LAS ENTRAÑAS ELASTICAS DEL CONQUISTADOR

Bernardo Fernández

México

a Gerardo Horacio Porcayo


El contador Rabindranath Jiménez rechecó los datos que le ofrecía la micro pantalla instalada en su retina. Aparentemente el planeta en cuestión era rico en cobre. Extraordinariamente rico. Confirmó una última vez los informes que había devuelto la sonda mandada por la Corporación. La imagen de video mostraba un mundo lleno de montañas rojizas. No podía creer tanta riqueza en tan poco cuerpo celeste. Deletreó mentalmente la palabra APROBADO, la misma que apareció, parpadeante, en el micro monitor. Luego ordenó a su nanoprocesador neuronal mandar la información al Presidente de HumaCorp, su Corporación. La responsabilidad de la Oficina de Evaluación de Proyectos, a su cargo, había concluido.


El mensajero de las estrellas descendió de las alturas, envuelto en fuego y humo. Su llegada fue tan violenta que dejó una cicatriz sobre la piel de la Madre Tierra. Al poco tiempo se desprendió de su crisálida de metal y salió a recorrer el mundo, escuchando el silbido del viento con sus muchos oídos, bebiendo el agua que cae del cielo con sus múltiples bocas, hundiendo todos sus brazos en el suelo, escudriñando el horizonte con numerosos ojos de cristal. Le observábamos a la distancia, sin poder creer que los dioses fueran capaces de crear seres tan burdos, de torpe andar y desgarbados movimientos.

Entonces llegó el día en que el mensajero elevó su canto a los cielos.

Le habló a los dioses sobre nuestro mundo.

En ese momento supimos que Ellos vendrían.


Dos días más tarde, el Consejo Administrativo de HumaCorp se reunió a discutir los detalles del proyecto.

—¿Cómo se llama el planeta? —preguntó el Presidente del consejo, ingeniero Cuitláhuac Kobayashi.

—Aún no ha sido oficialmente bautizado —respondió Jiménez—, pero nuestro Departamento Astronómico le llama cariñosamente "el niño".

—¿Dice que está en un sistema binario?

—Sí, señor.

—¿Y es... extraordinariamente rico en minerales de nuestro interés?

—Efectivamente.

—¿No está demasiado alejado de nuestro planeta corporativo? —preguntó Geggel Gottfrey, director de Planeamiento, con el llano propósito de molestar al gerente de Evaluación.

—Así es; sin embargo, el departamento de Operaciones y Recursos ha logrado establecer una ruta rapidísima, aunque poco transitada.

—Eso implica el riesgo de que nuestros cargueros sean asaltados por piratas espaciales, ¿no? —porfió, incisivo, Gottfrey.

—Me parece —contestó Jiménez, mordiendo furioso cada palabra— que el licenciado Musálem le puede informar respecto a la amplia cobertura del seguro con que protegemos nuestros cargueros. —Cedió la palabra a Omar Musálem, representante legal de la Corporación.

—Lo que dice el contador Jiménez es verdad, hemos llegado a un, digamos, ventajoso acuerdo con la aseguradora, lo que nos permite una serie de, mmmh, privilegios sobre el resto de las compañías transportistas.

—Y eso, ¿es legal? —preguntó Gottfrey.

—Nosotros decidimos qué es legal y qué no —dijo Kobayashi. Nadie se atrevió a contradecirlo. A continuación preguntó—: Díganos, Johannsen, ¿qué tan grandes son los riesgos de inversión?

El director de Finanzas carraspeó antes de hablar, luego recitó una serie de datos en jerga de economista que resultaron tan comprensibles al resto de los miembros del Consejo como si les hubiera hablado en arameo. Al final agregó—: No sólo es viable, sino altamente rentable —un concepto que entendieron todos.

—Señores, supongo que estamos ante un proyecto nuevo. Esto debe ser celebrado —dijo Kobayashi. Se disponía a dar por terminada la sesión, cuando el marciano levantó la mano.

