CRIOBARBACOA

Frank Roger

Bélgica

Un rayo de intensa luz solar me hiere los párpados, me los perfora: es mi despertador gratis, el que funciona cada amanecer. Abro los ojos, estiro los brazos y piernas acalambrados y me pongo de pie con dificultad, gruñendo, sacudiéndome de encima los últimos vestigios de sueño. Aunque es muy temprano, la gente ya está en movimiento, yendo a trabajar, sujetando fuertemente sus portafolios, los rostros dominados por esa típica expresión de "no tengo tiempo que perder", desplazándose a toda prisa, pero con cuidado de no pisar mi cuerpo ni mi campamento de cartón y diarios viejos.

Es hora de que me aparte del camino, antes de que la entrada al subterráneo se vuelva peligrosamente transitada y exista el riesgo de que me pasen por encima. Pero soy inteligente: sé dónde acampar por la noche; sé exactamente por dónde asoman los rayos oblicuos del sol cuando amanece y me aseguro de que encontrarán mis ojos. ¡Es un método impecable y absolutamente gratuito! Aunque tardé bastante en llevarlo a la perfección que he alcanzado.

Reúno mis pobres pertenencias, camino a un costado de la entrada del subterráneo y apoyo la espalda contra la pared repleta de graffiti para no estorbar el paso de la creciente manada de pasajeros.

En lo profundo de mi mente, algo me hace un guiño, tratando de atraer mi atención hacia un hecho que debe de ser tremendamente importante, pero que, al parecer, no puedo captar en este momento. ¡Un minuto, un minuto! ¿Podría ser...?

¡Bueno, hay una sola manera de averiguarlo!

Me coloco bajo el brazo la bolsa harapienta que contiene mis posesiones y asciendo a la superficie, con las piernas aún débiles. Mi estómago vacío no contribuye demasiado; mi mente obnubilada, menos aún. Sé que hay un puesto de diarios cerca de la entrada del subterráneo. Emerjo a la claridad del día y me quedo quieto unos momentos, dejando que mi cuerpo se bañe de luz: una ducha vigorizante de calidez y brillo. Luego me encamino hacia el puesto de diarios; las revistas de decoración ostentan sus estridentes portadas de colores chillones, que se agitan tentadoramente con el viento. Pero lo que necesito ver no son esas revistas, ni las deslumbrantes sonrisas de pasta dentífrica de las mujeres hermosas, que me dejan frío como una piedra, ni los veloces autos deportivos, ni el hardware de computadora, reluciente y futurista, ni las fotos de viajes exóticos y de voluptuosas jóvenes de pechos desnudos recién salidos del paraíso de las siliconas. Lo que necesito es echar un vistazo al diario, un único y fugaz vistazo.

El hombre que atiende el mostrador repara en mí, comprende de inmediato por qué estoy caminando hacia él y, como si mi presencia pudiera perjudicar sus negocios, me grita desde lejos lo que necesito saber.

—Eh, amigo, es tu día de suerte. El último día del mes. Treinta y uno de marzo, para ser exactos. Así que no te acerques más; ve a donde te están esperando. Seguro que no quieres llegar tarde, ¿verdad?

Asiento, le agradezco con una seña y doy media vuelta. Yo tenía razón: ¡el último día del mes! ¡Es decir, el mejor día del mes! Allá voy; ya ni me acuerdo de las piernas débiles y la mente obnubilada. Pero no me olvido del estómago vacío. En todo caso, ese problema está a punto de ser resuelto. ¡El último día del mes! ¡Vivan los ricachones! ¡Vivan los ricachones gordos! ¡Vivan los ricachones gordos que no quieren morir! Allá voy, brincando como un loco.

Tardo media hora en llegar a la Plaza Thomas More, en el corazón del distrito comercial. Si fuese cualquier otro día del mes no sería muy bienvenido en este lugar, pero hoy tolerarán mi presencia. Ya se han reunido aquí muchos vagabundos y borrachines sin hogar y otros marginados sociales; muchos más vendrán a engrosar la multitud.

Intercambiamos cálidos saludos, aunque la mayoría no nos conocemos. Nos abrazamos con completos extraños, nos palmeamos mutuamente las espaldas, algunos hasta se abrazan y se besan. Al fin y al cabo, este es un día de festejos, de felicidad, de satisfacción. Pero, al igual que en todas las ocasiones anteriores, miro alrededor y reflexiono acerca del contraste que existe entre los edificios opulentos, barrocos, que rodean la Plaza, y la muchedumbre variopinta congregada en medio de éstos: es el momento y el lugar en que ambos extremos del espectro social se tocan, formando una unión perfecta; mañana, cada uno volverá a su extremo respectivo y allí se quedará hasta el amanecer del próximo día de festejos.

Algunos esperamos pacientemente y otros cantan y bailan, sumidos en un abandono salvaje, mientras se llevan a cabo los preparativos para el gran evento. Nuestra atención se centra en una, y solo una, de las apabullantes maravillas de gran altura e impactante arquitectura que embellecen la zona: el majestuoso edificio de la Corporación Criogénica Vida Eterna y la escultura que se yergue frente a su inmensa entrada, una armazón de vidrio y metal de extraña belleza, que parece un escenario y que centellea y titila como si tuviese vida propia.

