AJOLOTE

Santiago Oviedo

Argentina

I

Ahí estaba. Algo más que una pieza de ajedrez. Algo más que una piedra en una partida de go. Era una ficha en un juego de backgammon; una bola de pool. Los dados podían dar una sorpresa; un nudo en el tablero de la mesa podía modificar de manera imperceptible la superficie del paño y cambiar la posición de la jugada.

Era una tarde húmeda y sofocante. Más que de costumbre. La gente vestía las largas y ligeras túnicas con las que se protegía de los rayos ultravioletas sin sufrir el calor en exceso. La mayoría era lo único que llevaba, junto con las sandalias abiertas. Ya casi nadie usaba las incómodas máscaras. El rebozo y la capucha de los mantos resultaban suficientes para conservar la ilusión de mantener la propagación de la plaga dentro de niveles aceptables.

Una luz crepuscular, difusa y ubicua, iluminaba el ambiente como en el instante en que la vigilia se funde con el sueño. Percepciones conscientes se mezclaban con imágenes oníricas. La multitud, un tropel de insectos anónimos, corpúsculos de materia que se desplazaban cuánticamente a través de la entropía.

Ese día el río llegaba hasta lo que antes había sido la calle Esmeralda. En algunos sitios —según la pendiente— avanzaba o retrocedía, dibujando ensenadas y penínsulas. Con el paso del tiempo, alguno de los edificios que habían quedado atrás —por lo general los más viejos, que en algún momento habían sido declarados lugares históricos, de interés turístico o cultural— se desplomaba ante el inexorable desgaste producido por las aguas. Las ruinas grises creaban lagunas y atolones, generando un complejo sistema de corrientes y contracorrientes que modificaba constantemente el paisaje.

El Obelisco se alzaba como un faro ciego y abandonado que se resistiera a dejar de capear las peores tormentas. Mientras tanto, del otro lado de la precaria seguridad de la 9 de Julio, la vida urbana trataba de mantener un viso de normalidad.

En una esquina, una mendiga decrépita pedía limosna mientras jóvenes ejecutivos se movían cual perros cimarrones sin guía y veteranos hombres de negocios caminaban como si a cada paso el suelo pudiera ceder bajo sus pies, con el temor o la certeza de que cualquiera de la manada de lobos podía disputarles el puesto. Los empleados y los obreros eran rebaños de ovejas sin rumbo, cada uno aguardando la oportunidad para convertirse en comadreja. Las amas de casa se preocupaban sólo por las compras del día, el turno en el gimnasio y pecados mezquinos, mientras sus hijos estaban listos para ser víctimas de un sacrificio, convertirse en carne de cañón o aprender a ser peores de lo que cualquiera lo había sido hasta ese momento.

Suspiró. Le costaba anonadarse, llegar al estupor. El primer síntoma. El cerebro cada vez más rápido, más alerta.

Tal vez fuera por eso que se dio cuenta de la situación. La vio aparecer en la multitud —otra figura anónima y embozada— y algo le llamó la atención. El resto del mundo desapareció. Todo se redujo a una sensación al verla pasar, como si detrás de ella quedara un vacío doloroso, compuesto por todo lo importante que cualquiera hubiera perdido o pudiera llegar a perder.

No dejó de mirarla. Ignoró las señales, los mensajes del instinto —no hubiera podido hacer otra cosa—, y dejó que se fuera entrelazando un telaraña invisible. Era imposible escapar. Él estaba ahí. Como cualquier otro día, como todos los días. Observando. Viendo lo que pasaba en la calle. Esperando quién sabe qué. Quizá lo que tenía que suceder.

Ella llegó sin saber lo que podía pasar. O tal vez sí.

Mientras tanto, a mí me tocó presenciarlo. Supe que nada volvería a ser igual. Hubiera preferido estar en cualquier otro lugar; en cualquier otro momento. Pero yo tampoco podía elegir.

Todas las piezas estaban sobre el tablero. Ahora —como siempre— empezaban a moverse por voluntad propia o empujadas por manos que nadie conocía.


II

Cuando se inclinó para hablar con la anciana la túnica se le abrió fugazmente. Con un movimiento rápido se acomodó la vestimenta, pero él ya había visto bastante. De inmediato —otra vez la enfermedad— se dio cuenta de lo que pasaba, de lo que podía pasar. Habían sido años y conocía esa parte del mundo y a sus habitantes tan bien como podía conocerse él mismo, aunque siempre podía haber una sorpresa. De uno u otro lado.

Esta vez le tocó sorprenderse a él. Cuando vio hacia dónde la enviaba la pordiosera, se dijo que no le importaba, que no era su problema. No tenía nada que ver con eso. Ya tenía bastante con lo suyo, trató de convencerse.

