EL HOMBRE QUE LEIA LA PAGINA SIGUIENTE

Víctor Martínez Martí

España

Nunca creí que un reencuentro con mis antiguos compañeros de clase llegara a afectarme tanto. Quisiera poder viajar en el tiempo, volver atrás y desechar aquella invitación, excusarme con un "estoy enfermo", un "no puedo ir" o, por qué no, un llano y simple "paso". Cualquier excusa hubiera sido buena. Pero no, incluso sin ganas fui, y ahora pago las consecuencias de no hacer lo que mi corazón me decía. Desde entonces ya no soy yo mismo. Ya no soy el chico alegre y burlón. Ya no tengo metas ni proyectos. Ya no soy nadie. Pero lo peor del asunto es que sé con la más absoluta certeza que nunca jamás volveré a ser siquiera una minúscula y tenue sombra de mi mismo proyectada sobre una superficie inestable. Ni siquiera eso. La seguridad de mis palabras o actos ha quedado reducida a nada, mis creencias desbordadas y mi cordura lucha sin cesar, aferrándose con las uñas a la realidad para no salir disparada.

Ahora soy un chico asustadizo, apenas pego ojo, y no cruzo más de cinco palabras al día. No salgo de casa y ni tan sólo puedo oír el nombre de la Ciudad, el nombre de la Capital, sin que me estremezca hasta los huesos. ¿Por qué tuve que asistir? Quizás fue el destino... Por supuesto, ¿cómo no iba a serlo después de todo?


Todo empezó con la típica charla por el chat. No es que yo fuera un adicto del chat, pero solía mantenerme conectado el mayor tiempo posible, por si alguno de mis amigos virtuales o no-tan-virtuales quería saber de mí sin hacer uso del móvil. Uno de mis contactos habituales, Fran, un antiguo compañero de la facultad, me informó de que se estaba organizando una cena de clase. Bueno, cuando digo cena de clase me refiero al grupo de colegas que más relación teníamos dos años atrás, antes de que la mayoría termináramos los estudios con unas notas más que mejorables. Luego fue Lucía la que me insistió, y tal vez fue ella la que me convenció. Porque una noche de juerga con los antiguos compañeros de facultad no me apetecía mucho, sobre todo por el rato de la propia cena. Sabía que hasta que no lleváramos alguna cerveza de más, uno por uno, iríamos contando qué había sido de nuestra vida, nuestra experiencia laboral y un sinfín de historias de las que ni me interesaba oír, ni de las que tampoco me apetecía hablar. Pero el hecho de que Lucía asistiese a la cena era un "pro" que rivalizaba sobremanera con los "contras".

Pues sí, como podréis imaginar, la tal Lucía estaba de muy buen ver. Pero no era la típica chica mona, súper arreglada, tonta y sin cerebro. Además de guapa, alta y con buenas curvas, Lucía era la más simpática, inesperada, imaginativa y lenguaraz de las chicas que jamás había conocido. Siempre tenía tema para todos, y era un auténtico placer conversar con ella. Yo siempre la había definido como una "enciclopedia con patas", y si encima la enciclopedia tenía una encuadernación de lujo, ¿qué más podían pedir unos chicos como nosotros?

No obstante, y a decir verdad, Lucía no sería un objetivo sexual para aquella noche. Por aquellos tiempos yo todavía tenía novia, Elena, a la que quería con locura, y jamás pensé en hacerle una deshonra de tales dimensiones. No obstante, daba cierto morbo tener a Lucía cerca, y marcarse algún bailecito con ella a lo largo de la noche le hacía a uno sentirse bien. Además, también me apetecía ver cómo fracasaban mis compañeros "solteros" que le echarían los tejos sin llevarse de ella nada más que una picarona sonrisa. Aunque suene extraño, Lucía no tenía novio, nunca lo había tenido, y nadie entendió nunca por qué.

Finalmente les dije que sí, que iría, que contaran conmigo para aquel reencuentro universitario. Me cambié y cogí el cercanías para llegar a la Capital. Estaba a escasos quince minutos en coche, pero uno, que es ya gato viejo en estos temas, sabe que existen probabilidades muy altas de que acabada la noche no se esté en condiciones óptimas de conducir. Elena me dijo que si el sábado noche me iba yo con mis "amiguetes" de carrera, que entonces ella se iba al apartamento de Clara —una amiga íntima suya que vivía sola— y que me hiciera a la idea de que no la vería hasta el domingo por la tarde. Era perfecto, porque el domingo por la mañana pensaba dormir hasta la hora de comer.

