera máquina del tiempo. Lucas no pensaba aceptar limitaciones de ninguna clase.

La máquina le aguardaba. El armazón que serviría para formar el toroide gravitatorio parecía una descomunal aureola fugada de la cabeza de un santo, coronando el resto de la máquina —que su esposa comparaba a veces, sin caridad, con los restos de un accidente aéreo—, esperando a que lo encendiera para revelar los secretos del Tiempo, y entonces sí que sería hermoso de verdad. Sería algo digno de verse, aunque probablemente dejara sin luz a medio barrio. A medio país, en realidad. La estructura realmente no merecía que la llamaran "la rosquilla cuántica" o "el gran donut gravitatorio", como hacía ella.

Tenía una sola oportunidad. Según sus cálculos el viaje en el tiempo podría llevarse a cabo sólo una vez, puesto que, luego de concluida la dislocación, el Universo (al que no le gustaban para nada las paradojas, quizá le produjeran una suerte de acidez estomacal) se recompondría a sí mismo y eliminaría la grieta temporal como si nunca hubiese existido. Y nadie más, en los interminables siglos por venir, lograría poner en funcionamiento una máquina del tiempo. Nunca. No después de los cambios que él había introducido en el diseño. Lucas siempre pensaba en el Universo como un enorme perro negro y sarnoso rascándose una pulga molesta, y eliminándola. Él, Lucas, sería esa pulga, y debería apresurarse en cumplir su objetivo antes de que la Gran Pata cayera sobre él y lo eliminara.

Por eso tuvo que elegir muy bien el destino, un destino tanto en tiempo como en espacio porque la máquina no sólo lo trasladaría a una fecha en concreto sino también a un lugar específico. Y había tantas fechas y lugares por conocer... ¿pero acaso merecía la pena otro destino que no fuera aquél? Su vocación religiosa resolvió el dilema en un santiamén. Amén.

Vistiendo la túnica de arpillera y con las sandalias bien puestas, Lucas se acercó a la mesa. La bolsa —el zurrón de piel, más bien— estaba escondida debajo, oculta tras varias capas del mantel, entre el que también encontró varios post-it. Sólo leyó el primero, después se olvidó de ellos.


Jesús predicó que "el fin de los tiempos" era inminente, pero se equivocó.


Lucas revisó rápidamente la bolsa; había raciones de emergencia, agua, pastillas potabilizadoras de agua y una navaja suiza.

Y la cámara, por supuesto.

La cámara ocupaba su propia funda, la que amablemente le había regalado el encargado de la tienda. Era una Polaroid One600 Classic (o eso decía en la caja) y parecía un juguetito de color azul cielo. Era curioso, pero Lucas había ido a la tienda con la idea de obtener otro modelo, uno que se correspondiera mejor con la imagen mental que tenía de esas cámaras. De color negro, más grandes y que se abrían de otra manera; siempre había deseado una cuando era chico y las contemplaba con la nariz apretada contra el cristal del escaparate. Ese modelo ya no se fabricaba, le dijeron, y el vendedor le ofreció una digital, tan pequeña que seguramente era una maqueta, no una cámara de verdad. Y tampoco tenía tiempo para aprender a usarla. Así que pidió una máquina para tontos, nada de cosas digitales, una que funcionase sólo con apretar un botón. Le bastaba con eso. También compró montones de paquetes de película instantánea, y eso que cada recambio traía diez "films" (así los llamó el dependiente) y con suerte él sólo usaría uno. Pero era precavido. Lo que más le interesó fue el tiempo de revelado de los "films", lo que tendría que esperar para ver la imagen totalmente formada. "Aproximadamente tres minutos, a 21°C", le dijeron. "Bien", pensó él, "no hará falta tanto tiempo, allí suele hacer más calor". También preguntó por el alcance del flash, que era muy importante, si sus fuentes tenían razón con lo del eclipse. El máximo eran tres metros. Tendría que bastar.

