LA INVASION

Raquel Froilán García

España

Las cosas se pusieron muy raras cuando llegaron los extraterrestres. Con banderitas y todo, naves invasoras, bandas de música, pánico en las calles y suicidios en masa. Y por cierto, los —¿invasores?— marcianos, alienígenas, extraterrestres o seres de otro mundo, todavía no se habían dejado ver.

Había naves como aquella por todo el mundo, como debe ser, como en cualquier invasión que se precie. Claro que no eran tan grandes como las de las películas, pero aun así eran muchas. Y cada cual, cada país, hizo lo que pudo, y fue entonces cuando se montaron bienvenidas con pasacalles y banderitas. Los menos, optaron por lo más barato y simplemente las ignoraron. Algunos, ante los hechos consumados y deseosos de parecer buenos anfitriones, prepararon recepciones protocolarias de frac y joyas carísimas y música de violines y grandes carpas bajo las que las señoras se protegían del sol. Otros, más agresivos, les saludaron con armamento pesado y una ojiva nuclear directa a lo que se suponía que era el puente de mando de la nave. El saludo se quedó sin repuesta —verbal, se entiende—, ellos sin capital y las naves, intactas.

Bueno, ya estaban aquí. ¿Y ahora qué?

El problema es que aparte de su presencia no dieron más señales de vida. No intentaron comunicarse ni salieron para saludar a los curiosos, a los hombres armados hasta los dientes para defender a su familia y a su planeta hasta la última gota de su sangre, a los niños que señalaban asombrados y a los intrépidos que pintarrajeaban grafitis en la cubierta de las naves. Las pintadas y demás muestras de osadía quedaron como mudos ejemplos de (in)comunicación interplanetaria. Sin respuesta.

Los visitantes no hablaron, pero los humanos sí, y mucho. Las discusiones encendidas nacían, crecían y se multiplicaban para, finalmente, desparramarse por las calles formando charcos aceitosos en los que resbalaban las ancianitas y los motoristas. La gente corriente llegaba a las manos al acalorarse hablando sobre si serían formas de vida basadas en el carbono o en el silicio, si serían verdes y bajitos o grises y con grandes ojos almendrados, si como ET o como Alien. Los expertos, ufólogos, astrónomos, curanderos, exobiólogos, científicos de la NASA y charlatanes se sustituían unos a otros en las tertulias televisivas; nadie tenía ni tiempo ni ganas para pedir referencias y/o credenciales.

Pero la obsesión de todos era comunicarse. Hablar con ellos. Hacerles preguntas y comentar todo tipo de dudas existenciales. A ver para qué si no habían venido. ¿Qué querían y por qué no salían a saludar? ¿De dónde venían? ¿A dónde iban? ¿Por qué habían parado aquí? ¿Acaso necesitaban repostar?

Se procedió a un bombardeo sistemático, pero ya no con artillería pesada, sino con información. Las multitudes se reunieron frente a las naves y, según la costumbre local, se organizaron vigilias de rezos (sí, serían extraterrestres pero ¿estaban salvados?) o lecturas del Quijote. Se conectaron equipos de sonido y se organizaron veladas de música clásica, ópera, salsa y death metal. Se radiaron mensajes en todas las frecuencias posibles y en todos los idiomas imaginables (incluidos el élfico y el klingon, sólo por si acaso). Hubo quién —desesperado, sin duda—, contrató a un montón de mimos callejeros para que actuaran frente a los visitantes, por aquello de la comunicación no verbal. Alguien se acercó a una nave y, golpeando el metal con una piedra, transmitió un "Hola, ¿qué tal?" en morse antiguo y muchos siguieron su ejemplo aunque con objetos más contundentes y piedras cada vez más grandes, más para desahogar la rabia producida por tanto mutismo que por un verdadero deseo de diálogo interplanetario. Y de todos modos, casi nadie recordaba el morse antiguo.