Apuró el trago, se dirigió hacia la puerta y la siguió. Detrás salí yo, tratando de pasar inadvertido. Se acercó a la mendiga y —casi sin mirarla— le formuló la pregunta que tenía que hacerle, aunque la respuesta quizá no sirviera para nada.

—¿Por qué lo hiciste, Vieja?

La mujer seguía sentada en la ochava, mirando sin ver, con un ojo velado por cataratas, sin prestar atención a nada; viendo todo, sabiendo lo que había que decir, diciendo lo que había que saber. Como siempre, lo mejor era no tener idea de eso y era una suerte que estuviera lo suficientemente desquiciada como para que no se pudiera dar a entender con claridad.

—Ella quiere ir a un lugar al que no tendría que llegar, pero va a llegar a otro al que no hubiera querido ir.

—¿Por qué lo hiciste, Vieja? —insistió algo exasperado.

La anciana lo miró fijamente con el ojo ciego, en un gesto poco frecuente. En su rostro había un gesto indefinible. Desafiante. —¿Tenés miedo de saberlo? ¿Tenés de miedo de averiguarlo? Yo sólo te puedo dar la última respuesta, cuando ya todo esté hecho.

Se echó a caminar. Contestó por encima del hombro, más para él que para ella: —El miedo sería mi última respuesta.

Un par de veces estuvo a punto de perderla. Después de todo, el alcohol había producido algo de efecto. Al pretender dejar atrás a un grupo de "vacíos" que erraba sin rumbo, se metió en medio de una discusión entre dos columnas de manifestantes. Los que defendían los derechos de las víctimas de la epidemia intercambiaban puntos de vista —a la antigua usanza— con los que propugnaban su exclusión de la sociedad. Los carros hidrantes trataban abúlicamente de apaciguar los ánimos; el líquido que arrojaban era un fugaz alivio para la canícula, aun cuando los rociados supieran que luego deberían padecer un molesto escozor.

Esquivó el tumulto y al dar un rodeo tuvo que vadear una zona inundada hasta la altura de los tobillos, donde fermentaba una resaca oleosa. La había perdido de vista, pero sabía qué camino había tomado y hacia dónde iba. No le preocupó mojarse un poco los pies. Tenía que atender cuestiones más importantes.

Por mi parte, había decidido que era más fácil seguirla a ella. Después de todo, sabía que él la iba a encontrar y así fue. Peligrosamente cerca del sitio, sin embargo.

Trotó hacia ella tratando de parecer natural y la tomó de la mano. Sintió cómo se ponía tensa.

—Disimulá —susurró él mientras miraba a un costado.

Siguieron caminando. No sentir miedo, se dijo. Se había arriesgado pero, por suerte, ella había respondido adecuadamente. Sin miedo, se repitió. Caminaban sin mirarse, tomados de la mano. Un tanto tensos. Alejar el miedo, pensó. Al pasar frente al lugar, los Ojos sólo vieron una pareja que atravesaba una típica discusión. Juntos y distanciados; solos en su soledad compartida. El que vigilaba el monitoreo de las cámaras bostezó una vez más, aguardando el cambio de turno.

Cuando dejaron atrás el peligro, él le soltó la mano. Ella giró y lo miró directamente por primera vez. Largas pestañas le velaban los ojos; la mirada lo interrogaba.

Tuve que esforzarme para seguirlos sin ser advertido, pero pude llegar para escuchar la primera conversación.

—No te convenía ir a donde te envió la mendiga —le dijo él—. Los de Sanidad lo vigilan.

—¿Y qué te hace pensar que tengo algo que ver con ellos? —le preguntó ella. Su mirada se había vuelto dura, pero también había una sombra de curiosidad.

Él sonrió. Era casi imposible darse cuenta de eso con el rebozo y los anteojos oscuros. Esperó un momento antes de responderle. —Te vi el parche.


III

El sida y la gripe aviar habían sido simples resfríos con respecto a las enfermedades que vinieron después. El síndrome disociativo somático-neuronal, finalmente, llegó a los niveles de la antigua peste negra. Era de rápida propagación y no se había determinado el agente de transmisión. Aparentemente no se contagiaba por vía respiratoria o cutánea, ni por contacto sexual. Lo único cierto era que, una vez ingresado al organismo del huésped, el virus lo infectaba y quedaba latente hasta que el portador sano sufría alguna emoción intensa y los priones comenzaban a afectar la actividad encefálica.