Por ultimó, sacó una de las estampitas que mantenía ocultas bajo una de las tablas sueltas del suelo. A su esposa no le gustaba esa costumbre suya de besar las imágenes antes de dar un paso importante. Decía, con infinito desprecio, que eso era cosa de toreros.

Antes, cuando encontraba alguna, solía dejar notitas mordaces entre las imágenes sagradas.


EN LA BIBLIA SE MUESTRA QUE:

El culto a las imágenes está absolutamente prohibido y se las califica de "espantajos de melonar"


Últimamente se había vuelto más expeditiva. Ahora, si encontraba alguna estampita, la rompía.

Lucas cargó la cámara, cuya parte inferior se abría como una boca que parecía tragarse el paquete de recambios; la misma boca que luego escupiría la foto... Había practicado en la tienda, hasta que pudo hacerlo con rapidez. Sólo por si acaso, nunca se sabe. Luego volvió a guardarla en el zurrón y se colgó éste del hombro. Perfecto. Ya estaba a punto. No tenía un espejo a mano, pero sabía qué imagen le hubiese devuelto: la de un pordiosero de ojos extraviados, con cara de no saber muy bien dónde estaba ni cómo había llegado allí. Había pasado horas practicando esa expresión frente al espejo del baño: sólo por si acaso. No iba a perderse ese momento por falta de previsión.

Se acercó a la máquina del tiempo. Extendió una mano temblorosa al interruptor principal (el que le había quitado a la radio vieja) y pasó de AM a FM... un potente zumbido llenó el desván. Las luces del techo parpadearon. El suelo de tablas carcomidas vibró bajo el cuero de sus sandalias. Y su corazón comenzó a correr a lo loco, brincando de fervor y anticipación. "Bueno, que sea lo que Dios quiera" , se dijo, pensando que no podía haber frase más acorde a la situación.

Dio un paso al frente hasta ubicarse dentro del armazón y bajo el toroide, que efectivamente brillaba como el halo de un santo; acto seguido sintió un tremendo retortijón en el estómago, como si su merienda hubiera decidido quedarse en aquel desván del siglo XXI mientras él retrocedía hasta el...

Pero no pasó nada. Sólo sentía la fuerza de la máquina del tiempo, aunque no podía aprovecharla desde esa posición. Así que subió trabajosamente por la vieja escalerilla que había colocado para ayudarse. Apenas tardó una décima de segundo en decidirse.

Y saltó justo dentro del aro de luz.

"Rayos, ahora sé lo que siente un calcetín cuando le dan la vuelta", pensó, con los ojos y los dientes apretados, tratando de mantener dentro las dos porciones de pastel de chocolate que se había zampado en la cocina, en vistas al gran viaje.

Entonces quiso avanzar. Pero ya había completado el trayecto. Su pie chocó contra una piedra, golpeándola con fuerza suficiente para romperse la uña del dedo gordo. Una llamarada de dolor subió por su pierna y lo obligó a encogerse. Más dura será la caída.

—¡La puta madre! —exclamó, con escaso espíritu religioso.

Cayó de rodillas en el polvo. Con una fracción de su cerebro (la que seguía atentamente el desarrollo de los acontecimientos con frío razonamiento académico) dedujo que sus cálculos habían sido correctos. Teniendo en cuenta que los ejes espaciales del Universo eran absolutos e inamovibles, había tenido que establecer la posición exacta de la Tierra en su plano orbital con casi dos mil años de retraso. Y eso no era nada fácil. Mientras abría los ojos, cegados por la polvareda, se dijo que al menos no había ido a parar al vacío del espacio exterior, con la curvatura de la Tierra brillando a un par de cientos de kilómetros de distancia. Y ahogándose como un pez fuera del agua, puestos en eso.