La Humanidad estaba muy, muy desconcertada. Tanto tiempo esperando la prueba que confirmara que no estabamos solos en el Universo para que, ahora que por fin estaba aquí, la prueba se negara a hablar, silbar, gorgotear, parpadear, emitir pseudópodos olfativos, usar telepatía o lo que quiera que hicieran esos seres para comunicarse. Y la Humanidad quedó aún más desconcertada cuando, no habiendo pasado ni seis días desde el masivo aterrizaje, simplemente levantaron el vuelo y, para no variar, se marcharon sin decir nada, por supuesto, y menos aún para despedirse. Pero no fueron muy lejos. Se quedaron en órbita alrededor de la Tierra, haciendo maniobras para evitar chocarse con la basura espacial y los satélites rusos.

¿Se fueron todas? No, todas no, quedó una.

Y no se estuvo quieta.

Era una nave como las demás, como las que sí se habían ido —aunque no muy lejos—, ni más pequeña ni más grande, pero con la misma superficie dura e irisada que tanto había llamado la atención (incluso a los valientes que pintaban obscenidades sobre ella), esa cubierta que brillaba al sol (y lo más curioso, también a la sombra) creando luminosos degradados cuyos colores iban y volvían del verde al violeta y del amarillo al azul sin necesidad de seguir el orden de ningún espectro luminoso —o al menos, de ningún espectro luminoso conocido—, pasando por todos los colores y por ninguno. En cierta forma, parecía el caparazón gigante de algún escarabajo portentoso al que, sin duda, los antiguos egipcios hubieran adorado. O temido.

Y aquella nave solitaria llamó mucho más la atención, si cabe, que todas las demás juntas; su unicidad la hacía única. Primero recorrió todos y cada uno de los océanos, mares, lagos, ríos —desde el nacimiento a la desembocadura—, embalses, depósitos de agua y estanques de patos del mundo. No tardó mucho. Al parecer, si se lo proponía, la nave podía alcanzar velocidades asombrosas. Toda la visita turística no le había llevado más que unas cuantas horas, pasó tan rápido por todos lados que los que alcanzaron a ver algo no observaron más que un velocísimo borrón irisado. El recorrido exacto sólo se pudo reconstruir posteriormente y gracias a las cámaras de alta velocidad de un montón de satélites espía que nadie sabía que estaban ahí.

Después, sobrevoló los polos y todos los continentes, del norte al sur y del este al oeste, parándose aquí o allá algunas horas o un par de segundos, sin seguir ninguna lógica, sin ningún orden o preferencia sobre el itinerario —o al menos, un orden comprensible para la mente humana—. Finalmente, subió hasta América del Norte, regresó a América del Sur, la observó otra vez con interés y desde todos los ángulos concebibles —la nave era dura pero flexible a voluntad y aparentemente no tenía ningún eje mayor definido, por lo que podía girar con libertad sobre sí misma en cualquier dirección, ángulo o posición posible y quedarse así sin dar la menor muestra de incomodidad—, pasó otras dos veces más sobre el Río de la Plata para volver otra vez a Europa en una travesía intercontinental casi instantánea. Una vez allí, la nave dio un par de pasadas rápidas para luego centrarse en la cuenca mediterránea, donde recorrió todos los países desde Portugal hasta Italia con minuciosidad obsesiva.

Tras días de continua y frenética actividad —volaba igual de bien de noche que de día— la nave se posó y comenzó a parpadear. Sí, a parpadear. Ya no era la luz reflejada la que producía los resplandores irisados, estos nacían, brotaban, desde dentro a intervalos regulares. Rítmicos y sincopados, comenzaban en el polo superior de la nave y se esparcían por toda la superficie, formando complejos patrones luminosos reverberantes, acompasándose de un lado a otro para morir lentamente en el polo de donde habían surgido. Casi al mismo tiempo, la nave se puso a... a cantar, por llamarlo de alguna forma. Sonaba... bueno, no sonaba como nada de este mundo, pero parecía un millar de ballenas dementes coreando en un concierto de heavy metal con los mecheros en alto, dos mil trescientos quince elefantes muy salidos bramando todos a la vez, mil millones de chicharras asesinas chirriando como locas al unísono... Había que estar allí para describirlo pero, por muy mal que sonara, definitivamente, se estaban comunicando. Y ya era hora. Tenía que ser eso. ¿O no? Porque, por mucho que brillara, la nave seguía pasando mucho de los humanos que se acercaban como atraídos por ese sonido repelente.