Llegué en autobús a la gasolinera que más cerca quedaba de nuestra ya antigua Universidad, punto de reunión que en aquellos tiempos de clase y juergas dábamos como inalterable, así como la hora convenida: a las diez de la noche y con un tiempo de espera máximo de veinte minutos. Como si de un ritual de alguna tribu olvidada se tratase, a las diez en punto estábamos sólo tres: Fran, Galbis y yo mismo. Paulatinamente fueron llegando los demás, y no fue hasta las diez y veinte cuando apareció Lucía, Raquel, Juan y... ¿Alex?

Muchos fuimos los que nos quedamos atónitos con la llegada de Alex. Él no era uno de los habituales en nuestra cuadrilla. Había venido alguna vez a alguna cena de clase, pero había sido en aquellas cenas multitudinarias, donde acudía todo aquél del curso que tenía ganas de fiesta. Y lo más impactante es que había venido solo.

Alex era uno de esos chicos "especiales". Él no era de la Capital, ni tampoco de la Provincia. Durante la carrera, había estado compartiendo piso con otro chico que también era de fuera, y que también era "especial". Ambos tenían una forma de vestir de lo más extravagante. Colores llamativos unos días o completamente negros otros, ropas rasgadas, transparencias, collares con pinchos, pendientes, piercings, gafas con cristales de colores, e incluso se les podía llegar a ver con las uñas pintadas o con ciertos toques de maquillaje facial. La verdad es que tanto Alex como su misterioso compañero de piso no tenían complejos de ningún tipo. Se rumoreaba incluso que entre ellos dos había algo más que una relación de amistad.

Pero allí estaba Alex sin su compañero, ataviado con unos pantalones de cuero negro, y un chaleco a juego, sin más, dejando así al descubierto sus abdominales y costillas, ambos bien marcados en su delgado aunque atlético cuerpo. Calzaba unas botas militares y, en uno de sus antebrazos, una muñequera con pinchos que le llegaba casi hasta el codo. Un sinfín de decoraciones metálicas como remaches y cadenas de todo tipo remataban el singular atuendo de Alex.

Intenté averiguar quién había invitado a Alex a nuestra cena, pero de todos con los que llegué a comentarlo, ninguno supo nada del asunto.<9>

Una vez llegamos al bar, mi desdicha se hizo patente. Aquellas malas vibraciones que había tenido desde el principio cristalizaron cuando vi que todos se afanaban por sentarse cerca de Lucía, dejándome a mí a la otra punta de la mesa del bar. Maldije la hora en que dije que iba a aquella cena. Alex se sentó a mi lado. No sé si me supo peor este hecho, o el contemplar las risitas de mis compañeros, como pensando: "Pobre Dani, la que le ha tocado". Casi sentí más lástima por Alex que por mí mismo. Alex era un buen chaval, y aunque hacía méritos para que la gente hablase de él, me disgustaba escuchar las indirectas y los cuchicheos en voz baja cuando se suponía que Alex no estaba prestando atención. Pero desde luego que lo estaba. Yo lo notaba.

Decidí darle algo de conversación, pues quizás así no se sintiera tan apartado del grupo como hasta el momento parecía estarlo. Me fijé en sus pins metálicos y uno de ellos me llamó poderosamente la atención. Representaba una criatura esférica, carnosa, con un gran ojo en el centro, y una ancha boca repleta de colmillos. Tenía cinco extremidades en la parte superior, y todas y cada una de ellas terminaban en un ojo propio.

—Un Contemplador —le dije, señalando a la figurilla.

Alex me miró a los ojos y sonrió.

—Vaya, sabes lo que es... —dijo en tono de sorpresa.

—Por supuesto —le contesté con una sonrisa.

—¿Sabes? Cuando la gente lo ve me dice que es un pokémon.

No sé si fue porque el nivel de alcohol empezaba a ser notable, pero aquello me hizo reír de lo lindo. Visto otra vez, no me extrañaba lo más mínimo que cualquiera confundiese aquella criatura con un pokémon, y la verdad es que me hizo mucha gracia.

