PIRATAS ESTELARES

Lola Robles

España

Desde hacía algún tiempo, mis colegas y yo —navegábamos en la Argos— teníamos puesto el ojo en la Transgaláctica, la mayor nave de pasajeros de entonces, exclusiva para los millonarios, que solía viajar hacia alguno de esos planetas paradisíacos con playas vírgenes de arenas color rosa y mares amatista, mundos cuyo nombre ni me interesa recordar. Pero sus medidas de seguridad eran extremas: el radar podía detectar hasta una lata de cerveza que volase perdida cerca de su ruta. La única solución era introducir un hombre, un troyano. ¿Adivináis quien se ofreció voluntario para la misión?

Cuando la nave hizo escala en Eridiani 5 yo estaba allí, candidato a formar parte del personal de servicio como camarero. Me gustaría que me hubierais visto: iba empacado como un lord, zapatos relucientes, traje oscuro, camisa inmaculada, guantes largos de seda para ocultar mis brazos, el pelo abrillantado y recogido en coleta. Me aceptaron, siempre necesitan gente guapa para el servicio. Un día después estaba a bordo de la Transgaláctica.

Iau, aquello no se parecía a nada de lo que yo hubiera visto. Ciento veinte metros de eslora, 80.000 toneladas en reposo, tres reactores principales, gravedad estable garantizada, cinco niveles, una cubierta superior de paseo con bóveda de cristal para tumbarse a ver la galaxia, además de cuatro piscinas, solarios artificiales incluidos. Capacidad para quinientos pasajeros, más cincuenta personas de tripulación y cien de servicio. El máximo confort: camarotes individuales, dobles y dos decenas de suites. Cines, bares, casino, salas con máquinas de sueños, todo tipo de tiendas, restaurantes, una gigantesca sala de baile con orquesta humana. Ni tiempo me dio a recorrerlo todo.

Yo les parecía muy guapo, así que me destinaron al servicio de suites. Me trastorné viendo tanto lujo. Caminaba como un sonámbulo por los pasillos enmaderados; mis zapatos crujían sobre el brillo. Cada suite medía no menos de cien metros cuadrados, paredes de cristal que podían colorearse separando las estancias: el salón con chimenea, divanes de cuero auténtico, alfombras hechas a mano, telepantalla gigante en conexión directa con los satélites galaxis principales, más de cien cadenas de televisión captables. Una cápsula holovideo conectada en todo momento. Dormitorios tipo reconstrucción con muebles antiguos y sedas por todas partes, o tipo modern, en colores fríos, paredes de luz y camas dinámicas. En los baños, espejos y jakuzzis y suelos de cerámica caliente, y grifos de oro, apliques de oro, albornoces de hilo de oro, oro repetido aquí y en todas partes hasta provocar náuseas.

Actúe con velocidad y precisión. A la semana me había introducido desde mi portátil en el sistema de comunicaciones y probé a enviar un mensajito a Argos. A los diez días descubrí que el capitán, un tipo sospechosamente joven para guiar una nave como esa, que paseaba su uniforme de gala con cualquier excusa, había llegado hasta ese puesto gracias a un padre comandante de las fuerzas fronterizas y además se follaba a la esposa de uno de los técnicos de seguridad, dama en cuestión que merecía el adulterio, no lo negaré; alta, perfectamente esbelta, vestida siempre de poliamida barnizada en negro brillante o con cuero auténtico, botas de flexivinilo, el pelo oscuro, liso y corto; nunca le vi los ojos, ocultos tras gafas antifaz. Observé su estilo en las cenas y postcenas, y la espié desnuda con el capitán, en el camarote de éste. Decidí delatarla al esposo: le fui explicando lo que ella le hacía al otro, no ahorré detalle ni susurro ni jadeo alguno hasta irritarle verdaderamente. Le aconsejé venganza y ofrecí mi complicidad. Aunque estaba furioso y quería vengarse cuanto antes, logré que se controlase y aceptara ayudarme; ideamos un modo para que la nave se volviese accesible justo dos jornadas después, en el ecuador de nuestro viaje, durante la fiesta para celebrarlo.

Después de la cena, la sala de baile se inundó de luz. Luz helada, opalina, contra los espejos de las paredes enmarcados en cromo, contra las lámparas de cuarzo, el suelo de ónix pulido y las columnas hexagonales. Se exigía etiqueta rigurosa, antigua o modern. Así que se paseaban, rozándose los uniformes de gala. Con la confianza absoluta de que la nave era inexpugnable, casi todo el personal de seguridad, exceptuando los servicios mínimos, estaba allí, entregado a la fiesta sin cuidado alguno. Había hombres con smokings, fracs, levitas, casacas y hasta capas de piel; y las mujeres, vestidas hasta los pies con atuendos de no sé qué época terrestre: faldas de vuelo o fantasía, polisones —alguien los llamó así—, mucha seda, brillos fatuos y escotes por doquier. En cuanto a los modern, ellas usaban túnicas de metal, finísimas mallas color azufre o rojo cinabrio o gris plata vieja, con faldas de láminas —musicales, si la dama era más que riquísima— que descubrían las piernas cuando su portadora caminaba, y con hombreras, brazales, cubrenucas agudos, cráneos rapados con tatuajes o dibujos en el cabello o peinados stifis: mechones larguísimos, en todos los colores, cuanto más reflectantes mejor, moldeados y endurecidos en arabescos, crestas, caos, serpientes o figuras geométricas. Botas con seis centímetros de suela y de cuero o de plástico charol o piel de lobo o foca plateada o de cualquier otra especie animal más admirada si más extraña o extinguida.