¿He mencionado ya que aquellos, ejem, sonidos se parecían —con buena voluntad— a los cantos de las ballenas? Pues esa fue la opinión de casi todos los que asistieron al espectáculo, bien en directo —la nave había atraído a oleadas de multitudes o a multitudes en oleadas—, bien por las retransmisiones en directo (en este caso, las multitudes estaban cada una en su casa, viendo la tele). «Hay que traer ballenas, para que traduzcan», sugirió alguien, «como en aquella película, sí hombre, esa en la que sale un tipo con orejas puntiagudas... no, tío, esa es El Señor de los Anillos, yo digo la otra, la del espacio, la de la nave En Reprís». «Será Enterprise, so animal» le corrigió otro. «Lo que faltaba, un trekkie», comentó el de más allá al ver el disfraz un tanto ridículo del que había hablado antes.

Parecía lógico. Aquel antropocentrismo congénito había hecho suponer a todo el mundo que los extraterrestres habían llegado para vernos a nosotros, cuando el planeta estaba lleno de especies más o menos inteligentes. No se perdía nada por probar. Y durante su viaje de reconocimiento, antes de ir a cualquier otro sitio, la nave se había ido derechita a ver el agua. ¿Ballenas? Pues vale.

La ballena se llamaba Monserrat y tenía un coro de delfines. La habían traído desde el Oceanográfico de una ciudad costera, adonde había llegado para dar un concierto de su exitosa gira mundial. El traslado —por carretera— había sido largo, complicado y surrealista, tanto que merecería un cuento aparte, pero ya estaba aquí, por fin, con su troupe de delfínidos, músicos, representantes, asesores de imagen, focas malabaristas, entrenadores personales, abogados, biólogos marinos, masajistas, secretarias, directores de orquesta —dos, y se odiaban a muerte—, aduladores profesionales, fans, cazadores de autógrafos y vendedores de pescado.

Monserrat era una ballena azul. Había nacido libre en el Océano, donde vivió tranquila y en el anonimato hasta que un día se topó con un barco ballenero... umm, perdón, un buque de investigación japonés. Casualmente también pasaba por allí el Rainbow Warrior XXVII, el barco del Nuevo Greenpeace, que iba desarmado pero con un montón de cámaras de vídeo y transmisión vía satélite. Los japoneses eran duros, más duros que los balleneros noruegos, más duros que los balleneros vascos o que los balleneros de Melville, y no se dejaron intimidar porque hubiera público. Monserrat, que por aquel entonces no tenía nombre, se vio atrapada, y, en su desesperación, entonó su canto del cisne, eesto, su canto de ballena. Yo he oído las grabaciones. Fue irrepetible, emocionante, trágico y hermoso. Una obra maestra. Los duros balleneros japoneses parecían párvulos llorando a lágrima viva el primer día de colegio, llamando a gritos a mamá, totalmente arrepentidos y conmovidos en lo más hondo. Tanto, que abandonaron en masa el buque de investigación e intentaron pasarse de inmediato a las filas de los de Greenpeace. Fue una lástima que no se les ocurriera soltar los arpones antes de abordar el Rainbow Warrior, porque se habría evitado el susto que se llevaron los ecologistas —que creyeron que los estaban atacando—, la posterior batalla campal y todos aquellos heridos, que hubieran sido muchos más si a Monserrat no se le hubiera ocurrido ponerse a cantar de nuevo. Tras el bis, balleneros y ecologistas sollozaban abrazados, magullados y contusos, pero jurándose hermandad y amor eterno. Afortunadamente a nadie se le ocurrió apagar las cámaras, que siguieron transmitiendo aquel increíble debut.