—Me gustan los Contempladores —me dijo—. Lo observan todo. No pierden detalle.

—Con tanto ojo no me extraña —bromeé.

—A éste le llamo Brinnak, y me informa de todo lo que pasa a mi alrededor.

—Guau.

Poco después, Alex se quitó su chaleco, quedando a piel descubierta todo su torso. Con aquella acción consiguió llamar la atención de toda nuestra mesa y de casi la totalidad del bar. En su espalda tenía tatuada una oscura bestia cornuda, con alas de murciélago y armada con una espada en una mano y un látigo de fuego en la otra. Todo él estaba rodeado de fuego. El tatuaje era aproximadamente de un palmo.

—¡Joder! —exclamé al reconocerlo—. ¡El Balrog de Moria!

Alex volvió a sonreír, satisfecho, como si yo acabara de superar una prueba.

—Mola, ¿eh?

—Por lo menos a ése no te lo confundirán con un pokémon.

—Pues no. A éste no. Me dicen que si es un demonio o algo así.

—Bueno —observé—, en cierto modo eso es lo que era para Tolkien, ¿no? Un espíritu demoníaco.

—Te veo muy metido en el tema...

—Bueno, desde que acabé la carrera que he estado leyendo bastante fantasía de este tipo.


Y aquello fue el detonante. Empezamos a hablar de autores, de juegos de rol, de libros, de leyendas y de películas del género. Una cosa llevó a la otra y cuando acabamos de cenar salimos de fiesta todos juntos, pero Alex no se separó de mí en toda la noche. Entre copa y copa, poco pude acercarme a Lucía y apenas cruzamos un par de palabras. Justo lo contrario que con Alex.

No recuerdo muy bien cómo acabó la noche. Y aquello me inquietó, pues nunca antes me había sucedido. Sin embargo sí recuerdo el día de después; lo recuerdo perfectamente.

Tocaban las doce y cuarto de la mañana cuando consulté mi reloj. Mi madre asomaba por la cabeza por la puerta de mi habitación.

—Dani, levántate ya. Ha venido un amigo tuyo a verte.

¿Amigo?, pensé. ¿Qué clase de amigo vendría a buscarme un domingo por la mañana a sabiendas de que había pasado la noche de juerga? Eso no se lo perdonaba ni a Elena. Con un esfuerzo sobrehumano conseguí despegar mi oreja de la almohada y poner los pies en el suelo. Fui directo al lavabo. Me aseé lo más rápido que pude y me puse presentable en un santiamén. Cuál fue mi sorpresa cuando al entrar al salón, junto a mis padres estaba él.

—Alex... —dije con el seco timbre de voz que uno tiene la primera vez que abre la boca después de levantarse.

Alex me miró, pero me flaquearon las piernas al contemplar a mis padres observando todas y cada una de mis reacciones. Supongo que haría cara de idiota. ¿Cómo no, cuando se presenta sin previo aviso un tipo con botas militares, pantalón fucsia, camiseta fosforito de tirantes, con el peinado-cresta a juego y que dice que es amigo tuyo delante de tus padres?

—Dani, tío —me dijo—. Habíamos quedado a las doce. ¿No te acuerdas?

—Eh... —balbucí indagando en mis recuerdos. Tras dos segundos de exploración mental contesté—: ¡Uf! —suspiré como si de pronto se me hubiera iluminado el cerebro—. No me acordaba.

—Eres un desastre, Dani —me acusó mi madre—. Algún día perderás la cabeza.

—Tu madre tiene razón —dijo Alex regodeándose—. Eres un caso perdido. Tienes que enseñarme tu colección de libros.

¿Enseñarle mi colección de libros? Desde luego que no me acordaba de nada de todo aquello, pero supuse que era cierto. ¿Por qué dudarlo? Yo nunca le hubiera invitado a mi casa en condiciones normales, pero como tenía ciertas lagunas acabé por admitir que quizás hubiera hablado más de la cuenta. Ante aquel lamentable espectáculo decidí que lo mejor era mantener a Alex alejado de mis preocupados padres.

—Pasa —le invité—. Te enseñaré mis libros.

Alex levantó sus posaderas de la silla, pero más veloz fue mi madre.

—Dani —interpuso—. ¡Pero si tienes tu cuarto hecho un desastre!