Bien, el dónde y el cuándo parecían correctos, pero no había modo de estar seguro al cien por cien. El paisaje parecía el adecuado. Ahora que el viento había amainado y el polvo blancuzco se asentaba lentamente en el suelo (también sobre sus pies, y ¡ay, como dolía el dedo del demonio, con perdón de la blasfemia!) descubrió que no había rastro del mundo moderno, ni cables de alta tensión, antenas parabólicas, alambradas o puestos de control; estaba de rodillas en un patio de piso agrietado, y lo rodeaban casuchas de aspecto enclenque. Claro que no podía ir y preguntarle al primer lugareño que encontrase, para asegurarse.

Lo había intentado, pero no había sido capaz de aprender a hablar en arameo.

Sólo podía confiar en sus cálculos, así que dio por hecho que había aparecido en el momento y lugar adecuados. Si no... bueno, si se topaba con algún caballero de las cruzadas, sabría con seguridad que había errado el tiro.

Se incorporó y comenzó a caminar hacia donde supuso estaría el Gólgota.

Había estudiado todos los mapas que pudo, pero se fiaba más de sus recuerdos. Al poco de casarse, había llevado a su esposa a visitar los Santos Lugares y, curiosamente, parecía como si aquel viaje hubiera afinado su incredulidad, como un síndrome de Jerusalén a la inversa. La ciudad no había logrado impresionarla y, peor aún, se había mostrado poco dispuesta a dejar que él abandonara el cuarto. Y por aquel entonces, podía llegar a ser muy convincente. Así que mientras ella dormía, con el pelo revuelto sobre la almohada, Lucas volvió a salir, sin hacer ruido, y se perdió entre la multitud de las retorcidas callejuelas de Jerusalén, incluso a sabiendas de la bronca que le iban a echar al volver. Y es que el hombre devoto lo soporta todo. Hasta a su mujer.

Recordaba cada detalle de aquella visita. Este paisaje no era el mismo, claro, pero dos mil años tampoco son moco de pavo. Caminando despacio, tratando de no apoyar el dedo lastimado, Lucas se internó entre las endebles casuchas de adobe, tan cercanas unas a otras que no sabía si iba por la acera o por la calle... aunque claro, todavía no se habían inventado los automóviles, así que imaginó que las calles no eran necesarias. El cielo era más azul, el aire más puro, la gente más...

—Hey, un momento... ¿dónde está toda la gente? —murmuró entre dientes, rascándose la cabeza. Con todo el polvo que tenía encima, ahora sí que parecía un pordiosero—. ¿Cómo es que no se ve un alma?

Entonces los escuchó. Un arrastrar de gran cantidad de pies, justo al otro lado de la última fila de chozas, tan arracimadas que parecían formar una muralla. Y no sólo el ruido de pisadas llegó hasta él: ahora podía escuchar el relincho de los caballos, los golpes sordos de algo que caía al suelo con fuerza, las imprecaciones...

Lucas corrió hacia la última hilera de viviendas y asomó la cabeza.

No fue una buena idea. Una mano grande y velluda, como la de un simio, le aferró una oreja y tiró de él, como queriendo arrancársela de cuajo. Un rostro barbudo, que parecía moldeado a martillazos, le gritó un insulto (eso lo dedujo Lucas por el tono de voz, porque como dijimos antes, de arameo no entendía ni jota) y acto seguido, le puso un pie en el trasero y lo empujó hacia delante. Al menos no le dolió tanto como el tirón de oreja.

Lucas, trastabillando, se dio de morros contra una verdadera multitud.

Vaya, allí sí que estaban todos.

Algunos gritaban con indignación, otros señalaban, la mayoría reía o insultaba. Los hombres vestían túnicas sucias calcadas a la de Lucas (¡había acertado hasta en el modelo de las sandalias!); los niños iban en su mayoría desnudos o con harapos rotos; las mujeres estaban envueltas en trapos y tejidos que sólo dejaban al aire los ojos, para ver por dónde iban. Y todos se escabullían de los soldados, que los ahuyentaban a punta de lanza y patadas en el culo, como habían hecho con Lucas. Unos pocos soldados se erguían gallardamente en caballos con aspecto apenas menos hambriento que la multitud: gritaban y hacían perentorios gestos con las manos. A Lucas le recordaron los policías que salen en las películas, los que apartan a los curiosos de la escena de un crimen a la voz de "¡Largo de aquí, que no hay nada para ver" , mientras a sus espaldas el edificio continúa en llamas y los tipos se arrojan de la terraza como desde un trampolín.