Después de varias horas de preparativos, comenzó la actuación frente a la nave, que había tenido el detalle de aparcar en un descampado enorme. Monserrat flotaba majestuosa en el megacuario y por un momento pareció más grande, irisada y brillante que la nave, pero fue sólo un efecto de la luz en el agua. La luz que emitía la nave hacía cosas raras, parecía jugar con la realidad en lugar de limitarse a iluminarla. Y qué decir del concierto. Sobrecogedor. Cierto que en un principio habían traído la ballena para que sirviera de intérprete, para eso habían entretejido tantos cables en el cristal de la pecera, pero no se podía dejar pasar la oportunidad de mostrarles el canto de Monserrat a los extraterrestres. Y qué canto. A mí se me saltaban las lágrimas y no era la única. Había toda una multitud que pensaba lo mismo.

Los extraterrestres tampoco se quedaron indiferentes. En cuanto Monserrat terminó con la última nota, grave y casi eterna, la nave volvió a emitir aquella increíble vibración y las luces se volvieron locas, como las de una discoteca en una rave salvaje y hasta arriba de ácido. «Ahora sí que estaban transmitiendo», pensamos todos. Sólo faltaba esperar a la traducción, aunque yo no sabía muy cómo lo harían. No había visto la película.

Las paredes del acuario también vibraban, y de una forma alarmante, además. A pesar de ser sólo una ballena que no necesitaba ni troupe de delfínidos, ni músicos, ni representantes, ni asesores de imagen, ni focas malabaristas, ni entrenadores personales, ni abogados, ni biólogos marinos, ni masajistas, ni secretarias, ni directores de orquesta, ni aduladores profesionales, ni fans, ni cazadores de autógrafos, ni vendedores de pescado porque se alimentaba de plancton, Monserrat parecía bastante molesta por la situación y por los endoelectrodermos que le habían colocado —sin su consentimiento, claro— en la cabeza. Tampoco parecía muy a gusto con los ruidos que salían de la nave y que el enorme acuario recibía y condensaba. Ni con la luz, que de pronto dejó de ser difusa y colorista para concentrase en un único haz blanco.

Algo no iba demasiado bien, y no era sólo por el ruido como de chisporroteo que salía del acuario —que sonaba igual que las sardinas al freírse—. Monserrat tampoco estaba en su mejor momento. Entre otras cosas porque la vibración había convertido la pecera en un microondas gigante y el haz de luz reconcentrada probablemente actuaba como un láser, pero no hay que hacerme mucho caso porque yo no entiendo de estas cosas; sólo sé lo que se comentaba entre la gente. También se dijo que dijo que seguramente la sangre y los órganos internos de Monserrat hirvieron y se churruscaron de forma irreversible en el momento en que tanto la luz como aquel ruido subieron de intensidad, justo antes de que toda el agua se vaporizara. La ballena, tristemente, quedó en el fondo del tanque como un pescaíto frito aquejado de gigantismo.

Nunca supimos si aquello había sido producido por una sobrecarga en el sistema de traducción o si habían sido los propios extraterrestres quienes, como críticos implacables, habían freído a la artista. Y seguíamos sin saber qué habían dicho exactamente.


Al viejecito que estaba a mi lado la situación debía parecerle francamente graciosa, porque se estaba revolcando en el suelo de la risa. Literalmente. En serio, parecían espasmos, pero como no le salían espumarajos de la boca, deduje que no tenía un ataque y que sólo se estaba riendo. De vez en cuando sus giros le colocaban boca arriba y entonces agitaba las piernas en el aire, soltaba otra carcajada y decía:

—Ja, ja. ¡Una ballena! Ja, ja, ja. ¡Hay qué ver! ¡Una ballena! ¡Han traído una ballena!

