MATERIAL DESCARTABLE

Marcelo Huerta San Martín

Argentina

—Manejá vos, yo estoy demasiado nerviosa.

Mientras todos entraban al auto, Ernesto no dijo nada, por suerte, o hubiera sido el principio de una discusión sangrienta, y Amelia no tenía ganas de pelearse con él. La primera vez que iban todos, y los chicos habían tenido que elegir aquel día para estar insoportables: Matías había chapoteado en el barro justo después de ponerle la ropa de salir, Malena hizo uno de sus berrinches salpicados de gritos y Andrea casi había logrado escaparse para ir a ver a sus amigas, vestida y pintada como para una fiesta que si dependía de Amelia sólo se celebraría dentro de seis años. ¿Cómo es posible que a los doce años Andrea actúe como yo a los dieciocho?, se preguntó. Ahora se apura por ser una mujer y cuando llegue a mi edad va a extrañar la edad que tiene ahora. Dios, las chicas ahora son tan precoces... quién sabe lo que hará con los novios. Espero que por lo menos se esté cuidando.

Pero en ese momento no era Andrea lo que le angustiaba más.

Apoyando el codo sobre la ventana abierta de la portezuela de su lado, dejando que el viento la despeinara mientras se mordía las uñas, pensaba en su madre y en el Jardín de Cuidados. Se mortificaba recordando algunos momentos de su infancia en los que pensaba en su madre como en un ser despiadado, que no la dejaba en paz, y se sintió culpable. Imaginar que muchos chicos habían cometido el mismo error no la tranquilizaba. Ahora esos momentos, en comparación, le parecían bellos y hubiera deseado revivirlos.

Al cabo de un rato se dio cuenta de que el auto ya no se movía. Ernesto la miraba, callado, esperando que se decidiera a bajar. Andrea resopló y sacudió inquieta su cartera, mientras Matías y Malena se quedaron quietos en sus asientos con cara de angustia, mirando a su madre.

Finalmente, Amelia se recompuso y bajó del auto; se acomodó el pelo por reflejo, sin mirarse, y mientras caminaba escuchó salir a los demás. Contempló entristecida la quinta, cubierta de césped prolijo y recorrida por ancianos de paso cansino y por enfermeros de expresión vacía. Subió por el camino de piedrecitas, hasta llegar al porche, e insertó su antigua tarjeta de seguridad en la ranura lectora. Alguna vez había recorrido aquellas instalaciones como parte del personal que había inaugurado el Jardín. Ahora, aunque no le diera acceso al edificio principal de Renotec, la tarjeta seguía funcionando como llave de la puerta del Complejo de Familiares Mayores... otro eufemismo, como el de "Jardín de Cuidados", inventado, Amelia estaba convencida, por algún empleaducho de relaciones públicas de la empresa.

Avanzó hacia un panel que ocupaba el lugar más destacado de la sala central, donde habría estado ubicada la recepción si hubiera habido personas recibiendo al público. Insertó la tarjeta en otra ranura, y un mapa se desplegó en la gran pantalla multicolor que ocupaba la pared del fondo. El gráfico revelaba que Lucía estaba en su habitación. Amelia se dirigió hacia allí a paso vivo, sabiendo que su arribo había sido registrado y que la doctora que atendía a su madre había recibido aviso y se dirigiría a la habitación.

Momentos más tarde, Amelia sintió tras de sí el taconeo enérgico de la doctora tratando de alcanzarla, para no dar la impresión de que descuidaban a la paciente; la rutina del complejo seguía funcionando como de costumbre. Cuando finalmente el sonido de pasos alcanzó a Amelia, ella agradeció mentalmente que fuera la misma doctora que la última vez; al menos estaban rotando con menos frecuencia a los médicos y podría hablar con alguien que tuviera idea de la historia clínica.

—Doctora...

—Amelia, buenas tardes.

—¿Cómo está mi mamá?

La doctora rehuyó su mirada. Peor de lo que yo suponía, se dijo Amelia

—Lucía no está bien. Las resonancias muestran que los materiales están muy deteriorados.

—¿En qué nivel está?

—Todavía funciona un veintiocho por ciento de los biochips. Pero además las conexiones nerviosas periféricas están empezando a fallar.

Amelia suspiró. Ya se imaginaba algo parecido.