Lancé un resoplido de desesperación. Siempre he estado en contra del matrimonio —aunque Elena y yo nos lleváramos de maravilla—, pero había momentos como aquél en los que desearía fervientemente estar casado con piso propio y lejos del continuo control paternal.

—Mamá... Da igual.

—Tranquila señora, debería usted ver mi cuarto —terció Alex—. Seguro que el de Dani está más presentable que el mío.

Mi madre abrió los ojos como platos al escucharle, y sé perfectamente lo que le pasó por la cabeza. Desde luego que mi madre sería capaz de reconvertir a Alex si vivieran una semana bajo el mismo techo. Estoy seguro.

Dejando con un palmo de narices a mis padres en el salón —y éstos lamentando no haber instalado una cámara oculta en mi cuarto—, Alex y yo nos adentramos en el pasillo. Alex parecía inspeccionar minuciosamente todo cuanto veía alrededor, y aquello me inquietó.

Una vez en mi habitación fui directo al grano. Si quería ver mi colección de libros de fantasía lo mejor era acabar rapidito. Cuanto menos tiempo estuviera con él, mejor.

—Aquí tienes mi humilde biblioteca. No es muy grande que digamos. —Era verdad.

Alex asintió levemente con la cabeza y la inspeccionó de cabo a rabo.

—Es corta, pero intensa —añadió él alcanzando el primer volumen de El Señor de los Anillos—. Tienes muchas obras de arte aquí. —Y sin hojearlo siquiera recitó uno de los textos—: No puedes pasar. Soy un servidor del Fuego Secreto, que es dueño de la llama de Anor. No puedes pasar. El fuego oscuro no te servirá de nada, llama de Udûn. ¡Vuelve a la sombra! No puedes pasar.

Yo sabía perfectamente a qué fragmento de la historia se refería. En el puente de Kazad-dûm, Gandalf el Gris le dedica esas palabras al terrorífico balrog, que era la misma bestia demoníaca que Alex tenía tatuada en la espalda. No pude resistir la curiosidad y le arrebaté el libro de la mano. ¿Sería posible que lo hubiera dicho exactamente como estaba reflejado en el libro? Busqué la página y localicé el fragmento. Lo leí para mí y me pareció que sí, que Alex se lo sabía de memoria. Le pedí que me lo repitiera, y así lo hizo. Yo leía al son de sus palabras y me quedé con un palmo de narices. Lo había clavado.

—¿Tienes memorizado algún otro fragmento? —le pregunté.

—Oh, sí, me sé muchos de ese libro y algunos de otros autores.

Y entonces me recitó parte de la conversación que mantuvo Bilbo con Gollum, del libro El Hobbit. Tomé en mis manos ese ejemplar que también tenía y había leído. Volvió a clavarlo, tal y como estaba escrito.

—Creo que podría reescribir la obra de Tolkien, ¿no te parece?

—Sí —le dije con convicción. Ahora entendía por qué las notas más elevadas de nuestra promoción solían recaer sobre Alex. Tenía una memoria fantástica. La verdad es que me piqué y le lancé un reto imposible—. ¿Serías capaz de recitarme el discurso entero de Bilbo en su ciento once cumpleaños?

Los ojos de Alex centellearon a sabiendas que era una prueba imposible.

—Lo haré... —afirmó sin embargo, pero dejando la frase a medias a propósito para ver mi reacción—. Pero sólo si me dejas localizar la página y verla por encima.

—De eso nada —le dije rotundamente—. Si te lo lees antes no tiene...

—No, no... —me interrumpió—. Sólo quiero localizar la página. Y otra cosa —añadió—, me gustaría leerme la página anterior para ponerme en situación. Sólo eso y te recitaré tanto que vas a flipar.

De todos modos era imposible, así que, ¿por qué no aceptar sus condiciones?

—De acuerdo.

Cogí el libro y busqué la página donde Bilbo empezaba su discurso. Se la mostré a Alex sólo durante dos segundos y luego fui yo quien la inspeccionó. Me percaté de que el discurso estaba partido en varios tramos, cosa que no recordaba, y que ocupaba en su totalidad tres páginas. De todos modos, Alex había asumido el reto y me pidió leerse la página anterior. Pasé yo mismo la página y le ofrecí el libro, pendiente de que no pasara la hoja. Alex estuvo unos instantes leyendo en silencio, aparentemente, aquella página preludio del discurso del Hobbit más viejo de la Comarca. Poco después, con su mirada aún clavada sobre aquella página empezó a recitar:

Mi querido pueblo...Mis queridos Bolsón y Bofin, y mis queridos Tuk y Bolder, y Brandigamo...

