LA DILIGENCIA

Juan Diego Incardona

Argentina

—Abuelo.

—¿Qué necesita, cachorro?

—¿Falta mucho para llegar a Corrientes?

—Unas tres horas.

—Abuelo.

—Diga.

—No puedo dormir. ¿Usted puede?

—Puedo, lo que pasa es que no quiero.

—¿Por qué no quiere?

—Estoy pensando cosas.

—¿Qué cosas, abuelo?

—Augusto.

—¿Qué?

—¿Qué edad tiene usted?

—Catorce años.

—Le voy a contar algo.

—Sí, por favor.

—Todo empezó... mejor no le cuento.

—¿Por qué?

—Porque en esa historia me muero.

—¿Qué dice? Usted está vivo, usted habla, los muertos no hablan.

—¿Alguna vez ha muerto usted?

—Que yo recuerde, no.

—Entonces no puede saberlo. Le aseguro que los muertos hablan.

—Basta, abuelo, mejor me cuenta una historia de la guerra. Por favor, usted nunca cuenta nada sobre esas cosas.

—Mire por la ventana, por allá queda Corrientes. La última vez que estuve en ese lugar no volví a irme. Allá estoy, tendido en el suelo del combate y del tiempo, envuelto en la mirada de mi gran amigo, Pablo Sarraceno.

—Supuestamente, ¿cuándo fue eso? ¿Y quién es Pablo Sarraceno?

—No puedo decirle quién es Pablo Sarraceno.

—¿Por qué?

—No insista, no puedo decirle nada.

—Está bien, pero dígame: ¿Cuándo fue la última vez que estuvo en Corrientes? Cuénteme acerca de eso.

—Llegamos a Corrientes, por el Chaco, el siete de noviembre de 1841; estábamos agotados, hacía más de un mes que habíamos partido de Salta, cuando nos desprendimos del ejército Libertador, después de la derrota de Famaillá. Éramos quinientos veteranos mandados por Ocampo y Salas.

—Abuelo.

—Diga, mijo.

—¿Usted qué rango tenía?

—En ese momento era alférez.

—Hacía poco tiempo que usted era soldado y sin embargo dijo que eran veteranos. No entiendo.

—Augusto, en esa época tres años eran suficientes para vivir más batallas que los dedos de las manos. Su abuelo ya era un soldado experimentado; aún estaba vivo, eso era una hazaña por entonces, y mire que había combatido bajo las órdenes del mismísimo general Lavalle...

—¿Al que mataron por el ojo de la cerradura?

—¡Patrañas! Esa historia la inventaron los federales, pura mentira. Lavalle prefirió pegarse un tiro antes que caer prisionero; el general había jurado "vencer o morir en la demanda". A veces, me siento culpable, porque nosotros lo abandonamos.

—¿Cuándo?

—Como le dije antes, después de Famaillá las divisiones de Ocampo y Salas nos separamos del ejército Libertador y emprendimos viaje hacia Corrientes para unirnos a las tropas del manco Paz. Si hubiera sido por mí, me quedaba con Lavalle hasta el final, pero yo pertenecía a un regimiento comandado por Salas y estaba subordinado a sus órdenes, así que tuve que marcharme.

El abuelo guarda un rato de silencio. Mientras la diligencia avanza hacia Corrientes, la noche, como el peregrino que anhela su santuario, marcha sin detenerse hacia el oeste. El siglo se aleja a enredarse entre las sombras, huye y no se detiene ni una hora.

Una mujer sentada frente a Augusto pregunta la hora; un muchacho rubio, vestido de negro, saca un reloj de su bolsillo y se apresura en responder:

—Son las cuatro de la mañana.

—Gracias, joven.

En el carro viaja también un hombre mayor, quien permanece durmiendo. Tendrá aproximadamente setenta y cinco años, la misma edad que el abuelo de Augusto. En total, son cinco pasajeros.

La mujer, envuelta en una chalina, ofrece unas galletas al resto de los pasajeros; todos aceptan la cortesía. La mujer quiere ofrecer una galleta al hombre que duerme. Rápidamente, el abuelo la detiene con el brazo:

—Por favor, no lo despierte.

Augusto observa extrañado la situación. El abuelo explica:

—El sueño de los hombres es la digestión de los hechos vividos. Dentro de lo posible hay que evitar cortar ese proceso: uno puede despertarse y descubrir un recuerdo atorado en la garganta. Mejor dejemos que el señor mantenga su paz.

El hombre de negro agrega:

—Sabias palabras.

La mujer deja tranquilo al hombre que duerme y dice al abuelo de Augusto:

—¿Podría continuar con su relato?