Ahora sabía en qué dirección debía ir. Al menos eso pensó. Lucas aferró bien fuerte su zurrón (el bulto anguloso de la Polaroid seguía allí, gracias a Dios) y se internó en la corriente humana, un poco agachado, para que los soldados no pudieran verlo.

Tenía que apurarse. No debían haber transcurrido ni dos minutos desde su llegada, pero el tiempo corría en contra. Y no sólo porque muy pronto la paradoja se recompondría y el Universo regresaría a Lucas a su tiempo con una patada tan poco amable como la del soldado, sino porque además su mujer no tardaría en volver de la peluquería.

"Caramba, y lo peor de todo es que todavía faltan dos mil años para eso."

Se dejó arrastrar por la multitud. Era lo más fácil y toda aquella gente sólo podía dirigirse hacia un lugar. Aunque, pensó Lucas, era curioso, porque iban justo en dirección contraria... Habría jurado que la Crucifixión sería por allí, en la colina...

Por fin, la multitud se detuvo, expectante, y Lucas se arriesgó a asomar la cabeza, sólo un poco, para ver mejor. Parecía que los soldados ya no querían inmiscuirse, estaban algo apartados pero miraban con la misma atención reconcentrada que Lucas solía asociar con la de los hinchas de fútbol, cuando el jugador se dispone a patear un penal decisivo. Y ahora que se fijaba mejor, todo el mundo tenía la misma expresión.

Se diría que buscaban espectáculo.

Horrorizado, Lucas se dio la vuelta para estudiar los rostros. Había esperado otra cosa, más caras de pena, quizá, cierto recogimiento ante el instante decisivo de la Historia. Comenzó a avanzar a codazos, casi arrastrándose, murmurando disculpas en un idioma que tardaría siglos en inventarse. Desde atrás sería imposible lograr un buen encuadre. Tras muchos esfuerzos, alcanzó la primera fila.

Una lapidación.

"Dios mío, pero si es una lapidación..."

¿Dónde demonios estaba Cristo?

La multitud que antes parecía una masa informe, cuando Lucas bregaba por salir de ella, en realidad estaba dispuesta en semicírculo alrededor de la mujer. Ésta se acurrucaba en el suelo, con el pelo tapándole la cara, temblando. Seguramente porque sabía lo que le esperaba.

Los más impacientes ya empezaban a acaparar las mejores piedras.

No hay palabras para describir lo que sintió Lucas. Compasión por la mujer, eso sí, incluso por un brevísimo momento se planteó hacer todo eso de la raya en el suelo y lo de "el que esté libre de pecado" , etc., etc. Pero realmente no tenía tiempo. Y sobre todo, él no era Jesús. Seguramente no tendría mucho éxito con el sermón.

Lucas se santiguó y rezó en silencio por el alma inmortal de aquella pobre pecadora. Luego se escaqueó por un lateral, tomando la precaución de hacerlo mirando al suelo, como si fuera buscando un pedrusco de buen tamaño. Cuando se sintió a salvo, echó a correr. A correr como un condenado.

Un par de perros famélicos, de costillas salientes y pelo cubierto de costras, salieron tras él, ladrando y lanzándole mordiscos a los tobillos. Lucas no se acobardó.