No daba crédito a mis oídos. No podía estar inventándoselo, ni tampoco leyéndolo y mucho menos recordarlo, pero sus palabras me sonaron tan nítidas y elocuentes que sólo podían ser textuales, a pesar de que su discurso no era del todo fluido.

—No conozco a la mitad de ustedes —continuaba, ya en mitad del discurso—, ni la mitad de lo que querría, y lo que yo querría es menos de la mitad de lo que la mitad de ustedes merece.

Poco después se detuvo, recitando ya con un evidente esfuerzo mental que hasta ahora no había mostrado, hasta que finalmente detuvo su voz.

—¿Hasta ahí? Bueno, no está mal... —dije haciéndome el inflexible, mas luego recapacité. Era toda una hazaña—. ¡Ha estado genial!

—¿No quieres que siga?

—¿Me estás diciendo que puedes seguir? —yo ya no sabía si era capaz de sorprenderme todavía más.

—Si me dejas que pase la página, continuaré.

—Adelante —le dije.

Alex pasó la página y aparecieron ante nuestros ojos las dos páginas donde todo lo que él había dicho estaba escrito con pulcra exactitud. Con toda seguridad, el texto que le faltaba por citar estaba ahora en la página de atrás. Alex volvió a clavar la mirada en el libro y continuó con su demostración.

... como ya dije, esto es el fin. Me voy. Les dejo ahora. Adiós —terminó, cerrando el libro.

No me molesté en comprobar si había sido exacto, pues algo en mí lo sabía a ciencia cierta. Estuve absorto unos segundos, pero en el fondo le buscaba posibilidades razonables a aquella insólita demostración. Al instante creí haber dado en el clavo. Alex sabía de sobras antes de venir a mi casa que yo tenía "El Señor de los Anillos", pues anoche hablamos de ello, sin duda. Luego él habría tramado todo esto para impresionarme. Se habría aprendido algunos fragmentos del libro, si no es que se sabía alguno de ellos de antemano. Y sobre el discurso de Bilbo, seguro que se lo había estudiado entero aquella mañana antes de verme. Él se lo sabía de cabo a rabo desde el principio y había montado el numerito de pasar las hojas para despistarme. Y de algún modo supo que le preguntaría por el discurso de Bilbo. ¿Quizás me comentase él aquella noche algo al respecto? ¿Algo que sólo lo recordara mi subconsciente entre aquellas lagunas mentales y que me impulsara a proponérselo a Alex? Todo empezaba a cuadrar en mi cabeza, no sin dejar de asombrarme aquella posibilidad. Me encajaba todo menos una cosa. ¿Con qué propósito se había esmerado tanto Alex en impresionarme con tanta parafernalia? Ninguna de las respuestas me tranquilizaba.

Aún así, me hice el loco y le seguí la corriente, por ver si esclarecía sus intenciones, o podía llevarle a algún contrasentido que lo desarmara.

—¿Por qué necesitaste pasar la página? —le pregunté—. Ni siquiera llegaste a hojear la siguiente.

Alex me miró fijamente, pensé que iba a darme alguna excusa barata. Según lo que me había dicho poco antes, leía la página anterior para ponerse en situación, sin embargo, ¿para qué necesitaba leer las páginas que tan sobradamente él había recitado? Ante mi sorpresa, me dijo:

—¿Quieres que te cuente un secreto?

Aquello me pilló desprevenido. Los verdaderos secretos se cuentan a los verdaderos amigos, y yo no le consideraba uno de ellos, ni mucho menos. Todo lo que se me ocurrió es que Alex continuaba llevando la batuta desde la noche anterior, y que incluso la conversación de aquella mañana se había estado desarrollando como él lo había planeado. Y en mi mente se repitió de nuevo la eterna pregunta: ¿Por qué?

Me encogí de hombros, dándole a entender que me daban igual sus historias, pero él lo ignoró.