Onìm Dö era el único de los miembros del consejo que no era nativo de la Tierra. Natural del planeta rojo, descendiente de terrícolas, había visto como éstos depredaron por completo su planeta, por lo que le horrorizaba pensar que hicieran lo mismo con el suyo. Era el asesor de HumaCorp en el área ecológica. Un ex activista al que la Corporación había coptado con un sueldo de ejecutivo a cambio de que dejara su activismo y acudiera esporádicamente a juntas en las que nadie lo tomaba en cuenta. Como no hablaba terrícola, Dö se había pasado toda la reunión tratando de descifrar lo que le decía el chip de traducción simultánea que tenía insertado en el cráneo. Cuando supuso que la sesión se daba por terminada, levantó la mano. No le importó que todos voltearan a verle con enfado. Kobayashi le concedió la palabra.

—Perdona que marciano molesta contigo. Sólo una cosa quiere preguntar yo. ¿Este planeta ya no habitado o todavía?

—La sonda detectó fuertes señales de actividad orgánica, pero jamás ha captado en video seres vivos —contestó Jiménez.

—Eso nunca ha sido un problema para nosotros —remató Kobayashi. Declaró terminada la junta, mientras un sentimiento se agitaba incómodo detrás de su aspecto de ejecutivo cruel.


Vimos al mensajero de las estrellas elevar hacia el firmamento su suave canto durante días y noches enteras, sin que los cielos le contestaran. Acaso los dioses a los que sirve son cortos de oído. Pero un día llegó una respuesta desde las alturas, en el mismo lenguaje del mensajero. Entonces enmudeció, parecía como si se hubiera sentado a aguardar a sus señores. En el sueño de la espera se apagó el brillo de sus ojos de vidrio, no volvió a retozar torpemente por nuestros valles, ni a hundir sus brazos en el suelo.

Y vino el agua que cae del cielo y herrumbró su coraza metálica.

Y vino el viento y llenó de arena su vientre.

Y un día la Madre Tierra lo acabó de engullir por completo.

Del mensajero de las estrellas no quedó sino el recuerdo y la promesa de que algún día nos visitarían aquéllos que le enviaron.


Desde su oficina, en el piso 672 de las oficinas centrales de la Corporación, Cuitláhuac Kobayashi observaba por el ventanal polarizado como la Ciudad se extendía más allá del horizonte con miles de torres de cristal compitiendo por el título de la más majestuosa. Sin embargo, ninguna de ellas era capaz de superar al edificio con forma de anémona de HumaCorp.

Kobayashi pensó en su secretaria, y al instante la imagen holográmica de LoLa, una legendaria cantante post-pop de tiempos de su padre, apareció en su pantalla retinal. Había heredado sus servicios junto con la empresa.

—A sus órdenes, ingeniero —dijo la inteligencia artificial.

—Layla, autoriza la operación limpieza para el planeta "el niño" y cancela mis citas para el resto del día. Luego, me inicias una fantasía de sueño eléctrico relajante; tú te puedes desconectar por el resto la tarde.

—Muy bien, ingeniero. ¿La fantasía de la playa está bien?

—Perfecto, nos vemos mañana.

Cuando la Inteligencia Artificial se desinterfasó, Kobayashi, el hombre más rico del Sistema Solar, se sumergió en un sueño eléctrico que simulaba una playa limpia y soleada, como las que ya no existían, con la esperanza de ahogar en ese mar falso toda la culpa que en secreto le abrumaba: la responsabilidad de ser, indirectamente, el asesino múltiple más peligroso de todo el universo.


Clemente estaba por inyectarse en la yugular con una pistola hipodérmica cuando el bip del videófono celular retumbó en su cráneo.

—¿Qué? —contestó, malhumorado.

—Tienes trabajo —le contestó la imagen de Layla desde una pantalla de cristal líquido instalada en el interior de sus globos oculares—; pasarán por ti en dos minutos. —Y cortó.

Molesto, el mercenario dejó a un lado la jeringa cargada de psilocibina, se puso una chamarra de neopreno y salió de su departamento hacia la azotea del edificio. Las órdenes se acatan, no se discuten. En ciento veinte segundos exactos, un aerocar de HumaCorp recogió a Clemente para transportarlo al espaciopuerto, donde esperaba un transbordador que le llevaría hasta la nave espacial que ya aguardaba en órbita. Durante el recorrido, el piloto del vehículo no dejaba de ver con fascinación a su pasajero, un hombretón rapado con una serpiente tatuada en la cabeza, que fumaba sin cesar, como si fuera su última cajetilla.