—Piense que los implantes ya duraron más de lo que se esperaba —acotó la doctora—. Los chips eran prototipos. Catorce años es mucho tiempo.

—Sí, sí, ya sé. Pero no dejo de pensar que se podría haber encontrado algún medio mejor de conservarlos, de hacerlos más resistentes.

—Tengo entendido que se usó lo mejor que había disponible. Además, en ese momento no existían los nanos para repararlos, como ahora.

—Esa no era la idea —murmuró Amelia.

—¿Cómo dice?

Claro, ella qué va a saber, si ni siquiera me conoce de antes... es demasiado joven. Es difícil que sepa que cuando empezamos a trabajar en esto, los chips eran casi artesanales y se pensaba en preservar al paciente, en que duraran los materiales. Ahora que le vieron la veta comercial, los chips duran menos de un año y hay que inyectar nanobots todo el tiempo o los implantes se convierten en una pasta inútil. Supongo que a eso los accionistas lo llamarán progreso.

—No importa, no haga caso.

Hubo un silencio incómodo, que rompió la doctora haciendo un esfuerzo.

—Preguntó por usted.

—¿En serio? Eso sí que es una novedad.

—Desde la última vez que vinieron, preguntó de vez en cuando por usted. Pero, la verdad, cada vez es más raro.

Amelia miró intensamente hacia la puerta marcada "024E" sin disimular su impaciencia. La doctora se disculpó y le hizo un gesto invitándola a pasar. Antes de entrar, Amelia miró hacia el pasillo por donde había venido y alcanzó a ver a Ernesto y a los chicos, esperándola. Finalmente se volvió y entró a la habitación.

—Hola, mamá.

La mujer le lanzó una mirada gris claro que, era evidente, ya tampoco estaba muy bien enfocada. Entornó los párpados para lograr verla y los fijó así un rato largo.

—¿Usted quién es?

Siempre era lo mismo. Tanto atragantársele la angustia, tanto sufrir por el reencuentro, y Lucía nunca la recordaba. ¡Si al menos estuviera lúcida para discutirle algo! Llegó a extrañar esas peleas violentas, maliciosas, en las que ambas juraban que nunca se perdonarían la una a la otra. Lucía protestaba por las elecciones de Amelia, por la forma de criar a su familia y, en los últimos años, por haber sido recluida en el Jardín de Renotec. Cuando discutían, nunca faltaban razones.

—Soy Amelia, mamá.

Lucía la miró con extrañeza.

—Yo tenía una hija que se llamaba así, pero no viene más. Creo que se fue al extranjero.

La abuelita no va a poder venir más, Amelia, le decía la voz de Lucía a una Amelia niña, surgiendo de un antiguo recuerdo. Se fue a hacer un viaje muy largo, y ya no va a volver.

Amelia se recordó a sí misma en ese momento dándose cuenta de qué viaje era ése, haciéndose la promesa de que no perdería a su mamá. Y se recordó muchos años más tarde, cuando la mente de Lucía se desmoronaba a ojos vistas y, sin permiso de nadie, ella había decidido que esa era la ocasión para aplicar en personas, en una persona en particular, la investigación en biochips que su empresa estaba financiándole. Los reemplazos nerviosos vinieron más tarde, y los tendones de fibras sintéticas, y los suplementos nutritivos. Todo funcionaba de maravilla, era tecnología de punta, estaba de moda entre los nuevos y viejos ricos, tenía una inmensa demanda.

Hasta que la tecnología de punta se convirtió en tecnología obsoleta y los materiales que parecía que durarían siempre empezaron a fallar. Y los primeros componentes, los que no tenían prevista ninguna forma de reparación, empezaron a decaer a ritmo alarmante.

—Soy yo, mamá.

—No, no puede ser usted. Ella es más joven, y tiene el pelo oscuro y viene todas las semanas. Pero no, ahora no viene más. Se fue al extranjero, sí, sí.

—Hola, abuela.

Amelia se dio vuelta, sobresaltada. Era Andrea, que asomaba su rostro en la entrada, pálido por el maquillaje, y esbozaba una sonrisa incómoda. Se quedó en la puerta un instante y luego avanzó con paso vacilante hacia el interior de la habitación.

—¿Te acordás de mí? Soy Andrea, tu nieta.

—¿Mi nieta?