Se había dejado llevar por la multitud, pero no volvería a cometer el mismo error... sabía adónde tenía que dirigirse, sabía del poco tiempo que le quedaba, y por eso, en cuanto dejó atrás las últimas chozas y tuvo la colina por fin a la vista, increíblemente vacía de mirones, metió la mano en el zurrón y, sin dejar de correr (incluso acelerando un poquito porque los perros estaban por alcanzarlo) comenzó a sacar la máquina fotográfica.

¡Sí, allí estaban! ¡Justo enfrente! ¡Las tres cruces, en la cima de la colina, recortadas contra el límpido cielo azul como una postal navideña! Bueno, navideña no, pero al menos de Semana Santa. Las de los lados no importaban, al fin y al cabo eran sólo ladrones, pero en la del centro, oh Dios, en la del centro...

... su sandalia fue a dar contra el centro de un guijarro, que asomaba del suelo como un diente careado. Tuvo la suerte adicional de golpearse justo en el pulgar herido. No alcanzó ni a gritar. Con los dientes apretados por el dolor, salió despedido hacia delante, los brazos abiertos en cruz como en fervoroso saludo. Su mano derecha se abrió y la Polaroid One600 Classic, aún en su funda protectora, giró en el aire describiendo una parábola perfecta. Claro que cuando se estrellara contra el piso de muy poco le serviría la funda protectora.

Lucas se desplomó lentamente, o al menos así le pareció. Durante todo el tiempo siguió con la mirada la trayectoria de la cámara (la Polaroid subía y subía, rotando sobre su eje, nunca terminaba de subir, como si se desplazara en cámara lenta... un juego de palabras bastante evidente pero poco apropiado porque la cámara se acercaba muy rápido a su cita con el suelo), incluso siguió viéndola detenerse en el punto más alto de la curva y comenzar a caer, girando despacio con la cima de la colina al fondo, las cruces erguidas a poco más de diez metros y el cielo más allá, un cielo que se oscurecía repentinamente porque la súbita luna estaba eclipsando el sol. Y gozó de tan grandioso espectáculo mientras su barbilla golpeaba con un sonoro ¡crack! contra el piso y el primero de los perros encontraba la oportunidad de hincarle el diente en el trasero, en el glúteo derecho para ser exactos. Caray, iba a regresar al siglo XXI con unas cuantas cicatrices de guerra.

Cuando la Polaroid ya estaba a punto de pasar a la historia (un par de milenios antes de entrar en ella, a decir verdad), el segundo perro ejecutó un salto más que elegante y la atrapó entre los dientes. Luego se acercó trotando alegremente, moviendo la cola, y la depositó con sumo cuidado sobre la palma abierta de Lucas.

—Mmpf... mmpf... —dijo Lucas, con la dicción un tanto dificultosa porque la mandíbula ya se le había hinchado hasta el doble de su tamaño normal—. Mm-pfffff...

Milagro. Vaya si lo era. Un auténtico milagro. "Que después me vengan a hablar de los Panes y los Peces y lo del Agua en Vino...", se dijo, incorporándose despacio y pensando que los mejores prodigios son siempre gastronómicos (empezaba a tener hambre). El primer perro, que seguía prendido a su parte posterior, se soltó por fin con un criiiic... arrancó un buen pedazo de arpillera y bajó la colina en dirección a las chozas. Sintiendo cómo soplaba la brisa (y por dónde lo hacía), Lucas advirtió que lo habían dejado con el trasero al aire. Pero ni siquiera eso lo acobardaría; sacó una chocolatina del zurrón —se aseguró primero de quitar el envoltorio; tendría problemas si alguien se lo encontraba fosilizado en alguna excavación— y se la arrojó al perro que había salvado la Polaroid. Le palmeó la cabeza y el chucho se fue feliz con la tableta de chocolate asomada del hocico, como un trofeo.

—Mpf —sonrió Lucas, encarándose finalmente a la Cruz.

Por momentos oscurecía más y más. Alzó la vista: la luna ya casi había ocultado la mitad del sol, y el astro se le antojó a Lucas el ojo cómplice de Dios, guiñándole su conformidad con la gran acción que estaba a punto de llevar a cabo.