De hecho lo era, al menos por varios meses.

Horas después, con Clemente instalado en estado de hibernación, la computadora central de la nave recibió la orden de entrar en acción. Le fueron enviadas las coordenadas del planeta junto con las instrucciones de hacer una limpieza total. Todos sus sistemas, aletargados en stand by desde la última misión, se activaron. No era un carguero, ello saltaba a la vista aun para quienes no fueran expertos en naves espaciales; en éstas, la tendencia de diseño reinante era imitar la morfología de ciertos moluscos mutantes del Océano Pacífico. Este caso particular era la abstracción estilizada de un pulpo con los tentáculos estirados hacia atrás. Lo que delataba la naturaleza bélica del navío eran todos los cañones láser que, desde lejos, le daban un aspecto cactáceo.

A diferencia de las naves militares, en su interior no descansaban soldados en suspensión criogénica, sino un regimiento de robots programados para eliminar toda forma de vida no útil a la Corporación. Es decir, todas aquéllas que se encontraran en cualquier planeta que HumaCorp decidiera explotar.

Por supuesto, la existencia de tal nave era un secreto para Onìm Dö y el resto de la opinión pública. La mayoría de los planetas explotados por HumaCorp eran desiertos, comúnmente con atmósferas tóxicas de amoníaco o ácido clorhídrico. Sin embargo, había excepciones; este caso era una de ellas. A la Corporación le salía más barato y tomaba menos tiempo eliminar a todos sus habitantes que el costoso y molesto papeleo que establecía el protocolo de la Federación Estelar para la explotación comercial de planetas habitados.

Por eso mandaba sus sondas exploradoras hacia la periferia del universo conocido.

Por eso tenía a Clemente en su nómina como técnico operador del ejército de robots limpiadores.

Así, la nave, que algún ejecutivo pedante había bautizado como Argos, fijó su curso hacia el planeta que algún astrónomo cretino había nombrado "el niño".


El anciano Chamán levantó su cabeza y olisqueó el viento. Soplaba una brisa suave, que apenas moderaba el calor de los soles gemelos que brillaban furiosos en el cenit. La expresión inescrutable del Chamán fue sustituida por un rictus de preocupación, que no nos pasó inadvertido.

—Maestro, ¿qué sucede? —preguntó el más joven de nosotros.

—Ya vienen —contestó el anciano.

Volvimos a nuestra meditación sin comprender la angustia del Chamán.


Cuitláhuac Kobayashi tragó en seco las pastillas para dormir y se recostó en su cama rellena de tibio gel, bastante grande para el cuerpo de un solo hombre pero excesivamente pequeña para contener toda la soledad que lo abrumaba.

Tuvo de nuevo aquel sueño. Aunque su nanoprocesador neuronal mandaba señales a una computadora que monitoreaba sus ondas cerebrales para despertarlo automáticamente en caso de excesiva perturbación, esa pesadilla había aprendido a burlar la vigilancia electrónica.

Se veía a sí mismo desnudo bajo una lluvia torrencial, caminando sobre los cuerpos despedazados de millones de seres, que a pesar de estar muertos se quejaban ante el peso de Kobayashi. No sólo eran cadáveres humanos, sino de todas las morfologías conocidas por el soñador y aun creaturas que ignoraba ser capaz de imaginar con su mente práctica de ingeniero. A continuación comenzaba un murmullo, sutil al principio, pero que aumentaba de volumen e intensidad.

"Tú, tú, tú, tú,tú, tú...", le acusaban a coro todos los muertos.

En el momento que los cuerpos desmembrados parecían reanimarse para atacarle, Kobayashi despertaba con un alarido, empapado en sudor, sin que la maldita computadora hubiera registrado nada.

Eso era noche tras noche.


Clemente no sintió la salida del Argos del híperespacio por hallarse en animación suspendida. Cuando la computadora central le indicó que se aproximaban a "el niño", se hallaba en medio de una fantasía en la que hacía el amor con doce mujeres de piel azul y cabelleras plateadas, un sueño eléctrico muy de moda en los burdeles virtuales. Era el único ocupante humano de la nave y, pese a todas las misiones de limpieza que había realizado, no le agradaba despertar para encontrarse en un navío desierto.