—¿Nunca te has sentido especial? ¿Diferente de los demás? —me preguntó. Yo callé intentando asimilar qué era lo que me estaba contando. Mi silencio le instó a continuar—. Yo siempre lo he sentido, Dani, todo empezó en la adolescencia cuando...

Ahí me vi atrapado. Creí adivinar sus intenciones y decidí pararle los pies de inmediato.

—Pues yo no —dije tan rotundo y alterado que hasta mis padres debieron oírme—. Siempre he sido un chico de lo más normal. Además tengo novia y...

—¿Que tienes novia? —dijo algo anonadado. Tardó luego un poco en reaccionar y luego me dijo—: Pues vaya, chico, me alegro por ti. —Unos segundos más tarde, que por cierto se me hicieron eternos, Alex añadió algo nuevamente extraño—: Me alegro que te hayas recuperado tan pronto de aquel duro golpe, Dani, en serio.

—¿A qué te refieres? —pregunté, intrigado.

—¿No perdiste a tu novia en un accidente de tráfico?

—No —le contesté serio y repugnado por la idea. ¿Había querido liarse conmigo pensando que estaba libre gracias a la muerte de mi novia? ¿De dónde había sacado todo eso?

—Pues no sé por qué, yo estaba convencido de ello. Quizás le había pasado a alguien de nuestro curso y creí que eras tú. Bueno, entonces mejor así, chico.

Sus palabras me sonaron tan extrañamente sinceras que no decidí echarle de mi casa todavía.

—Lo que intentaba decirte —continuó—, es que creo que tengo un don.

Desde luego que lo tenía, pensé yo. Tenía una capacidad memorística envidiable, el don de tramar lo intramable, y la gracia innata de parecer repelente cuando se lo proponía.

—¿Un don? —pregunté, a pesar de mis pensamientos.

—Sí, una habilidad especial, un poder.

—¡Venga ya! —le dije, ya sin la simpatía de momentos antes—. Como el de un superhéroe, ¿no?

—Sí, más o menos —respondió como si no hubiera captado mi sarcasmo.

—¿Y cuál es si puede saberse? ¿Escupes ácido, trepas y puedes tejer tu madriguera en el techo?

Para mi sorpresa, Alex rió divertido, y me contestó:

—No, no —dijo entre risas—. Ojalá.

Yo no dije nada. Me limité a observar sus reacciones. Empezaba a darme verdadera lástima.

—No sé exactamente qué es, ni para qué puede serme útil —continuó decidido a contarme su paranoia.

Mas fue entonces cuando le pareció percibir mi desinterés y calló por completo. Era como si me estuviera preguntando con la mirada si realmente yo quería escuchar lo que tuviera que decirme. De nuevo sentí lástima de él. Al fin y al cabo, pudiera ser que no estuviera del todo en sus cabales, así que intenté mostrar un mínimo de interés.

—Continúa... —le insté, pero ahora la sombra de la duda apareció en su semblante, como si no confiara en mí. Entonces aflojé por completo. O Alex era un excelente actor, o tenía realmente miedo de revelarme su más íntimo secreto. ¿Alex el "sin complejos" ? ¿El "me importa una mierda lo que piensen los demás" ? Fuera lo que fuese, tenía que saberlo; la curiosidad me invadió por completo.

—Confía en mí —volví a tentarle, haciendo un esfuerzo por mostrar mi máxima sinceridad.

—Está bien... —dijo no demasiado convencido—. Resulta que cuando leo un libro y llevo varias páginas, ya sabes... Cuando te gusta un libro y te sumerges en él y te olvidas del mundo en el que vives...

—Sí, sí, te entiendo.

—Pues eso, que pierdo un poco la noción del tiempo. A ti te pasará lo mismo, ¿verdad?

Yo asentí, y el siguió. Desde luego que no se trataba sólo de eso.

—Entonces, llega un momento en que lo que estoy leyendo me suena. Es como si ya lo hubiera leído. Es más, en ese momento pienso en cómo creo que continúa la historia, y la adivino hasta cierto punto. Como te digo, que leo y es como si ya lo hubiera leído instantes antes.

—Bueno... —intervine—. Tal vez sí lo leíste antes.

—No, no... Ocurre también con libros que nunca antes había leído.