Una vez desencadenado, el proceso era irreversible: hipersensibilización de la actividad cerebral y de las capacidades cognitivas, con una progresiva pérdida de la interacción de la mente con el resto del organismo. Los "vacíos" eran cerebros privilegiados encerrados en cuerpos gobernados por el sistema límbico.

Como en los casos de muchas enfermedades, resultó evidente que un grupo presentaba cierto grado de inmunidad. Los alérgicos eran más resistentes a la infección y en un primer momento fueron el Santo Grial de los ingenieros genéticos. Se les estudió meticulosamente el ADN para hallar qué los hacía diferentes y para tratar de imitarlos.

Lamentablemente, el motivo se descubrió.

Cuando se determinó cuál era la secuencia salvadora, fue imposible no relacionarla con otros datos. En Marte, las sondas finalmente habían encontrado rastros de aminoácidos primigenios y restos de vida fósiles; las de los mares de Europa habían llegado más allá y habían descubierto los "gusanos de hielo", la primera especie viva fuera de la Tierra. Por supuesto, en todos los casos había información genética coincidente.

La gran cantidad de infectados y la sensación de impotencia hizo que poco a poco fueran saliendo a la luz comentarios perturbadores. Todo era fruto de la desesperación. Los gobiernos y los laboratorios necesitaban un chivo expiatorio que alejara la atención de ellos ante su inoperancia y comenzaron a surgir grupos que avivaron en la opinión pública los temores irracionales que siempre subyacen en la masa anónima. A nivel mundial se promulgaron las Leyes de Sanidad Civil, y los que presentaban cuadros alérgicos comenzaron a ser paulatinamente discriminados; luego muchos fueron internados y —en la mayoría de los lugares— perseguidos. En algunos sitios se repitieron los viejos crímenes que acompañaron la historia de la humanidad desde Caín y Abel.

La mayor parte, sin embargo, se emboscó en zonas apartadas. De tanto en tanto unos pocos volvían a los grandes centros urbanos, por algún motivo en particular, pero dependían para su seguridad de los parches de antihistamínicos. Un estornudo o una rinitis, un exceso de imnunoglobulina E, podían llegar a ser fatales.

—Soy Hernán. Portador asintomático —le dijo casi de inmediato.

Ella le tendría que haber preguntado por qué lo hacía. Si era para buscar una recompensa de la Agencia de Sanidad. Si era por algo a cambio de su silencio. Pero una presentación tan directa la descolocó; era el momento de echar las cartas sobre la mesa.

—Selma —dijo—. Bióloga molecular.

Los dos se estudiaron un momento en silencio.

—Evidentemente, estás buscando un enlace anónimo —siguió él—. Ese "cíber" es uno desde donde se lo puede hacer, pero también es conocido por las autoridades y está vigilado.

Se echó a caminar y ella lo acompañó. No era muy conveniente quedarse detenidos demasiado tiempo. Las cámaras vigilaban.

—Te propongo esto una sola vez y hacé lo que mejor te parezca —le dijo—. En mi casa te puedo conseguir un acceso clandestino. No te puedo dar ninguna garantía. Vos no me podés garantizar que no seas parte de una trampa. Así que no pienso insistir.

Ella lo tomó del brazo y se acomodó a su paso. —Dejá. Está bien —dijo—. Me parece que podemos jugarnos.

Otra cámara los enfocó durante el trayecto hasta el edificio donde tenía su departamento. El vigilador los reconoció y sonrió aburrido. "Hicieron las paces y ahí van a reconciliarse", se dijo.

Yo los seguía.

—¿Me vas a contar quién sos? —le preguntó ella.

—¿Tenés tiempo para una historia larga e irrelevante?

—A más tardar, me tengo que ir el lunes.

—Entonces mejor no. Un fin de semana es demasiado poco.


IV

Cuando me pude introducir en su departamento ya se habían puesto cómodos. Por las normas de limitación al consumo de energía, pese a la refrigeración, el ambiente era casi tan pesado como afuera. Él le había prestado una remera larga. Ella tenía una cabellera renegrida como el caparazón de un escarabajo y sus ojos eran chispeantes. En su boca parecía aletear permanentemente una sonrisa. Se la veía llena de vida. Él, por su parte, se vestía sólo con un pantalón corto. Su mirada era melancólica, pero tenía una expresión serena. Parecía como si la decadencia que lo rodeaba no le hiciera mella; como si todo le resultara conocido.

—¿Sabés? En esto hay una especie de magia —decía mientras escribía—. En última instancia, un acceso ilegal encubierto no deja de ser un programa bien escrito, pero cada cual tiene su técnica, que se parece mucho al arte. Un conocido mío lo hacía traduciéndolo a fractales; todo un diseño repetido una y otra vez de menor a mayor. Por mi parte, empleo viejos poemas célticos escritos con una variación de los caracteres oghamdel alfabeto Beth-Luis-Nion.