Así estuvo unos buenos diez minutos, hasta que se le acabó el fuelle y se levantó, soltando algún "ji, ji" que otro, enjugándose las lágrimas de risa y sacudiéndose el polvo de la ropa.

—Disculpe, ¿le parece gracioso que hayan asado a nuestra intérprete? —le pregunté.

El buen hombre no contestó. Mi pregunta le había causado otro violento ataque de risa y estaba se ensuciando otra vez la ropa que había intentado limpiar antes. Y ahora que me fijaba mejor, aquello no era ropa corriente, era una vieja bata blanca de laboratorio que había adquirido un sospechoso color grisáceo con el tiempo. Me tendió una mano y una mirada que parecía decir "si es que ya no tengo edad para estas cosas" y le ayudé a levantarse.

—Lo siento, jovencita, pero no me negarás que esto es para partirse.

Ahora fui yo la que no dijo nada, pero estaba haciendo una lista mental de los pros y los contras de arrearle un puñetazo por llamarme "jovencita", pero me contuve. Seguro que del primer golpe se partía como una ramita seca. Se conservaba mucho peor que yo, que tampoco tengo edad como para ir sacudiéndole mamporros a la gente. Cuando tenía veinte años, sí, pero no ahora, claro que si no fuera por la artritis... Pero mi expresión bastó para que abandonara el tuteo ipso facto.

Antes de darnos cuenta ya nos estabamos enseñando efotos de los respectivos nietos —yo siempre voy bien provista— y comentando hay que ver, cómo crecen los niños de ahora, que parece que les meten hormonas en los yogures, y mire, esta es de las vacaciones, esta es mi nuera y mi nietecita, cuando de entre todas aquellas fotos de bebés gorditos y morenos el hombre sacó una con lo que parecía un enorme terrario lleno de puntitos negros. Igualito al que yo tenía de pequeña, para mi granja de hormigas, oigan. Y, lo más curioso, el viejecito parecía más encariñado con ella que con las otras, en las que salían crías de vertebrado de su propia sangre.

—Son hermosas ¿eh? —dijo, embelesado, tanto que babeaba un poquito. A su edad, ya se sabe.

—¿Quiénes? —respondí yo, algo descolocada por la pregunta—. ¿Las hormigas? A mí me parecen bastante normales y corrientes, la verdad. Pequeñitas y eso.

El hombre pareció algo ofendido, como si yo le hubiera comentado que sus nietos eran feos.

—Nada de corrientes, señora. Estos bellos ejemplares, dignos representantes de su especie, son hormigas argentinas, Linepithema humile, familia Formicidae, orden Hymenoptera, para ser precisos.

—Ah —dije yo—. No tenía el gusto.

—Pues debería. Hay unas 11000 especies, hormiga más, hormiga menos, y estas son, sin duda, las mejores de todas. Y supongo que no tardarán mucho en llegar.

—¿Llegar adónde? —dije—. ¿Aquí?

—Claro, mujer, dónde si no. No supondrá que los visitantes han montado todo este jaleo sólo para vernos a nosotros. Las estaban llamando.

—Hombre, pero hormigas...

—Pues sí, hormigas argentinas. Si se fija bien, la nave puso más interés en las zonas colonizadas por estas amiguitas que en ningún otro sitio y ha venido a posarse aquí, justo en medio de la mayor supercolonia de todas, unos 7000 km. de punta a punta dominados por miles de millones de ellas.

—Pues nunca lo hubiera dicho. Fíjese usted que a mí me parecen todas iguales.

La cara que puso ante mi declaración fue realmente cómica; por un momento temí que fuera a gritar "¡Condenación!" o algo por el estilo. Pero se contuvo, creo que contando hasta diez, muy despacio.