Los varones, en comparación, no eran dignos de ser observados: semidesnudos o con clámides traslúcidos o con petos de metal deslumbrante y labrado; el pelo, trenzas hasta los hombros, barba de colores y lentillas de color algunos.

Yo les servía alcohol y más alcohol: champán clasic, champán rojo, champán violeta, vino añejo terrestre, vino negro de Rigel y blanco de ámbar de Alfader 2, licor de gosui y de maste y de gorzak; agua de vida y absenta. Bebían felices tras la cena donde les habíamos dado a probar los platos más exquisitos y selectos: sopa de sakomi y de fhelakti, ensalada de dulse y jaimokó, setas orsaka con carne de venado en salsa de jengibre; foie frío sobre pan caliente de sésamo; tempura y sushi; arroz azul con mejillones al vapor; tortas de hojaldre con crema de dátiles frescos y yogur, kiwis con nata helada en platos de cristal con decoración de piedras esmeraldas; cerezas almibaradas en vasos incrustados de rubíes.

Ahítos y borrachos, y yo rodeado por toda esa basura humana, con mi mejor sonrisa, mi suavidad de serpiente ofreciéndoles más absenta demoníaca, y regalos de postre para que volasen todavía más: lo mejor de lo mejor, os lo aseguro, nada de mierdas adulteradas. ¿Quiere un vasito de shimi slash, la meganfeta más potente, la más rápida, la más duradera, veinte horas de vigilia y sin el menor postefecto depresivo? ¿Preferirá algo más breve pero intenso, quizás Santra Night, visiones pirotécnicas garantizadas, o es usted de los sublimes que sólo toman drogas artísticas, tipo Mirror Libre? Aquí la tengo, no sufrirá ninguna distorsión psíquica que no controle. ¿O desea precisamente descontrolarse, decirle a ella o a él eso que nunca se atrevió? Pruebe Heartly Vreem, la Gelatina de la Sinceridad.

Prueben, prueben, prueben. Yo sólo bebía agua y alargaba las bandejas. Sentía vibrar mis brazos bajo la seda blanca de los guantes. Sentía las dos pistolas de cañón largo en mi cintura, bajo la chaqueta y mi peto antibalas. Se acercaba el momento. La orquesta de músicos humanos empezaba a tocar.

Amplié mi sonrisa más aún, me pasé la lengua por los labios. Se iniciaba un vals. Oh, un vals. Qué hermosa melodía. Las lámparas se reactivaron, ardiendo casi con desmesura; una explosión de oro y el suelo se convirtió en un lago de mercurio líquido. Las parejas se buscaron y empezaron a danzar. El micrófono oculto en mi oído transmitió las notas musicales a mi cómplice cornudo que frente a los radares en la sala de seguridad del puente de mando esperaba esa señal para manipular las pantallas e impedir que mostraran la aproximación de mi nave, la Argos. Debía abrir una de las compuertas de la pista de aterrizaje: oh, sí, no es fácil meterse por ese orificio minúsculo en esta nave gigantesca, acercándose a la máxima velocidad; sólo pueden conseguirlo los mejores pilotos. Sugiere algo sexual. Estaba previsto que nos abordaran, deslizándose armados y muy sigilosos hacia el puente de mando para hacerse con él, y cuando lo hubieran tomado, vendrían hacía donde yo estaba, liquidando al que encontraren por el camino; esperaba verlos entrar por cada una de las cuatro puertas de esta sala; ya me parecía oler el perfume de la pólvora.

Al detenerse la música todos se quedaron quietos, congelados en sus posturas de danza. Hubo un susurro inquisitivo. Miraban a su alrededor y veían algunos cuerpos derrumbarse en los extremos de la sala: los guardianes estaban siendo eliminados. Veían hombres tatuados con fusiles en ristre, con atavíos de guerra y no de baile. Y yo, que me deslizaba más sonriente que nunca entre ellos, les pedía con megamabilidad que se quitaran las joyas, depositándolas en las bandejas que les ofrecía a tal efecto. Jadeos ahogados, palideces, algún grito, rubor de ira y indignación. Cómo nos atrevemos, oh, cómo nos atrevemos, estos sucios, malolientes, sudorosos piratas de baja ralea, a interrumpir su música y su fiesta. Pero obedecieron, claro que obedecieron.