Cuando el hombre de uniforme rojo y blanco aparece en el escenario, la muchedumbre explota en vítores y aplausos, entonando el nombre de la organización que él representa como si estuviéramos en una ceremonia religiosa:

—Terapia Intensiva, Terapia Intensiva...

Cuando la ovación se aplaca, el hombre toma un micrófono y nos dirige la palabra.

—Bienvenidos, queridos amigos; bienvenidos al último día de marzo. Como ya es tradición, Terapia Intensiva, una vez más, brindará un servicio invaluable a todos aquellos que carecen de los más básicos...

Vuelven a elevarse los vítores y gritos, haciendo imposible comprender todo lo que el hombre dice, pero... ¿quién necesita escuchar sus palabras? Sabemos lo que está diciendo, lo que repite todos los meses. ¿La buena gente de Terapia Intensiva (Dios bendiga sus almas) piensa que nos sentimos culpables y que nuestra culpa debe ser aliviada? ¡Vamos, amigos! Esos ricachones pagaron enormes sumas de dinero que para que los congelaran en nitrógeno líquido (¿o era amoníaco?, ¿o su propia orina?) hasta que lograran resucitarlos para que pudieran reanudar sus vidas de mocosos malcriados, y ahora (después de una pequeña contribución hecha por Terapia Intensiva a la siempre levemente corrupta Corporación Criogénica) unos cuantos de ellos están a punto de ser retirados de sus tanques (¿ataúdes?), para ser descongelados, cortados en rodajas, asados (¡bien condimentados!) y distribuidos gratuitamente entre todos nosotros, pobres desgraciados. ¿Y qué? ¡Nosotros no tenemos la culpa; lo único que tenemos es hambre! ¡Que nos den el almuerzo! Y este mes, por favor, escojan algunos que sean verdaderamente gordos. Muchos de esos ricachones eran gordos y así es como más nos gustan.

—... y sin embargo —continúa el sermón del hombre, que parece un predicador intentando desesperadamente lograr la conversión de un rebaño de paganos—, no estamos engañando a las personas que en breve habrán de ser sacrificadas. Ellos no sabían que nunca lograríamos desarrollar la tecnología necesaria para descongelarlos sin provocar un daño cerebral generalizado e irreparable y que estarían condenados a permanecer congelados para siempre...

¿A quién le importa el daño cerebral, amigo? ¡Sus cuerpos contienen una cantidad más que suficiente de otras partes más grandes y más sabrosas, créame!

—... jamás podrán disfrutar de la vida eterna por la que pagaron, de todas maneras... a menos que consideremos este último sacrificio, esta ofrenda de su carne mortal como alimento para sus hermanos menos pudientes, como una forma de resurrección. Es decir que, en cierto sentido, ellos continuarán viviendo en los cuerpos de todos ustedes, por lo que se puede afirmar que finalmente alcanzarán el objetivo que pagaron por alcanzar, si bien de un modo muy diferente al que originalmente imaginaron...

Los aplausos y vítores estallan hasta convertirse en un rugido ensordecedor, conforme tres aparatos con forma de bañera salen rodando del edificio de la Corporación Crio. A pesar del griterío puedo comprender algunas palabras, al tiempo que los tres pedazos de carne son preparados para la fase final de este ritual gastro-religioso.


Ilustración: Fernando González

—Hermanos, hermanas, mientras se alimentan, piensen que este acontecimiento está cargado de simbolismo. Las riquezas de estas personas no han sido despilfarradas en vano, de ninguna manera. Sus sueños más preciados están a punto de hacerse realidad. Vivirán para siempre dentro de todos ustedes. Gracias a la buena gente de la Corporación Criogénica Vida Eterna por desprenderse de otros tres clientes; gracias a nuestros patrocinadores por hacer posible el accionar de Terapia Intensiva; gracias a todos ustedes por venir... ¡y no olviden regresar el último día de abril!

Y ahora los aromas inundan nuestras fosas nasales, las mandíbulas y paladares hormiguean de ilusión, las manos tiemblan de expectativa. Los estómagos gruñen, la saliva chorrea, los dientes ansían hundirse en la carne tierna. ¡Ya viene el crioalmuerzo! ¡La criobarbacoa está servida otra vez! ¡Vivan los ricachones! ¡Vivan los ricachones gordos! ¡Vivan los ricachones gordos que no quieren morir! Y puedes estar seguro de que regresaremos el último día de abril, puedes estar muy seguro...


Traducido por Claudia De Bellla, © 2004


Frank Roger

Frank Roger vive en Gent, Bélgica, y ha publicado cantidad de cuentos, algunas novelas y colecciones en varios lenguajes en distintos países. En español publicó algunos cuentos en la revista Pulsar. Publicamos su cuento "La guerra de las ocho en punto" en el número 123 de Axxón.


Axxón 144 - Noviembre de 2004
Cuento de autor europeo (Cuentos: Fantástico: Ciencia Ficción: Bélgica: Belga).