—Ya, pero me refiero a que cuando pones el piloto automático en la lectura, cuando ya no eres consciente de que existen palabras, líneas y párrafos, tal vez, inconscientemente, cuando vuelves al mundo real, vuelves unas líneas más arriba. Entonces sigues leyendo y todo te suena, porque ya lo has leído antes, pero no te acuerdas de haberlo hecho.

—No. No se trata de eso.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Porque sé perfectamente de qué se trata.

—¿Entonces?

—No se tratan de unas simples líneas más adelante, ni siquiera de un párrafo, sino de la página siguiente.

—¿Qué? —dije estupefacto. Eso desmontaba mi hipótesis. Resultaría inverosímil que Alex pasara la página atrás sin darse cuenta.

—Como oyes. Me costó entenderlo y desarrollarlo, pero te aseguro que soy capaz de leer la página de después de los libros. Mientras leo una, los caracteres aparecen en mi mente como si los tuviera escritos delante de mis ojos.

—Pero, ¿cómo es posible?

—Eso es lo que no sé.

—No puede ser.

—Pues lo es —aseguró, y volví a creer que todo esto era un montaje para confundirme y ganarse mi confianza. Él pareció leerme la mente—. No me crees.

—Demuéstramelo.

—¿Es que no lo has visto? Te he leído el discurso de Bilbo a partir de las páginas anteriores.

En eso tenía razón. Ya me lo había demostrado, pero seguía habiendo probabilidades altas de que se lo tuviera todo estudiado.

—Sí, eso parece. Pero recuerdo que ayer me dijiste que te habías leído "El Señor de los Anillos" cuatro veces. ¿No será que te acuerdas de casi todo?

—Está bien. Trae otro libro y te lo demostraré.

Fui al estante y cogí "El Elfo Oscuro". Lo abrí por una página al azar y se lo di a Alex. Empezó a leer, y tras un par de frases le ordené que se detuviera. Pillé el libro y pasé a la página siguiente. No daba crédito a mis ojos. Allí estaban aquellas oraciones escritas tal y como él las había pronunciado. ¿Sería posible que se supiera de memoria aquel libro también? No podía ser, pero al mismo tiempo tampoco podía ser lo contrario, y la duda me corroía como hambrientas termitas. Salí de mi cuarto, fui directo al salón y tomé el primer libro que encontré a mi paso. "Cocinar con Microondas", fue el ejemplar que el azar llevó a mi mano.

—¿Va todo bien, Dani?

Era la voz de mi padre. Ni siquiera los había visto, a él y a mi madre, cuando entré. Estaba tan obsesionado que los había ignorado por completo. Volví la cabeza para responderles y fue entonces cuando me percaté de que el televisor estaba en marcha, pero con el volumen al mínimo.

—Todo bien —les dije.

Volví a mi cuarto. Alex permanecía sentado en aquella silla dónde lo había dejado. Le tendí el libro de cocina, desafiante. Él lo cogió y lo abrió por donde quiso, aparentemente por una página cualquiera, y empezó a describirme, con todo lujo de detalles, cómo se cocinaba una lubina en un microondas. Información que, como terriblemente descubrí, se hallaba en la página siguiente.

—No es posible... —balbucí primero, pero luego un sentimiento extraño se apoderó de mí.

Volví por más libros. Apretaba las mandíbulas y mis movimientos fueron rápidos. No sé si estaba enfadado o no, pero desde luego estaba muy alterado; había presenciado algo que no encajaba con lo que se supone que es normal. Esta vez no presté la más mínima atención a mis padres. Si algo me dijeron, desde luego, no llegó a mis oídos. Le eché tres libros encima de la mesa con la mirada más desafiante que antes. Eran de temas muy diversos, y era imposible que se los hubiera leído. Él los abrió de nuevo y, uno tras otro, leyó el contenido textual de la página siguiente.

—No es posible... —volví a decirme a mí mismo, pero no podía más que aceptarlo.

—Pero lo es, Dani. Ése es mi don.

—¿Y cómo puede ser?

—La pregunta no es el cómo, sino el por qué. El para qué.

—¿Qué?

—Esta claro que existe una entidad superior a nosotros, Dani, que me ha otorgado este don. Lo que no sé es con qué fin. No sé qué propósito puede tener esta extraña habilidad mía.

—No puede ser... —me repetía yo una y otra vez.