—Yo también lo escuchaba —agrega el hombre de negro.

—Bueno... regresábamos a Corrientes después de dos años; éramos unos quinientos soldados, casi todos correntinos.

—¿Usted es nacido en Corrientes? —Pregunta la mujer.

—No, yo nací en Buenos Aires en 1822, en tiempos de Rivadavia. En el ´38 me fui a vivir a Corrientes con mi padre, mi amigo Pablo Sarraceno y su pequeño hermano, quienes habían quedado huérfanos poco tiempo antes. Después de unos meses en Corrientes mi padre murió. Yo me alisté como cadete en el ejército de la provincia y mis amigos consiguieron trabajo como ayudantes en una carpintería. Después de un año llegó Lavalle con la Legión Libertadora, y Ferré, nuestro gobernador, lo nombró general del ejército Correntino y puso a sus órdenes a setecientos soldados. Entre esos hombres estaba el aspirante Teodoro Manuel De Manso, quien les habla. Pasado un tiempo me nombraron alférez.

—Un gusto, don Teodoro, mi nombre es Ezcurra Sánchez de Vargas.

—Es un placer, señora.

—Abuelo, ¿quién era Pablo Sarraceno?

—Ya le dije, Augusto, no puedo darle más detalles acerca de Pablo. A su debido tiempo lo sabrá.

—Siga, don Teodoro —dice la mujer.

—Después que participé en extensas campañas, que peleé en muchas batallas, sin recibir jamás un mínimo rasguño, me dirigía a encontrarme con la muerte, allá por el año 1841, cuando volvimos a Corrientes.

—Disculpe, ¿a qué se refiere con "encontrarme con la muerte"?

—Ya lo entenderá, señora.

—Lo escucho, entonces.

—Cuando llegamos el gobernador Ferré nos recibió con honores; luego nos trasladaron al acantonamiento del ejército Correntino de reserva, bajo el mando del general Paz, en el paso de Caaguazú, sobre el río Corrientes.

El muchacho rubio mira su reloj de bolsillo y exclama en voz alta:

—Son las cinco de la mañana, faltan unas dos horas para llegar.

—Apresuremos la marcha del relato, malo sería llegar a destino con la historia incompleta —dice don Teodoro.

—Pero dos horas es mucho tiempo — contesta la mujer.

—Poco tiempo para contar la eternidad.

—Abuelo, no insista con esas cosas extrañas y siga contando.

—Antes que prosiga quisiera preguntarle algo, si no es molestia.

—Pregunte nomás, señora.

—Yo me dirijo a visitar a mi hermana y mis sobrinos. ¿Usted y su nieto también viajan a visitar a su familia?

—En realidad don Teodoro no es mi abuelo.

—¿No?

—No, yo no tengo familia, pero don Teodoro me cuida desde que tengo uso de la razón. Él es como si fuera mi abuelo.

Don Teodoro pasa la mano por la cabeza de Augusto y dice:

—Es cierto, él es como un nieto. ¡Extraño destino! Nunca me casé ni tuve hijos, sin embargo tengo un nieto y es todo lo que tengo, no tengo más familia que él.

—Disculpen mi insistencia; entonces, ¿cuál es el motivo de su viaje?

—No lo sé. Mi abuelo me dijo que viajaríamos a Corrientes y acá estoy, en camino.


Ilustración: Fernando González

—Si miran hacia el campo —exclama don Teodoro— verán la incipiente luz del alba. Ella comienza a develar los secretos que la noche ocultaba a nuestros ojos.

—A la larga —agrega el muchacho vestido de negro—, los misterios quedan expuestos ante las palabras que los delatan. Es como el tiempo que aún no vivimos: intuimos su existencia, pero no podemos verlo. Eso muchas veces nos obsesiona, sin embargo avanzamos hacia él como esta diligencia avanza hacia su meta.

La mujer y Augusto miran por la ventana de la carreta, el viejo que duerme comienza a roncar, don Teodoro le pregunta al hombre de negro:

—¿Qué hora es?

—Son las cinco y media.

—Gracias, seguiré con la historia.

—Por favor —le pide la mujer.

—Llegamos al campamento de Caaguazú. Estaban formando un ejército con hombres sin experiencia; habían llamado a leva general en toda la provincia; a los jóvenes que habían cursado las primeras letras los nombraron oficiales. El manco Paz había montado una especie de escuela militar, les decían "los escueleros de Paz". Me llevé una gran sorpresa al descubrir que entre ellos estaban mi amigo, Pablo Sarraceno, y su hermano menor: los metieron en el ejército dos meses antes. Eran dos novatos, pero los iban a entregar a la guerra, así eran las cosas en esos tiempos. Ninguno de los dos tenía experiencia militar: Pablo tenía mi edad y su hermano apenas catorce años. ¡Qué locura, mandar a pelear a un niño que jamás tuvo un sable en la mano! Me comprometí a cuidarlos, juré convertirme en sus sombras.