Como de costumbre, se halló con que su barba y cabello habían crecido bastante durante los dos meses de viaje. Tardó tres días en salir por completo de la modorra de la hibernación, tiempo que aprovechó para afeitarse rostro y cráneo. Para cuando se hubo recuperado por completo, la nave ya orbitaba alrededor del objetivo.

Se trataba de un gran planeta rojo, de unas dieciséis veces el tamaño de la Tierra, que daba vueltas alrededor de dos soles gemelos cuya luz blanquiazul irradiaba uno de los sectores más remotos del espacio explorado, de esos que ni siquiera habían sido debidamente cartografiados. A Clemente, el nombre de "el niño" le pareció absurdo para un cuerpo celeste tan imponente, pero a fin de cuentas le daba igual limpiar planetas gigantes que asteroides enanos; para él no eran sino sitios ocupados por seres indeseables que sólo merecían ser eliminados. Se deslizó dentro de su exoesqueleto, un traje especial relleno de un coloide superdenso, que le permitía moverse cómodamente bajo cualquier gravedad, y bajó a revisar a los robots.


Ilustración: Valeria Uccelli

Los robots eran guerreros metálicos de tres metros de alto y su diseño se había inspirado en las armaduras de los samurais japoneses; Habían sido fabricados con una aleación secreta, acerca de cuya composición lo único que sabía Clemente era que contenía titanio; su aspecto exterior era de metal rugoso y obscuro. Formaban el regimiento más temible del universo conocido, aunque su existencia era un secreto. En más de una ocasión los pocos militares de alto rango que conocían la existencia de este ejército de élite habían solicitado sus servicios a HumaCorp como recurso bélico definitivo, pero ésta se había negado sistemáticamente. Era demasiado peligroso en manos castrenses.

Los guerreros escondían un arsenal mortífero bajo sus epidermis metálicas, desde rociadores de ácido y cañones láser hasta cargas de bacterias asesinas y detonadores nucleares.

Clemente hizo un recorrido rutinario de inspección entre sus androides dormidos. Cada uno de ellos poseía un sistema de mantenimiento autónomo que conservaba sus mecanismos perfectamente calibrados, las articulaciones lubricadas y activos los nanoprocesadores de inteligencia artificial. El técnico comprobó que todo estaba funcionando perfectamente; luego mandó un reporte automático a la Corporación.

Sólo restaba esperar la confirmación de la orden para descender a la superficie del planeta y ponerse a trabajar.


No nos quedó duda de que eran los dioses mismos cuando apareció un nuevo astro en los cielos. Nos regalaron un sol joven que, desde lo alto, entonó un canto solitario que sonó dulce y antiguo.


—¿Ingeniero? —preguntó la Inteligencia Artificial desde la retina de Kobayashi.

—Dime, Layla.

—El Argos está orbitando al planeta "el niño". Solicita confirmación de orden de limpieza.

—Autorízala, Layla.


—Bueno, chavos, a desquitar la quincena —dijo Clemente a su legión metálica. Luego activó el programa de planetizaje automático de la nave, seguido del de limpieza total de los robots. Se acomodó en su traje, que igualaba en altura a los androides, se colocó al frente del ejército, y sonrió. Era hora de divertirse.


Fue entonces que los dioses contestaron al sol joven, y éste comenzó a descender, con un rugido ensordecedor que no nos dejó duda de que era un himno de guerra.

Sentimos miedo, pero el Chamán nos ordenó permanecer en meditación, poner la mente en blanco, ignorar el canto bélico para concentrarnos en la brisa que silba y mece las arenas, hacernos uno con la Madre Tierra y esperar.


—Layla.

—Dígame, ingeniero.

—¿Hace cuánto tomé mi última sesión de sueño eléctrico?

—Dos meses, señor.

—Prográmame una para hoy.

—¿La de la playa, ingeniero?

—No, hoy quiero volar.

—Muy bien, señor.

—Ah, Layla...

—¿Sí?

—Prepárame un café.