—Nada de eso, jovencita —y en esas, el viejecillo se lanzó a recitar de memoria, como si le estuviera tomando la lección. Habló de hormigas durante media hora, forma, color, morfología hábitat, alimentación, distribución y ritos de cortejo. Luego se paró a descansar, pero sólo para coger carrerilla y hablar otros tres cuartos de hora. Para entonces hacían un buen rato que nos habíamos sentado en el suelo —con un montón de crujidos artríticos durante el proceso—. Yo me quedé boquiabierta y sin haber entendido de la misa la mitad, en parte por el lenguaje técnico que usaba el hombre, en parte porque me distraía de vez en cuando —estaba haciendo calceta—. Y tenía serias dudas sobre el idioma en el que había dado el discursito. Por si fuera poco, el hombre tenía un feo color amoratado, sin duda debido a la falta de oxígeno. Si es que casi no se había detenido a tomar aire.

Yo me dispuse a largarme, no fuera que le diese por empezar otra vez.

—Bueno, ha sido un placer —empecé a darle largas—, pero me tengo que ir...

—De eso nada —protestó él—, si ahora empieza lo mejor. Mire.

Señalaba hacia el fondo de la explanada, por donde la gente estaba empezando a separarse para dejar un pasillo muy ancho.

—¿Qué narices...?

—Ya se lo dije —se regodeó el hombrecillo—. Las estaban llamando. A las hormigas.

Todo aquello era muy raro.

—Píenselo bien. Estos imbéciles —dijo señalando a los de la organización, que se tiraban de los pelos frente a los restos achicharrados de Monserrat—, tenían razón al pensar que posiblemente los visitantes no nos buscasen a nosotros. Pero se equivocaron del todo con lo de la ballena, que no es sino otro mamífero. Como nosotros, que nos empeñamos en colocarnos en lo alto de la escala evolutiva cuando los que realmente dominan el planeta son los insectos.

—Ya —dije yo, no muy convencida. Muy a mi pesar, empezaba a entender a dónde quería llegar.

Él volvió a sacar la foto de las hormigas.

—En términos globales, el conjunto de hormigas viene a representar del orden de entre un 10 y un 15% del total de la biomasa animal del planeta y su peso es similar al de toda la especie humana —dijo mientras señalaba a los diminutos puntos negros—. ¿Sabe que en términos relativos tocamos a kilo de hormiga por kilo de humano en el planeta?

Pues no, yo no lo sabía, pero él siguió a lo suyo.

—Y en cuanto a las hormigas argentinas, se extendieron por todo el globo hace cosa de un siglo, gracias a que nosotros los humanos —la cima evolutiva, no lo olvide—, nos trajimos unas cuantas reinas fertilizadas al importar plantas de América del Sur. Y cuando las dejamos a su aire, acabaron con casi todas las especies autóctonas, que no pudieron con las argentinas.

»Verá, las hormigas argentinas no se matan entre sí como hacen casi todas las demás. Cuando se encuentran dos individuos de distintos hormigueros, aunque sean de la misma especie, luchan a muerte. Y claro, mientras se están matando entre ellas no compiten bien por el territorio. En cambio las argentinas no. Y es algo que no hacían allá en su casa. Se supone que es porque al llegar tan pocas reinas en un principio, sufrieron una perdida de diversidad genética y reconocen a las demás hormigas como parientes aunque no lo sean, aunque también podría deberse a factores ambientales. No sé, igual tiene que ver con el contacto con las hormigas gallegas, de las que aprendieron el concepto de "morriña".

Entonces dejó de hablar. El pasillo humano se había abierto del todo y pudimos ver qué era lo que lo producía. Una cantidad apabullante de hormigas desfilando.

—Mis niñas —dijo, en un tono enternecedor.

—¿Son todas suyas? —pregunté yo, algo mosqueada. Debía de haber millones. Miles de millones.