En la pantalla, "Gran playa del mar fértil. / Fértiles montañas trepadas. / Trepados bosques por la niebla. / Niebla de las cascadas. / Cascadas de lagos en la bahía. / Bahías de los pozos de la colina" se transformaba en un código de barras, por la tipografía modificada, que ocultaba el ingreso clandestino a la Red con un entrelazo de intercambio de pornografía, falsas intrusiones y mensajes instantáneos anodinos.

—¿Qué querés encontrar? —le preguntó mientras le dejaba el lugar en la unidad de trabajo y se calentaba un par de raciones de comida.

—Lo que haya disponible de Octavio Bermúdez, el exobiólogo. Compartía información con nosotros y vine a verlo porque dijo que había descubierto algo importante. Pero cuando llegué ya era un "vacío" . Por eso busqué a la mendiga. Espero que haya dejado alguna información oculta antes de llegar al pico del síndrome.

La noche apenas se había cerrado cuando terminaron de comer y ella encontró algo. Evidentemente, ante el avance de su mal, el científico se había preocupado por dejar disponible la información con la que contaba, ocultándola en la confusión del ciberespacio. Él le ayudó a descargar los archivos y le sugirió que los analizara.

—Yo me acuesto temprano, Selma. Es parte de la enfermedad. Pero vos seguí; a mí no me molesta. Si querés algo más para tomar o para comer, servite lo que quieras. Si en algún momento querés descansar, ahí tenés la cama; yo me quedo en este sillón.

—Dejá —contestó ella—. Usala vos. No creo que pueda dormir y a vos te conviene estar más cómodo que a mí.

Después de una breve discusión, él fue a la cama. —Eso sí —le dijo él en un tono ominoso—, te advierto que ronco. Y no admito quejas.

Ella le sonrió y él la imitó. —Que descanses —le dijo ella.

—Mañana te ayudo con eso —contestó él.

Me escabullí para atender mis asuntos. Por el momento no pasaría nada importante. Afuera la noche cálida y densa se presentaba como cualquier otra. La basura se descomponía en las esquinas. Algunos "vacíos" deambulaban solos o en grupos. De tanto en tanto, se producía alguna trifulca entre los ocasionales transeúntes. El calor soporífero y casi constante aumentaba la irascibilidad de las personas. Para algunos aquello era demasiado. El cambio climático; la epidemia; los problemas energéticos. El estado general de anomia parecía irreversible.

Acaso lo peor fuera la sensación de vacío, de no pertenencia. A grandes rasgos, los centros urbanos estaban poblados por grandes masas solitarias de individuos temerosos de un contacto que los pudiera contagiar, pero que anhelaban estar cerca los unos de los otros. Complejo de pollos de incubadora. Por otro lado, los poderosos se refugiaban en las afueras en sus barrios cerrados, temerosos en la seguridad de su inseguridad. Todos, en conjunto, continuaban representando la parodia de una normalidad que sabían inexistente. Cualquiera podía quedar infectado; cualquiera podía contraer un cáncer de piel; cualquiera podía ser víctima de un acto de violencia irracional e inmotivado. Más allá, por último, las colonias de alérgicos segregados y prófugos repetían la historia —como cualquier humano— en sus poblados ocultos en bosques y montañas.

Mientras tanto, sólo medraban las jaurías de perros salvajes y las ratas. Un súbito chaparrón mojó apenas las calles de la ciudad. Cuando saliera el sol y se levantara la humedad, el día sería casi insoportable.


V

Al amanecer volví al monoambiente. Selma dormía junto a Hernán. Él se despertó y la descubrió a su lado. Se levantó con cuidado y preparó el desayuno para los dos.

Poco después, ella también se despertó. —Espero no haberte molestado —dijo—. Me sentí muy cansada y no daba más.

—No hay problema —contestó él, mientras se acercaba con el termo—. Espero que te gusten amargos.

—Dejá. Me encantan.

Sorbió el mate y se lo devolvió. Lo miró con preocupación. —Creo que tendría que haber dormido en el sofá —dijo como al pasar.

—Está bien, te dije. No te preocupes. No pasa nada.

Ella se mordisqueó el labio inferior. —¿Hace mucho que estás infectado?

—Unos diez años —respondió Hernán mientras cebaba.

—¿Cómo hacés para aguantar?

Él sonrió levemente. —En realidad, no lo aguanto. Un alarde de la tecnología médica. —La sonrisa se volvió amarga.— Una vez cada tanto voy a una clínica especializada y me someto a una estimulación de baja intensidad de los centros cerebrales del placer con monitoreo.