En los Evangelios los Santos ponían que la tierra se había oscurecido durante la Pasión, y que así había seguido hasta el final. Lucas siempre había sospechado de la existencia del eclipse, y allí estaba, efectivamente. "Menos mal que le instalé el flash", pensó, felicitándose por su previsión.

Se acercó. En lugar de los miles de fieles llorosos que había imaginado, sobre la falda de la colina no había ni diez personas, sin contar a los soldados, que remoloneaban aburridos y algo apartados, con cara de haber presenciado ya muchas veces el mismo espectáculo. Y esas tres mujeres al pie de la Cruz tenían que ser... Pero no tenía tiempo. Sólo la suerte y alguna increíble casualidad cósmica habían hecho posible que no hubiera regresado ya a su dónde y a su cuándo. Tenía tiempo para una tomar una foto, a lo sumo. Nada más.

No había dado ni cinco pasos cuando sintió que le abandonaban las fuerzas. Se creía incapaz de llevar a cabo su tarea; todos sus desvelos durante largos años de trabajo no contaban nada frente al hecho desnudo: no se atrevía a alzar la vista y mirarLe a la cara.

No era lo suficientemente digno para contemplar Ese Rostro.

De todos modos siguió avanzando con la mirada baja; era lo menos que podía hacer, ya que había llegado hasta allí.


Ilustración: Valeria Uccelli

Porque no se atrevía a mirarle al rostro, pero sí se sentía capaz de mirar una fotografía.

Cuando llegó a una distancia prudencial, Lucas alzó la cámara y, sin enfocar ni nada, disparó una sola vez. Bajo ese cielo cada vez más negro, casi nocturno, el flash fue un relámpago silencioso. Puede que se sintiera afortunado. Realmente tendría suerte si salía algo en aquella foto, disparada sin mirar hacia el lugar donde suponía que se encontraba el Salvador.

La cámara hizo un ruidito muy curioso y escupió el film todavía en blanco. Lucas tuvo buen cuidado de sostenerlo mientras salía. Sólo faltaba que terminase en el suelo y se estropeara o, Dios no lo quisiera, volviera el perro de los mordiscos y se la llevara como se llevó su pedazo de túnica.

Después de tomar la foto, Lucas Angelone hizo la señal de la cruz y se puso de rodillas, con la intención de rezarse un padrenuestro... fue entonces cuando advirtió que ni la señal de la cruz ni los padrenuestros debían haberse inventado todavía. ¿Estaría cayendo en una blasfemia? O peor aún (reparando en las miradas intrigadas que le echaban las tres mujeres a pocos pasos de distancia) ¿no sería que acababa de inventarlos? La cuestión no dejaba de tener cierta importancia... optó por no preocuparse más de lo que estaba. Inquieto, miró por sobre su hombro en dirección a los soldados, quienes por suerte no le prestaban atención, y comenzó a orar; creía tener tiempo hasta que se formara la imagen. Terminaba de unir las manos en gesto de oración —con la foto bien sujeta entre ellas, claro, por una de las esquinas— cuando el mundo desapareció y Lucas se sintió caer.

El Universo, ese gran perro negro, había comenzado a rascarse las pulgas.

Durante lo que le pareció una eternidad —en realidad no fueron más que un par de instantes—, Lucas atravesó el tiempo y el espacio, mientras terminaba de cruzar el hueco del toroide gravitatorio, con los ojos muy apretados, sosteniendo la foto como si le fuera la vida en ello y sin dejar de rezar. Había una posibilidad bastante pequeña de que saliera con bien de todo aquello.

Antes de darse cuenta, como si estuviera en el mejor de los mundos posibles, Lucas aterrizó en su desván. Pero resultó que no era el mejor de los mundos, al fin y al cabo, porque lo primero que tomó tierra fue su maltratado trasero, que seguía al aire y con las marcas de los dientes de un perro que llevaba veinte siglos convertido en polvo. Pero todavía dolía. Y el choque logró que doliera aún más.