—Don Teodoro —interrumpe la mujer.

—Diga.

—¿Cuántos hombres eran en total?

—Con nuestro refuerzo llegamos a ser tres mil doscientos, casi todos de caballería, y también teníamos cinco cañones, pero los federales de Echagüe venían con cinco mil hombres, mil de infantería, y doce cañones grandes. La superioridad del enemigo era abrumadora, pero el general Paz valía más que un ejército. Su estrategia nos hizo ganar la batalla.

—¿Qué hicieron, abuelo?

—Cuando Echagüe estaba próximo a nosotros, Paz nos hizo vadear el río Corrientes por el paso de Caaguazú, dejando a los federales el lugar donde estuvo nuestro campamento. Echagüe cometió el error de acampar allí en lugar de atravesar el río.

—Abuelo.

—Diga, Augusto.

—¿Cómo cruzaron el río con los caballos, las armas y los cañones?

—La artillería y los hombres que no sabían nadar cruzaron en unas pocas canoas que teníamos, a los demás nos dieron cueros de vaca. Con ellos hicimos una especie de cajón que llaman "pelota". Una vez que llegamos a la orilla del río, nos formamos por escuadrones y desensillamos, todos nos desnudamos y pusimos la ropa y las monturas dentro de las pelotas. A éstas las atábamos con una cuerda de cuero para tirar cuando nadábamos. Montados en nuestros caballos entramos en el agua. Mientras los caballos hacían pie íbamos sobre ellos, pero cuando éstos empezaban a nadar los jinetes nos tirábamos al lado y los agarrábamos de las crines o de la cola, sin soltar las pelotas que protegían del agua nuestras pertenencias. ¡Era un verdadero espectáculo! Imaginen ustedes el bufido y las respiraciones de tres mil caballos nadando a la vez. ¡El sonido era tan fuerte que estremecía!

El viejo que duerme cambia de posición, parece que va a despertarse. Habla en voz baja: "La noche y la noche están acá, todas las noches están acá." Después regresa a sus ronquidos. Todos se miran extrañados; don Teodoro le pregunta al hombre de negro:

—¿Qué hora es?

—Son las seis y diez.

—Debo apresurarme. Les decía que habíamos cruzado el río. Echagüe tomó nuestra antigua posición. Era, exactamente, lo que el general Paz quería. Los federales quedaron encajonados entre los ríos Corrientes y Payubre. Entonces el manco hizo su jugada genial: ordenó que repasáramos el río y que atacáramos, sorprendiéndolos. Al centro del ejército enemigo le tiramos toda la artillería de nuestros cañones; los demás nos lanzamos sobre las dos alas federales. Mi división atacaba el ala derecha y a Pablo y su hermano los mandaron a combatir por la izquierda.

—¿Se separó de ellos? —Pregunta Augusto.

—En un principio. Luego, en la confusión de la batalla, cambié mi posición: cabalgué a toda velocidad en busca del ala izquierda. Estaba desesperado buscando a mis amigos, pero no podía encontrarlos, pues todo el lugar era una maraña de hombres matándose. Busqué y busqué, penetrando entre las filas enemigas. Mis ojos estaban irritados, inmersos en una nube de pólvora. En fin, el tiempo pasaba y yo seguía preso de la pelea. Un soldado federal me disparó en el hombro y casi caigo del caballo; yo pensaba en salvarme, en encontrar a mis amigos... Demasiadas preocupaciones para un momento como ése.

—¿Pudo encontrarlos? —Le pregunta Augusto.

—Cuando la batalla agonizaba y el triunfo ya era nuestro vi al hermano de Pablo atrapado entre los infantes enemigos, que huían. Cabalgué a toda velocidad, pero fue en vano: una bala le dio en la nuca y murió instantáneamente. No tuvo tiempo de darse cuenta que la muerte lo había encontrado. Cayó tendido en unos arbustos; yo quedé perplejo. Luego, grité, hasta que el silencio me atravesó por la espalda: recuerdo el sable que surgía de mi vientre. Caí del caballo. Miré al jinete que había envainado sobre mi cuerpo; él ni me miró: escapó rápido en busca de sus compañeros. Cerré los ojos. Después de un tiempo indefinible los abrí y me vi empapado de sangre. Lo último que escuché fue la voz de mi amigo Pablo que gritaba: "Teodoro, Teodoro".