—Debe ser mortificante —dijo ella.

Se recostó en la silla. Trató de encontrar las frases más adecuadas. —Lo es —contestó—. Pero es mucho mejor y más seguro que ir a las tiendas de placer virtual interactivo. Muchos de los que lo hacen por no poder costear el tratamiento terminaron mal, "vacíos". Pero anoche te dije que te iba a ayudar. En cuanto quieras, seguimos trabajando. Ahora contame qué descubriste.

—Que es verdad que roncás —se rió ella.

—No digas que no te avisé —la acompañó.

La información que el exobiólogo había dejado encriptada en los recovecos de la Red era enigmática. Parecía una mezcla de datos técnicos, fragmentos de poemas y anotaciones personales.

Estuvieron toda la mañana ocupados en expurgar lo importante de lo superfluo. Trabajaron frente a frente en la unidad de trabajo, viéndose a través de los caracteres, de las animaciones y de los gráficos que se dibujaban estremecidos en el espacio que los separaba. Ella hacía que las cuestiones de biología quedaran reducidas a un ejercicio de lógica; él rastreaba datos ocultos detrás de información a primera vista intrascendente. Poco a poco, el rompecabezas fue tomando forma. Para Bermúdez, las coincidencias genéticas entre los alérgicos de la Tierra y los organismos extraplanetarios no era casual, sino producto de la panspermia, de esporas llegadas del espacio exterior.

La pandemia, el desajuste climático y los cada vez más frecuentes desastres naturales, a su vez, eran consecuencia de la hipótesis de Gaia. El planeta —según el exobiólogo— era un organismo vivo que estaba buscando eliminar aquello que lo estaba afectando, así como la fiebre es el resultado de la lucha de un organismo que está generando anticuerpos.

Las implicancias de todo eso eran peligrosas. Lo que menos necesitaban los rumores era una explicación que tuviera una apariencia científica. No era difícil imaginar un recrudecimiento en la persecución de la población alérgica, fundado en el temor a un intento de invasión por una raza alienígena, a la que también se le adjudicara la responsabilidad por los cataclismos que se venían padeciendo.


VI

Al mediodía, Hernán preparó el almuerzo. Descubrió un espejo ustorio junto a uno de los ventanales y con él calentó el woken el que cocinó un chop suey. Le gustaba jugar con el absurdo. El mismo sol que causaba melanomas le permitía ahorrar energía y alimentarse, le explicó a Selma.

—Comida china que no es china —siguió diciendo—. Un guiso inventado en los Estados Unidos para alimentar a los obreros chinos que trabajaban como negros para construir el ramal oeste de su ferrocarril transcontinental. Un bodrio para pobres. Por eso es tan sabroso.

—¿Nunca hablás en serio? —preguntó ella mientras se reía.

—Sólo cuando no tengo nada importante que decir, cuando tengo que interactuar con cualquiera de esos que andan por las calles.

—¿Por qué te quedás en esta ciudad? Aparentemente no te representa nada. Tenés una mirada triste que te hace confiable y atractivo. Y no es por tu enfermedad. Hay lugares donde podrías estar más tranquilo e igualmente bien tratado.

Él se frotó el mentón antes de contestar. —Vos te emboscaste en tu ciudad verde. Ahí estás protegida y segura. Vivís pensando en tu mañana. Yo sólo puedo pensar en mi ahora. Buscar equilibrio en el caos. Estas cajas de ladrillo y acero son mi bosque. Trabajo para las corporaciones en sus guerras electrónicas, de un lado o del otro de la ley. Soy un mercenario. Conozco las reglas y sé sobrevivir. Quizá estoy siendo testigo de la extinción de una especie y siento curiosidad. Es acá donde me siento protegido y seguro.

—A veces también hay que arriesgarse. Si no, yo nunca hubiera venido acá —dijo Selma, que de inmediato se apresuró a levantar la vajilla para lavarla.

Hernán no dijo nada; inclinó la cabeza y se encogió levemente de hombros. No pude dejar de pensar en por qué no le había preguntado qué quiso ella decir con "acá".

Para su último informe, en las etapas finales del síndrome, Bermúdez había empleado un casco neural. Hernán intentaba abordarlo mediante el pensamiento lateral. Mientras el registro de la actividad cerebral del exobiólogo se desplegaba en la pantalla hablaba con Selma de temas intrascendentes. Recuerdos de la infancia de cada uno. Gustos personales. Pequeñas frustraciones nunca superadas. De repente soltó una carcajada.