Esta es nuestra melodía, damas y señores, el metal precioso que resuena contra el metal del recipiente que lo acoge, que se desliza tintineando sobre las piezas ya caídas. Las bandejas pesaban tanto que debí descargarlas varias veces en las sacas que trajo uno de mis compañeros. Después las dejé sobre una mesa, me quité los guantes, liberé mis pistolas y las acoplé a mis brazos de metal. Eran bellísimas, cromado el cañón largo y esbelto, la culata de marfil suave y muy blanco. Ligeras, adaptadas a mis manos como si fueran una prolongación de mí mismo.

Paseé lentamente entre esos cuerpos con los brazos levantados, tan frágiles, tan desnudos ahora sin sus joyas. Detectaba el temor secretado por sus glándulas; la atmósfera vibraba con el temblor de su carne y ellos cerraban los ojos, aunque los más altivos me miraban para demostrar que ellos no, que ellos no iban a humillarse a pesar de ser los elegidos para iniciar mi fiesta. Creyéndome dios, sabiendo que en esos instantes lo era, a unos les ordené tumbarse en el suelo, a otros arrodillarse ante mí, con las manos en la nuca. Mis compañeros aguardaban, nos rodeaban sin bajar los fusiles.


Ilustración: Luis Di Donna

Entonces vi cómo un oficial intentaba sacar su pistola oculta en la chaqueta. Abrí fuego. Le di en el pecho, en el vientre, en las piernas. Empezó a caer, pero lo mantuve en el aire con más disparos. Se contorsionaba, balanceándose como un robot roto, mientras lo seguía llenando de balas, mientras a nuestro alrededor el pánico estallaba, elevándose en un agudo de gritos. Luego el estrépito de otros disparos, los fusiles piratas que escupían, taladraban, martilleaban. Todos los tripulantes que asistían a la fiesta respondieron a nuestro fuego en la medida de sus posibilidades. Buscaron refugio en las columnas, las mesas, los cadáveres. Vacié el cargador de mis bonitas pistolas; las guardé y un colega me lanzó un par de juguetitos más potentes aún; los cacé al vuelo; al acoplarlos a mis prótesis me di cuenta de que, iau, debía darles mucho miedo, mis brazos armados siempre lo provocan; apreté los dientes y empecé a disparar de verdad. Sobre los que trataban de huir y resbalaban en la sangre derramada. Sobre quienes agonizaban entre gemidos, observando cómo les apuntaba y disparaba, no para aliviar su sufrimiento, sino para saber cuánto más podían resistir y aferrarse a la vida aún sabiendo que ya la habían perdido. Sobre los que lloraban junto a algún muerto. Sobre las parejas que se abrazaban a esperar el fin. Sobre los oficiales ofuscados de furor que bramaban su impotencia. Ah, no eran sólo ellos, todos se arrastraban cómo podían, suplicando clemencia cuando me acerqué para meterles cinco o diez disparos más, máscaras de dolor o espanto, ojos desorbitados, bocas crispadas. Me gusta ese fragor, ese fantástico estruendo, esa disonancia, las balas que zumban, mis rugidos, los de mis compañeros, mis brazos que obedecen sin un fallo, sin la vacilación de un segundo, una sola cosa con las armas acopladas.

Me limpié un poco y le pedí a dos de mis compañeros que me acompañasen a buscar al capitán de la Transgaláctica mientras los otros iban retirando el botín y registrando las suites.

Por los pasillos a la carrera no encontramos apenas enemigos y los escasos que se cruzaron huían o caían tras unos cuantos disparos.

Al llegar a la puerta del camarote del capitán, la abrimos de un par de patadas. Estaba allí dentro, desnudo, de espaldas encima de su amante. Dejé que al verme él se levantara con torpeza en busca de un arma. Entonces le disparé a los huevos. Lanzó un alarido y se retorció de dolor. Ella estaba tumbada boca arriba; sólo tuve que guardar mi pistola diestra y ocupar el lugar del otro, mientras le ponía el cañón de la pistola izquierda en la sien para que se estuviera quietecita.

Les dije a mis compañeros que si querían un turno con la chica allí se la dejaba, pero que antes sacaran a la piltrafa que gritaba desangrándose para que termine de morirse en el pasillo. Yo me fui a ayudar en el traslado del botín y los preparativos de la huida.

Apenas una hora después nos alejábamos a toda máquina de la Transgaláctica. Ricos y con una incipiente borrachera. Era el principio de la celebración del magnífico golpe.



Lola Robles (Madrid, 1963) es filóloga. Ha publicado las novelas La rosa de las nieblas (1999) y El Informe Monteverde (2005). Mantiene una bibliografía actualizada de escritoras de ciencia-ficción y fantasía, y ha escrito varios artículos de reflexión sobre el género. Fuera de éste ha publicado numerosos relatos en antologías colectivas. En 1995 ganó el Primer Premio de Relato Corto, con "El valor de la palabra escrita", otorgado por la revista SAL. En su novela más reciente, la autora se ha adentrado en un tema por el que tiene especial interés: la creación de un mundo ficcional en el que el eje es la lingüística.


Axxón 149 - Abril de 2005
Cuento de autor europeo (Cuentos: Fantástico: Fantasía: Ciencia Ficción: España: Español).