—¡Teodoro, Teodoro! —grita el hombre que duerme.

La mujer lo despierta y le dice:

—Tranquilo, señor. ¿Por qué grita? ¿Estaba escuchando la historia?

—¿Qué historia?

—La historia que el señor nos está contando.

—¿Qué señor? Acá no hay nadie más que usted y yo.

La mujer mira alrededor y descubre que no hay nadie más en la diligencia. Con gran exaltación le dice al hombre que intenta regresar, definitivamente, al estado de vigilia:

—Le juro que había tres hombres más en este carro.

—Deben haber descendido del coche en algún pueblo mientras usted dormía.

—¡Siempre estuve despierta! ¡El único que dormía era usted!

—Es cierto, he dormido profundamente y he padecido una pesadilla angustiosa.

—¿Qué soñó?

—Soné con la muerte de mi amigo, Teodoro.

La mujer, anonadada, le pregunta:

—¿Cómo se llama usted?

—Pablo Sarraceno.

La mujer está pálida, sin sangre, como muerta: Cae desmayada. A fuerza de aire y pequeños cachetazos el hombre procura que vuelva en sí. Después de un rato el interior de la diligencia invade nuevamente los ojos abiertos de la mujer. Él le pregunta:

—¿Cuál es su nombre, señora?

La mujer responde con voz débil:

—Ezcurra Sanchez de Vargas.

—Recuerdo su nombre, yo la conozco.

—¡No! ¡Yo no estoy muerta!

La diligencia se detiene; el conductor (un muchacho rubio vestido de negro) abre la puerta, saca un reloj de su bolsillo y anuncia:

—Llegamos a Corrientes justo a tiempo, son las siete de la mañana.

Pablo Sarraceno desciende del coche. De pie, junto a la diligencia, espera que salga la mujer, pero el conductor cierra la puerta. Pablo le dice:

—Espere, aún falta que descienda una mujer.

—Usted es el único pasajero.

—¡Imposible!

Pablo Sarraceno abre la puerta y mira hacia el interior: descubre que no hay nadie.

—Le dije, usted es el único.

—¿Qué está pasando? Juro que había una mujer.

—Dígame, ¿por qué ha venido a Corrientes?

—A visitar a mis muertos. Hace tiempo perdí a un amigo y a mi hermano Augusto: sus cuerpos se extraviaron entre los innumerables cadáveres de la guerra. Ahora, he regresado para ver nuevamente el campo de batalla, he regresado a visitar la tumba que los guarda.

—Ya lo ha hecho, Señor: la diligencia es la tumba. Usted no lo sabe, pero en ella fueron transportados a Buenos Aires dos días después de la batalla de Caaguazú.

—¿Cómo es posible? ¿Y la mujer, quién es?

—El 1 de diciembre de 1841, esta carreta, que hoy es dorada y negra, trasladó tres cuerpos a Buenos Aires. La diligencia viajó con los restos de su hermano Augusto, su amigo Teodoro y los de una mujer llamada Ezcurra.

—¡La mujer con la que acabo de hablar!

—Ella y su hermano no sabían que estaban muertos, ellos perduraban en las sombras de un misterio no develado, pero usted se los ha dicho.

—¿Yo?

—Sí, usted ha soñado con los muertos.

—¡No! Yo solamente soñé con mi amigo Teodoro, muriendo entre mis brazos.

—Lo sé. Teodoro está envuelto en su mirada, don Pablo, pero desde sus ojos dormidos en la noche de este viaje, él les cuenta la muerte a sus compañeros, allá, en el viaje funerario de diciembre de 1841.

—No puedo creerlo.

—Eso no importa, ellos han descubierto que llegaron a Buenos Aires y no a Corrientes.

—¿Usted quién es?

El hombre saca el reloj de su bolsillo, mira la hora y le dice:

—Yo soy la diligencia.


Juan Diego Incardona

Juan Diego Incardona nació en Buenos Aires, Argentina, en 1971. Ha publicado en diferentes suplementos y revistas de Argentina, España, México y Uruguay, como las revistas Voces, El Gato de Hank, Margen Cero, Bibliómano, A Rascal Rat, Arena y Cal, Ariadna, Pórtico Luna. Axxón publicó sus relatos "Eyeston" (N° 128) e "Historia fantástica del soldado Fabio Leguizamón" (N° 132). Actualmente dirige el sitio literario El Interpretador.


Axxón 144 - Noviembre de 2004
Cuento de autor latinoamericano (Cuentos: Fantástico: Fantasía: Argentina: Argentino).