No había transcurrido más de un minuto desde que había tomado la foto. El cuadro de la imagen empezaba a formar una silueta borrosa en la que Lucas creyó adivinar una cara.

—¡Mpf! —exclamó, en el colmo del éxtasis.


El éxtasis le duró poco. La máquina del tiempo, cumplido su cometido, comenzó a aumentar de temperatura y desmantelarse con gran estrépito; las grapas se soltaron, las cintas aislantes se despegaron y los chicles hicieron globos por el brusco aumento de la energía calórica disipada; explotaron con unos ¡plop! que sonaron como pistoletazos de bajo calibre, rociando sustancia rosada por las cuatro paredes. Los armazones de aluminio, las carcasas de los televisores, los circuitos electrónicos robados a tantas radios y microondas, incluso el soporte del toroide gravitatorio, una estructura de inmaculada factura de titanio sobre la que se había enroscado la singularidad... todo se vino abajo, con tanta mala suerte que el toroide (unos veinte kilos de metal, algo deformado por la tensión, pero todavía contundente) golpeó a Lucas en la nuca. De refilón, porque si le llegaba a dar de lleno lo mataba en el acto.

Se fue de bruces, una vez más. Cayó sobre el zurrón, del que surgió el lamentable crujido de la Polaroid al romperse contra sus costillas. La instantánea voló de su mano y se deslizó graciosamente por el suelo entablado, hasta detenerse junto a una pata de la mesa. Lucas apenas distinguió el contorno del Rostro... perfectamente encuadrado en medio del film, como una foto carné. Sí, iba a ser un retrato cojonudo. El tiempo de revelado estaba a punto de cumplirse.

Abajo sonó la puerta de calle.

—¿Lucas, querido? ¿Qué significa ese escándalo?

¡Era su esposa! ¡La maldita había vuelto demasiado pronto! Lucas se incorporó a toda marcha, chocando contra los escombros de la máquina. Enviar un creyente al siglo primero consumía mucha energía. Se había ido la luz pero aún así miró el reloj por puro reflejo: por lo general su mujer perdía toda la tarde en la peluquería. ¿Por qué había tenido que adelantarse justo ese día?

Pese al intenso dolor de la mandíbula (eso sin tener en cuenta el del resto del cuerpo), Lucas abrió la boca y soltó un terrible juramento:

—¡Mpf!

—¿Lucas? ¿Otra vez en ese condenado desván con tus estupideces de siempre? —La voz venía subiendo las escaleras—. Ya no se te puede dejar solo ni un segundo.

Pasó la túnica por encima de su cabeza, se quitó ambas sandalias de sendas patadas sin atreverse a mirar el pulgar herido, y, en calzoncillos antes blancos pero ahora grises por el polvo del Gólgota (y agujereados por detrás), corrió a la silla del rincón. Sobre el respaldo estaba colgado su guardapolvo. Con el laboratorio a oscuras, era más fácil decirlo que hacerlo.

—Hubo un apagón, querido. En todo el barrio. ¿Puedes creerlo? La corriente viene y se va cuando le da la gana. —Por el sonido de la voz, Lucas dedujo que ella debía estar en el pasillo—. Pero parece que ahora sí se fue de verdad. Dejaron de funcionar las secadoras de pelo y tuve que volver antes. Menos mal que no habían empezado a trabajar en mi peinado, que si no me quedo toda la tarde sentada allí como una tarada.

"¡Pues te hubieras quedado!", pensó Lucas, tanteando para encontrar el guardapolvo. Allí mismo, en el respaldo de la silla, estaba pegado un nuevo post-it, que se le había pasado por alto. Lo apartó; por suerte, su esposa nunca había llegado a dominar el Braille. Se puso a ciegas el guardapolvo, pensando cómo iba a explicar la presencia de la túnica, las sandalias y...