—Te dije que no te iba a contar quién soy porque era una historia larga e irrelevante. Bueno, quizá sea irrelevante, pero no era tan larga. Ya casi no me queda más para decir.

—Dejá —contestó ella, sin levantar la vista—. No te creo.

En ese instante sintió cómo se fundía con la matriz de la información. Fue como un caer hacia la nada. Las imágenes desperdigadas y sin sentido se transformaron en un concepto nítido pero alucinado. Trató de controlarse. La adrenalina podía ser fatal para él. Se dejó llevar y al mismo tiempo intentó tomar distancia. El mensaje desesperado de Bermúdez, que sentía cómo iba perdiendo contacto con la realidad circundante, se iba desplegando en un diseño integrador que se mezclaba con percepciones subconscientes de Hernán, con pensamientos ignorados.

Había llegado al centro de un arcano dotado de un significado aterrador. En el tiempo que tardó un neutrino en atravesar la Tierra, Hernán accedió a lo absoluto en el no-espacio del holograma que palpitaba en el medio de la habitación. Selma también clavaba la vista en la pantalla. Yo los miraba a ambos. Él se esforzó para dominar el terror. No puede ser cierto, pensó alguien. Una cucaracha no es un ajolote. Es imposible, parpadeó un color. Algo tenía de estar equivocado. Soy una cucaracha, susurró un silencio. Esto no puede terminar así, se dijo.

Hizo un esfuerzo y volvió a la superficie como un pescador de esponjas que se hubiera sumergido en demasía, mil veces más confundido que al desprenderse de una imagen oculta en un estereograma.

Yo me había descuidado. No pude resistir la tentación de probar algo de lo que quedaba en el wok. Selma estuvo a punto de descubrirme. Afortunadamente, Hernán hizo algo que ni siquiera él esperaba.

—Hace rato que no me mirás cuando me hablás —le dijo.

Ella respiró hondo y se le estremecieron las aletas de la nariz. Por último alzó la vista. —Es cierto —le contestó.

Él se le acercó en silencio. Desde mi escondite me quedé observándolos. Siempre me sorprendió cómo algunos pueden sacralizar un acto meramente físico.


VII

—Tendrías que hacerte unos análisis —le dijo.

—No, está bien. Estoy cansado de pinchazos, estudios y olor a consultorio. Ya sabemos cómo son las cosas. Lo que es, es. Si tiene que ser, que sea.

—Dejá... Me siento culpable —dijo ella.

—¿Por qué? —Le acarició el cabello con lentitud, con toda la atención volcada en el tacto.— No me obligaste a nada. Era algo que queríamos y que teníamos que hacer.

Se separó un poco de él para poder verlo mejor. —¡No podés dejarte estar!

La miró con ternura. No pudo dejar de notar que su preocupación era auténtica.

—No me dejo estar. Por lo menos, ahora. Hace diez años que me dejé estar. Teniendo miedo de tener miedo. —Le besó el cuello mientras con la yema de los dedos le acariciaba apenas la región lumbar. El reflejo lordótico hizo que ella se estremeciera.— Vos misma lo dijiste: todo esto no me representa nada y lo peor es que cada vez me voy transformando más en uno cualquiera de esos que andan por la calle.

Selma se apretó más contra él en el enredo de las sábanas. La noche ya estaba acabando y habían perdido la cuenta de cuántas veces habían copulado.

—En última instancia —siguió él—, la vida tiene que ser vivida con dignidad. Si no se puede hacerlo, lo único que queda es vivir la muerte con entereza. Es lo más cercano al honor que se puede conseguir en esta época.

Se quedó observando los diseños que el tráfico de la calle dibujaba en el cielo raso. Los faros de los vehículos que pasaban hacían que las líneas de luces y sombras se modificaran constantemente. Las imágenes, sin embargo, seguían el patrón regular de los carriles de circulación. Las luminarias fijas y algunos carteles luminosos eran la tela de la pintura. Lo aleatorio residía en la velocidad y en la frecuencia del paso de los transportes. El sonido amortiguado que llegaba de la calle completaba la escena.

Después de un rato pronunció la pregunta que ninguno de los dos quería efectuar.

—¿Qué pensás de lo de Bermúdez?

Selma quizá se había arriesgado inútilmente. El viaje hasta la ciudad, con los peligros que para ella implicaban las Leyes de Sanidad, y todas esas horas y horas de trabajo habían terminado con el hallazgo de una teoría peregrina.

Era evidente que la personalidad del exobiólogo había colapsado ante la percepción de su propia decadencia. En general, la información que había dejado encriptada en los recovecos de la Red era enigmática. Una mezcla de datos técnicos y delirios persecutorios. Anotaciones personales e intentos de crear una nueva religión. Balbuceos incoherentes en una pieza de oratoria. Frenéticos y vanos esfuerzos para explicar la entropía del Universo a través de la pureza de una sencilla ecuación matemática.