—No, claro que no, pero seguro que mis niñas son las que van en cabeza. Mi laboratorio no queda muy lejos...

—¿Y qué pasa, que saben abrir la puerta solas?

El hombrecillo me clavó una mirada muy, muy condescendiente; me entraron ganas de quedarme calladita. Y sí, al parecer sabían salir de los terrarios ellas solitas.

Me contó que experimentaba con hormigas porque las veía como las herederas naturales del planeta, cuando nosotros acabáramos con él y nos autodestruyéramos en el proceso (le pregunté por las cucarachas, pero me lanzó una mirada todavía peor que la de antes, así que cambié rápidamente de tema).

Su otra opción eran las termitas, pero como no tenía ninguna a mano se decidió por las hormigas. Empezó con diez reinas y poco a poco fue seleccionando a los ejemplares más prometedores. Después de muchos años de pruebas, no tuvo problemas en mostrarles la rueda, puso un coche de juguete en el hormiguero principal y ellas se limitaron a copiar el modelo, pero al parecer preferían las energías renovables, pues construían sus vehículos de tracción animal, poniendo a unos áfidos a tirar del carro. Después del éxito, se decidió a dar el paso definitivo, les hizo entrega del fuego, paso indispensable según él para lograr el desarrollo de una cultura tecnológica. Pero los resultados habían sido poco alentadores. Sólo usaban el fuego para calentar unas infusiones rarísimas que sorbían con una pajita de unos recipientes esféricos...

El hombre se calló. Llevaba tanto tiempo hablando que casi se me había olvidado cómo sonaba el silencio. Lo que veía me hizo enmudecer a mí también.

La marabunta —pues aquello no era otra cosa, aunque no se hubieran detenido a devorar al publico asistente— al fin llegó justo frente a la nave, que se lucía en un espectáculo pirotécnico sin precedentes y volvía a producir aquellos ruidos tan desagradables. Todas esas hormigas rodearon aquella inmensa nave en un pis pas y aún faltaba espacio para las de la cola.

Una de ellas, una reina, según me explicó mi amigo el científico chiflado, se adelantó y se puso justo delante de la nave, que parecía haber sobrepasado el punto máximo de su loca vibración y empezaba a abrirse por la parte delantera, separando una especie de pétalos opalescentes.

Algo salió por aquella puerta.

Y un murmullo de decepción se extendió por la explanada. «Vaya birria de extraterrestres», debió pensar la mayoría.

Ni siquiera habían tenido el buen gusto de ser antropoides, hombre, como en las películas, donde los alienígenas que invadían la tierra eran muy feos, sí, pero también humanoides con su simetría bilateral y todo.

Mira tú por dónde, las cosas que salieron por aquella puerta parecían hormigas.

Y si bien eran bastante grandes, no eran de esas hormigas gigantes capaces de destruir Tokio después de comer y antes de la siesta. Nada de eso. Cada una era del tamaño de un conejo adulto y bien alimentado, enormes para ser insectos, claro, pero muy poco espectaculares. Además, parecían tener más apéndices, patas, antenas y quetas de la cuenta.

¿Y cómo se comunica uno con bichos así?

Mi compañero parecía fascinado. Tomó a una hormiguita de la enorme procesión que seguía pasando frente a nosotros —se limitó a agacharse y extender un dedo y el insecto se subió sólo, como si se conocieran de toda la vida—, y se dedicó a comparar al equipo de casa con los visitantes y, partiendo de esas diferencias, especulaba sobre las condiciones de vida de su planeta de origen. En voz alta. La gente ya empezaba a mirarnos raro, como si el tipo barbudo de la bata gris fuera un espécimen mucho más curioso que los bichos de la nave.

La reina que se había subido a la nave en primer lugar parecía la hermana pequeña de la hormiga marciana que tenía enfrente. Se daban golpecitos en las antenas —y la hormiga alienígena tenía muchas—, mi amigo decía que se estaban "oliendo" para reconocerse. Al principio eran toques suaves y lentos, como si fuera una presentación formal, pero luego esta "frecuencia de antenación" se hizo más rápida y continuada.