La puerta se abrió, con tanta fuerza que golpeó contra la pared. La silla bajo el picaporte, por supuesto, no había servido para nada.

Su esposa, un fantasma pálido a la luz de la vela, le miró con disgusto. Sí, se había puesto a tiempo el guardapolvo, pero sus piernas delgadas y peludas asomaban por debajo, llenas de rasguños y del poso de la historia que, a los ojos de su mujer, debía ser suciedad común y corriente. El desván se había convertido en zona catastrófica y eso que los rincones más perjudicados por la explosión quedaban piadosamente a oscuras.

Ella no dijo nada, pero su silencio quedaba adecuadamente puntuado por las gotas de cera que caían de la vela. Plop. Plop. Plop. Lo peor es que parte de esa cera hirviente pasaba por su mano derecha en su veloz camino hacia el suelo de madera. Tenía que estar abrasándola. Y ella no se quejaba.

Un millón de excusas cruzaron por la maltratada cabeza de Lucas Angelone, pero en lugar de decir algo (tampoco hubiera podido, de todas formas, con lo que le dolía la boca), se quedó quieto, como si en lugar de la luz de una vela, lo que le alumbraba fuesen los faros de un camión enorme. Y él fuera un roedor perdido y atontado en medio de la carretera.

Ella respiró muy hondo y muy despacio y entró en la habitación, mirando los destrozos.

—Bien, al final lo hiciste, ¿no? —"Lo sabe, maldición", pensó Lucas, "lo sabe todo: el viaje, la foto, el..." —. Al final enchufaste la maldita máquina y explotó, ¿verdad?

Lucas suspiró aliviado. Su secreto estaba a salvo de momento, hasta que llegara la oportunidad de mostrarle a su mujer Aquel Rostro Divino. Ella lo vería, en una pequeña polaroid, cierto, pero no podría menos que asombrarse y caer al suelo, convencida como Pablo en el camino de Damasco, porque Esa Cara no te deja indiferente. Su esposa comprendería al fin y todo sería como al principio, rezarían juntos, le acompañaría a la Iglesia y...

—Pero no reventaste sólo tu maldito desván —siguió ella—, has tenido que dejar sin luz a todo el barrio.

Avanzó, señalando acusadora los restos del desastre, contemplando las heridas de su marido con los labios apretados hasta casi desaparecer.

—Qué sea la última vez. ¿Está claro? La última. Pedazo de estúpido sin seso... Te podrías haber matado. ¿Lo sabes, verdad? —Lucas lo sabía, claro que sí—. Grandísimo idiota... Todavía soy joven para quedarme viuda.

Lucas Angelone se desplomó. Quedó en el suelo de rodillas, agradeciendo su suerte. Ella tenía razón, seguía vivo, había escapado del Universo y sus leyes y tenía la foto...

¡La foto!

Lucas vio horrorizado cómo su esposa, que estaba a punto de salir del desván, se detenía junto a la maltrecha mesa. Vio cómo ella se agachaba, con cuidado de no acercar la vela a los volantes del tapete, y cómo recogía la pequeña foto, que a esas alturas debía estar totalmente revelada... y cómo ella le echaba apenas una mirada cargada de desdén.

—¿Qué te tengo dicho de las estampitas?

Y le prendió fuego.


Raquel Froilán y Fabio Ferreras son lo suficientemente conocidos por los lectores de Axxón como para que por una vez me saltee sin culpa los datos biográficos y bibliográficos de rigor. Pero quiero detenerme en algo que en los últimos tiempos ha formado parte de muchos intercambios privados y ya es hora de hacer público: se está creando una poderosa red de intercambio entre escritores que da como resultado un creciente número de relatos escritos a cuatro manos. Y los que recorran este número de Axxón verán que éste no es el único ejemplo.


Axxón 157 - diciembre de 2005
Cuento de autora europea y autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Viajes en el tiempo: Española: España: Argentina: Argentino).