La mente de Bermúdez, al ir registrando los avances del síndrome, no había sido capaz de soportarlo. Mas no se trataba de una simple demencia desesperada. No era como la inmensa y arrolladora ola de un maremoto. Se asemejaba más a las consecuencias de ese cataclismo, cuando se produce el reflujo de las aguas hacia el océano y en las costas inundadas se genera un juego de remolinos y contrarremolinos en el que todo lo conocido adquiere una nueva forma y donde el litoral dibuja un nuevo trazado, en el que los pecios se depositaban como los restos de un gigantesco animal marino antediluviano del que se alimentaran las gaviotas.

Todo eso resultó más notorio en lo que registró con el casco neural. Había llegado a la conclusión de que las responsables de todo eran las cucarachas. La capacidad de resistencia de esos insectos y su metamorfosis incompleta lo habían llevado a sostener que eran una forma larvaria. Postulaba que eran como los ajolotes, que podían pasar toda su vida en ese estado, en el que incluso son capaces de reproducirse. Estaba convencido de que, una vez desaparecida la humanidad, desarrollarían todo su potencial, pasando al siguiente estadio. Sin embargo, sus disquisiciones no se detenían ahí, sino que la elevada potencialidad alergénica de esos insectos lo llevó a especular con la idea de que eran los causantes del síndrome disociativo, de que ellos eran los verdaderos invasores.

Parecía risible, pero el nivel de angustia contenido en la grabación resultaba casi insoportable. En los desesperados aullidos de esa mente que se hundía en la demencia con un total conocimiento de su estado se condensaba toda la trayectoria del género humano. Era imposible estudiar el registro sin sentirse afectado. No eran sólo síntomas; era una personalidad que se transmitía directamente a otra, tocando las fibras más íntimas, los temores más secretos.

—Al final, viniste para nada.

Ella le besó el pecho varias veces antes de contestarle. —No me quejo. Dejá... Si sabía, hubiera venido con más tiempo —le dijo mientras reía.

Él le acarició la mejilla. —¿Sabés? Vos también roncás —le susurró en el oído—. Y te queda hermoso.

Era evidente cómo iban a pasar ese domingo. De lo único de lo que no hablaban era del día siguiente. Decidí dejarlos solos. No era que no me interesara verlos interactuar. Tampoco era que me molestara. Pero en el aire había demasiadas feromonas y, si bien es cierto que puedo pasar mucho tiempo sin aparearme, en aquel momento lo sentía como una urgencia.


VIII

Regresé el lunes al amanecer. Ella acababa de irse. Lo podía sentir. Hernán seguía durmiendo. Aproveché la ocasión y busqué algo para comer. Después me quedé esperando.

Cuando despertó, no le sorprendió encontrarse solo. Se sentó en la cama y se quedó pensativo. Ese día no tenía nada en particular para hacer. Mejor.

Lo tomó con calma. Se duchó y preparó el desayuno. Era una mañana inusitadamente fría. Los vidrios estaban empañados, cosa que sucedía pocas veces.

En la unidad de trabajo parpadeaba la luz que le indicaba que había un mensaje grabado. Sabía de qué se trataba y estuvo tentado de borrarlo, pero finalmente pulsó el interruptor.

Ella apareció en el holograma, hermosa en el medio de la habitación, con las luces de neón de la calle jugueteando sobre su piel. Se quedó mirándola sintiendo la tentación de estirar la mano hasta la imagen, pero sabía que no era sino un conjunto de fotones.

De golpe se dio cuenta de que no le estaba prestando atención al mensaje y lo volvió a pasar.

—Tengo dos noticias para darte, Hernán. Una buena y otra mala. Primero te voy a dar la mala.

»La última grabación de Bermúdez fue demasiado fuerte para vos. Es lógico; es capaz de afectar a cualquiera. Las emociones que contiene son muy intensas. Pero para vos eran potencialmente peligrosas. Quizá fue por eso que decidiste buscar otras emociones. Quizá querías elegir de qué forma enfrentar al síndrome. Espero que no fuera sólo eso... Pero está bien. Dejá. No era de eso de lo que te quería hablar.

Se mordisqueó los labios. —Te dije que no te dejaras estar y me contestaste que ya no aguantabas los análisis. Me dijiste que no te gusta estar acá y se nota. No sé. Me parece que en el fondo esperás que todo se acabe de una u otra forma. No te juzgo. Pero te tengo que confesar que te engañé.