Ilustración: Ferran Clavero

Se habían hecho amiguitas.

—Parece un poco decepcionada —dijo mi nuevo amigo, el domador de hormigas—. Un poco como todos ¿no? Se esperaba algo parecido a Alf o a Predator y no esto.

Por su parte, él parecía encantado.

—No es decepción —dije yo—. Sólo pensaba en lo que se estarán contando. En lo que nos espera.

Me paré. No sabía muy bien qué era lo que me preocupaba.

—Sabe —dije cuando pude seguir—. En lo único que puedo pensar yo es en filas de hormigas atareadas y niños con lupas al sol. En pies gigantescos cayendo sin piedad sobre tus hermanas. En tipos aburridos que pasan el tiempo orinando sobre tus hormigueros.

Él no dijo nada.

—Sólo puedo pensar —seguí yo— en lo que dijo usted antes, en que tocamos a kilo de hormiga por kilo de humano en el planeta y que estas visitas van a alterar mucho la proporción. Son más grandes y seguro que son muchas.

Ahora tampoco dijo nada, pero tenía cara de estar calculando cuántas hormigas cabían en la inmensa nave, en todas las naves que seguían en órbita.

—No creo que sea para tanto, mujer —dijo él—. Básicamente los humanos y las hormigas nos hemos ignorado hasta ahora, no creo que esto vaya a cambiar.

—Ya, pero las naves estelares están en su bando. ¿Ha pensado lo que hará la gente si los extraterrestres les ofrecen las estrellas a las hormigas y no a nosotros?

—Tal vez ellas sí que se lo han ganado. Las supercolonias de hormigas argentinas representa la mayor unidad de organismos cooperando de todos los tiempos. Igual se lo merecen más.

—No digo que no, pero... ¿recuerda el cuento de la cigarra y la hormiga?

—Claro, al final las hormigas salva a la cigarra de morir de frío en el invierno porque la dejan resguardarse en el hormiguero y la cigarra le devuelve el favor cantando gratis para ellas.

—Ya, pero... ¿Y si no fue así? ¿Y si la cigarra al final se merecía lo que pasó, por capulla, vaga e irresponsable? ¿Y si las hormigas encontraron su cadáver congelado al final del invierno?

—Bueno, bueno, no se ponga así. Todavía no sabemos lo que pasará y nosotros no somos cigarras.

—¿Seguro?

—Ande, venga conmigo, que le invito a un café y seguimos hablando —dijo él mientras rebuscaba en los bolsillos de su bata, como si fuera a encontrar allí lo que se le había olvidado. Y no estaba ahí pero andaba cerca—. Por cierto, me llamo Emilio.

Y lo dijo con una sonrisa que me hizo reconocer que me había ganado. Pero sólo por esa vez.

—Encantada. Yo soy Rosa.

—¿Sabe, Rosa? —dijo, tomándome del brazo para alejarnos de la multitud, de las hormigas argentinas, los invasores, la nave gigantesca y el cadáver de Monserrat, que seguía oliendo a chamusquina—. Presiento que éste es el principio de una buena amistad.



Raquel Froilán García nació en León, España, en 1981, por lo que, aunque no somos buenos en matemáticas, hemos calculado que ostenta la indecente edad de 24 años... Casi inmediatamente después de aceptar que escribir es su imperativo vital, nos inundó de relatos de toda forma, color y tamaño. Pero hay consuelo: no sólo a nosotros. Axxón le publicó "Jezabel" en el N° 142 y una ficción breve, "El inocente y Abel", en el N° 148. Pero no falta mucho para que tropecemos con ella en otros sitios y antologías; ya verán.


Axxón 151 - Junio de 2005
Cuento de autor europeo (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: España: Español).