Lucía la miró con curiosidad. Amelia estaba observando algunos monitores y notó que un par de áreas separadas del cerebro de Lucía, zonas reemplazadas, parecían relampaguear de actividad; incluso, un leve resplandor casi las unió por un momento. Pero el esfuerzo fue demasiado; la actividad decayó y volvió a sus pálidos niveles de gris de un instante antes.


Ilustración: Valeria Uccelli

—Te parecés mucho a mi hija vos. Lástima que ya nunca viene a verme.

Amelia dejó caer una lágrima silenciosa. Todavía no podía acostumbrarse del todo. Era una sensación de vacío que empezaba a afectar lo que sentía estando con sus hijos y, últimamente, hasta con Ernesto...

Y mientras pensaba esto, sintió que un brazo delgado la aferraba con firmeza cariñosa. Se volvió hacia Andrea con una semisonrisa —¡hacía tanto que su hija no le hacía una caricia!— y le sostuvo unos instantes la mirada que con cierta timidez acompañaba el apretón. Unos pasos cerca de la puerta anticiparon el resto: su esposo y los chicos también se asomaban.

—¿Y toda esta gente quién es? —preguntó Lucía sin entender.

Tu familia, quiso decirle Amelia, pero sabía que era inútil.

—Vinieron a verte.


Esa tarde el paseo por la quinta duró un poco más. Los más chicos estaban inquietos, pero no tanto como cada vez que salían a alguna parte. Andrea no soltaba el brazo de Amelia (Bendita sea, pensaba su madre) y Ernesto se veía algo más distendido que en otras visitas en las que había sido el único acompañante.

Cuando se despidieron, Lucía casi ni lo notó. Los enfermeros se condolieron, pidieron disculpas, los acompañaron murmurando excusas, se alejaron y siguieron formando viejitos en grupos como quien pastorea ovejas.

—Prométanme algo —dijo Amelia en el auto, mirando alternativamente a Ernesto y a los chicos, especialmente a Andrea—. Que conmigo no va a pasar esto. Por favor, no. Que la primera vez que mi mente se desmorone también sea la última.

Ernesto se veía afligido cuando respondió:

—Pero trabajaste años en la empresa. Aunque hayas renunciado, Renotec ofreció darte el tratamiento completo en reconocimiento a tus años de servicio, y dicen que no van a cobrarnos.

—Los nanos son caros... yo no contaría mucho con esa oferta. Y no les tengo tanta confianza a los chips renovables como les tenía a los míos cuando empezamos todo esto. Igual, puede pasar que en el momento de implantarme, el daño ya sea irreparable.

»Hoy ya no sé si eso que camina por ahí es mi mamá o lo que quedó de ella hace quince años y pudimos preservar. Y no quiero que ustedes tengan la misma duda que yo. Se sufre demasiado. Por eso quiero que me lo prometan.

Andrea estaba muy silenciosa. Tenía los ojos bajos y parecía pensar seriamente. Luego de unos momentos, habló.

—No sé lo que piensa papá, pero yo te lo prometo —dijo.

Ernesto asintió, y luego giró y puso el auto en marcha. Al rato, Matías y Malena empezaron a hacer el bochinche de costumbre pero, curiosamente, nadie les dijo nada.



Marcelo Huerta San Martín nació el 7 de enero de 1970 en José C. Paz, provincia de Buenos Aires, Argentina. Dice que le gusta escribir desde la primaria, lo que, tal vez de un modo oblicuo, lo llevó a recibirse de Analista de Sistemas, actividad que ejerce a toda hora, en el trabajo y en su casa, donde tiene un montón de programejos menores destinados a automatizar sus tareas informáticas, incluyendo la generación de la versión Palm de Axxón y de Sin Dioses, sitio del que es co-editor. Es desconfiado desde adolescente, escéptico a partir de los 20, ateo desde los 21 y bright poco después. (Para saber de qué habla en este caso recomendamos darse una vuelta por http://the-brights.net/). Cuando publiquemos su próximo cuento diremos de dónde sale su voluntad de escribir con algún significado. Por ahora adelantaremos que lo persigue el tema de las conductas programadas por otros ("Piloto Automático", Axxón 75 y "Chico Natural", Axxón 86), asunto que también aparece en "Material descartable".


Axxón 156 - noviembre de 2005
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Bioingeniería: Argentina: Argentino).