»Obtuve de vos suficiente material biológico como para analizarlo en tu unidad de trabajo mientras dormías. En realidad, mucho material. Hubiera podido clonarte, pero dejá; uno como vos ya es suficiente para este mundo. —En ese punto del mensaje sonrió por primera vez.— El tema es que cotejé los datos con los de tu historia clínica. No había cambios.

»Según la bibliografía médica, los síntomas de las fases finales del síndrome ya tendrían que ser visibles, pero no es tu caso. Para decírtelo fácil, no voy a entrar en detalles técnicos. El tema es que de alguna manera tu ADN mutó y tu organismo se volvió inmune al virus. En suma, por ese lado no tenés fecha de vencimiento.

La imagen se acomodó el cabello con un gesto que él conocía bien.

—La buena noticia, si se puede decir así, es que, pese a lo mal que parece estar todo, todavía hay esperanza. Bermúdez decía que las cucarachas eran como los ajolotes. Puede ser. Pero todavía no llegamos al final. En el milenio pasado se pensaba que el cerebro humano había llegado al límite de su evolución. Ahora se sabe que pueden surgir nuevas neuronas, aparecen nuevos alelos y se siguen produciendo mutaciones en los cromosomas y en los genes "maestros". Vos sos un ejemplo.

»A lo mejor, en el fondo, todos somos ajolotes. Haría falta que se dieran las condiciones para el cambio. Que el hombre se enfrente consigo mismo para evolucionar.

Selma —su holograma— se puso de pie. Su sonrisa era tan triste como la de Hernán.

—No voy a decir adiós, porque no te gustan las despedidas. Sabés que yo no me puedo quedar acá. Te dejo en tu bosque de ladrillo y acero y espero que en algún momento dejes de sentirte perdido; que encuentres tu camino y sepas lo que tenés que hacer. Que puedas reencontrar ese honor que tanto te preocupa.


Ilustración: Valeria Uccelli

Reprodujo el mensaje una vez más mientras miraba por la ventana. "Las condiciones para el cambio", murmuró. Las personas que andaban por la calle se desplazaban como hormigas, sin signos de humanidad. "Que el hombre se enfrente consigo mismo", susurró. La vida urbana sin incentivos, sin desafíos concretos, parecía aletargar la fuerza evolutiva. "Volver a lo verde", se dijo. Sonrió.

Se acercó a la unidad de trabajo y comenzó a ingresar el poema de Amerghin, al tiempo que recordaba su glosa: "Soy el viento sobre el mar" (por la profundidad); "soy la ola del océano" (por el poder); "soy el bramido del oleaje" (por el terror); "soy el fuerte toro de los siete combates" (por la fuerza); "soy un águila sobre una roca" (por la astucia); "soy una lágrima del sol" (por la claridad); "soy la más bella de las plantas" (por la pureza); "soy un bravo jabalí salvaje" (por el valor de caudillo); "soy un salmón en el agua" (por la velocidad); "soy un lago en la llanura" (por la grandeza); "soy un hábil artista" (por el don); "soy el héroe gigantesco que blande la espada" (para la venganza); "puedo cambiar mi forma como un dios" .

Cuando los caracteres completaron el diseño del código de barras, apagó la unidad para evitar el rebote del programa. Volvió a la ventana y observó cómo las luces de todos los edificios se encendían y se apagaban enloquecidas hasta colapsar. Como una inmensa ola, el virus se extendía irrefrenable. El castillo de naipes se desplomaba; caían las fichas de dominó.

Pensó en lo que le convendría llevar para el viaje. Bien poco, se dijo. De nada sirve el exceso de equipaje.

Dibujó o escribió algo con el dedo en el vidrio empañado. La curiosidad me hizo salir de mi escondite y entonces me vio.

Se movió rápido. No pude evitar el golpe.

Agonizo y comprendo que no nos va a ser tan fácil. Mientras él levanta su sandalia, de manera involuntaria una de mis patas traseras golpea el piso en un espasmo.



Aunque ha estado poco activo en los últimos años, Santiago Oviedo es recordado por un puñado de trabajos notables aparecidos en la década de 1980 en Nuevomundo, Fierro y Fusión. Su cuento "Marina del silencio" (Axxón número 2) ganó el Premio Más Allá 1989, fue incluido en la antología Visiones, y en Más Allá, ciencia ficción argentina. También fue coautor, junto a Daniel Barbieri y José Altamirano de la novela "Los Pagos", y con Daniel Croci de la compilación de artículos Chatarra estelar. Celebramos el regreso de Santiago y esperamos muchos cuentos más.


Axxón 156 - noviembre de 2005
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Epidemias: Argentina: Argentino).