Aquello que estaba oyendo era descabellado, pero ¿había una explicación mejor? Ya no sabía qué creer. Mi cabeza no sabía encontrar un razonamiento válido, atrapada en un laberinto de ideas que se estrellaban siempre en el mismo muro. Era todo tan increíble, tan absurdo, y tan real... Recuerdo que me mareé y perdí el equilibrio.

—¿Estás bien, Dani? —me dijo Alex mientras me sujetaba.

—No... No lo estoy —le dije—. Esto es absurdo... Es...

En aquel momento entró mi madre. Su rostro reflejaba una enorme preocupación por lo que estaba viendo.

—Será mejor que me vaya —dijo Alex. Yo cabeceé un "sí" aturdido.

Todavía estaba atontado y flojo, y cuando Alex salió de casa, mi madre me dijo que debía tratarse de una bajada de tensión. Me recuperé al cabo de un rato. A las dos y cuarto, me comí el arroz con desgana. Mi cuerpo estaba allí pero mi mente estaba todavía en otro lugar, desconcertada en sus cavilaciones imposibles. Mis padres me hicieron un par de preguntas acerca de Alex, pero cuando se dieron cuenta de que nada iban a sacar en claro, me dejaron estar.

Volví a mi cuarto y me encendí el ordenador. Fui directo al icono del Tetris y me puse a jugar. Solía jugar a aquel antiguo juego para relajarme. Era un juego simple, pero me ayudaba a pensar. Mi mente racional empezó a hacer sus cábalas y, tras unas largas partidas, se me iluminó una lucecita en la cabeza. ¡Pues claro! ¿Cómo no había caído antes?

La respuesta me pareció entonces evidente. Alex no tenía un don; tenía una jeta impresionante. Las hojas suelen transparentar un poco y dejan ver parcialmente el contenido de la página de detrás. Es complicado leer del revés y con el texto de la página de delante entorpeciendo tu visión pero, seguramente, cogiendo un ángulo de luz adecuado, levantando levemente la hoja y, sobre todo, con mucha práctica, podría hacerse. De hecho, Alex no leía con fluidez, después de todo. Era una habilidad muy buena, eso tenía que reconocerlo, pero estaba lejos de ser el don sobrenatural que Alex había intentando venderme. Entonces me lo imaginé tronchándose de la risa, burlándose de lo imbécil que yo había sido tragándome todo aquello. Aún así, quería comprobarlo, y cogí un libro para ver hasta qué punto era complicado conseguirlo. Lo abrí, pero cuando aún no pude ni clavar los ojos en sus páginas, entraron mis padres. Recordaré eternamente sus miradas de zombis en el umbral de la puerta.


Ilustración: Endriago

—Dani, tenemos que hablar...

La voz temblorosa de mi padre y sus ojos enrojecidos no hacían presagiar nada bueno. Se respiraba el horror... Lo percibí de inmediato. Las palabras que luego oí de su boca llegaron hasta lo más profundo de mi ser, mucho más de lo que ellos nunca podrán imaginar. A mí, sin embargo, me convirtieron en la desdicha humana que soy, porque entendí en aquel momento en qué consistía exactamente el terrible poder que tenía Alex. Y sin duda, si yo no hubiera ido a aquella cena, la desdicha no hubiera ocurrido. Estas fueron sus palabras textuales.

—Se trata de Elena. Venía para acá con el coche y ha tenido un accidente. La hemos perdido.



Víctor Martínez Martí nació el 17 de junio de 1976 en Ontinyent, Valencia. Sus aficiones, desde siempre, han sido el dibujo —artístico y técnico—, el cómic y la informática. Hizo la carrera de Ingeniero Técnico en Diseño Industrial en la Universidad Politécnica de Valencia y ha ejercido de profesor en una academia de Diseño Gráfico por Ordenador. En materia de literatura fantástica dice que, aunque peque de poco original, sus autores favoritos son Asimov y Tolkien, cada uno en su campo. Apenas ha comenzado a publicar relatos, pero ya hay algunos en Tierra de Leyendas, y Aurora Bitzine le publicó "R. Halloween". Ha escrito los dos primeros volúmenes de una trilogía de fantasía épica que espera ver publicada muy pronto. No es poca cosa.


Axxón 153 - Agosto de 2005
Cuento de autor europeo (Cuentos: Fantástico: Fantasía: España: Español).