"¡Yíiiiiijaaaaaaaa!", gritó Clemente cuando se abrió la compuerta de la nave, después de haber planetizado. Era el primer ser humano que veía brillar el paisaje árido y montañoso a la luz de los soles gemelos. Pero eso no le interesaba. Dio a los robots la orden de avance. Quería matar.


El vientre del sol joven se rasgó, de él descendieron miríadas de seres metálicos, guiados por uno que era diferente de los demás. Supusimos que sería su líder, por lo que el Chamán se acercó a él. En cuanto lo vieron aparecer, se detuvieron a observarle. Nuestro maestro elevó sus brazos en un gesto de paz y buenaventura.

Ellos comenzaron a disparar.


Una cosa era ser un ejecutivo agresivo. Las finanzas y negocios interplanetarios eran una jungla. Sólo los más fuertes sobrevivían. Hombres duros, fríos y calculadores habían construido HumaCorp doce generaciones atrás. Cuitláhuac Kobayashi no era así. Él no había solicitado nacer en la cuna de esa familia de empresarios ni había pedido abandonar su vocación de historiador para hacerse ingeniero y heredar las riendas de la empresa. Pero por sobre todo, jamás solicitó ser el responsable del exterminio de los habitantes de más de una docena de planetas extraordinariamente ricos en minerales explotables. El gerente general de la Corporación disolvió un veneno de efecto retardado en su café. Lo bebió tranquilamente, ordenó a Layla que activara el sueño eléctrico y que luego se desconectara "por toda la tarde."

Al volar por un cielo azulísimo, un cielo que ya no existía en su planeta natal, sintió por primera vez que dejaba atrás su condición de asesino de planetas; aleteó hacia el horizonte que se dibujaba en la lejanía. Sabía que jamás lo alcanzaría, pero no le importaba.

Al día siguiente, su cadáver fue encontrado con una sonrisa.


Clemente alcanzó a transmitir a la Corporación: "¡Es un gigante! Repito, un gigante, como los de los cuentos de hadas. Jamás había visto nada así, parece una montaña que se mueve hacia nosotros. Ordeno retirada para volver con refuerzos. ¡Nos ataca! ¡Compañía, abran fuego! ¡Fueg...!

Luego, sólo estática.


No fueron los dioses, sino algo inferior que los dioses, seres llenos de maldad, iguales a los que dejamos atrás, en nuestro planeta natal. Una vez más, la esperanza de poder vivir en paz, meditando en este santuario, se ha visto rota. La vana ilusión de habernos encontrado con los dioses se ha desvanecido. El Chamán tuvo que aplastar a estos conquistadores como a todos los anteriores, dejando que sus entrañas elásticas se secaran al calor de los dos soles. Luego el viento se encargó de cubrirlos de arena hasta que la Madre Tierra se los tragó, junto con el sol joven.

Regresamos a nuestras posturas de meditación.

Jamás hemos vuelto a escuchar su canto desde las alturas.

Ni el de los dioses.



Bernardo Fernández

Bernardo Fernández, "Bef", nació en la Ciudad de México en 1972. Es diseñador gráfico y escritor. Está incluido, entre otras, en las antologías Silicio en la memoria y El hombre entre las dos puertas, de Gerardo Horacio Porcayo y Visiones periféricas de Miguel Ángel Fernández. Ha publicado los libros Error de programación (ciencia ficción infantil, mención honorífica en el concurso de cuento de la FILIJ en 1997), Corunda-CONACULTA, Ciudad Interfase (cuentos) y recientemente Cuento de hadas para conejos en Alfaguara Infantil. Es coeditor y director de arte de la revista anual SUB, dedicada a los subgéneros (ciencia ficción, horror, fantasía, policiaco). Gel azul, su primera novela, ganó la primera mención del concurso Vid de novela de ciencia ficción en 2001. Los lectores de Axxón han podido leer sus cuentos "El llanto de los niños muertos", (Axxón N° 111) y "La virgen ahogada conoce al monstruo de Frankenstein" (Axxon N° 114). Hace apenas una semana, su novela corta "El estruendo del silencio" quedó finalista en la edición 2004 del premio U.P.C.


Axxón 145 - Diciembre de 2004
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: México: Mexicano).