EL AMOR DE SÓLVEIG

Lola Robles

España

Björn Sveinsson, pastor de la iglesia, era un hombre joven, aficionado a los libros y a los caballos, de modales suaves, y según comentaban sus feligreses —los habitantes de un pueblo pesquero en el norte de Islandia—, tan entregado a su oficio que no tenía tiempo de pensar en otras cosas, como pudiera ser el matrimonio.

En el pueblo vivía el pescador Halldór Sigurfsson, con su única hija, Sólveig, de diecisiete años. Halldór era viudo y pasaba gran parte del año en el mar, de modo que apenas podía ocuparse de Sólveig. Ésta, cuando el padre se ausentaba, solía trasladarse a la casa de una tía materna, Vilborg, una mujer muy mayor, que enseñaba a la sobrina a coser.

Sólveig Halldórsdóttir, decían en el pueblo, era de carácter arisco y triste; no tenía apenas amigas ni las buscaba; tampoco se le había conocido un pretendiente, aunque a ella esa soledad no parecía importarle.

Lo cierto es que sí le importaba; en las largas tardes sin sol del invierno, mientras cosía junto a Vilborg, pensaba en un hombre: Björn.

Cierto también era que, desde la muerte de la madre, el pastor le había dedicado una atención especial: la visitaba a menudo, hablaba mucho con ella, y con el padre y la tía, para que no descuidasen la educación de la niña. A nadie le extrañaba, por tanto, que ésta le hubiera mostrado siempre un afecto que todos entendían como gratitud.

Desde luego, Sólveig hubiese podido estar entre las muchas mujeres a las que el pastor atraía porque era joven y guapo y amable, pero que, ante la indiferencia de él, acababan por casarse con otro. Hubiese podido estar entre esas mujeres de no ser porque en ella aquel sentimiento se había convertido con los años en una pasión violenta y silenciosa, que no dejaba espacio para nadie más.

Algo debía de haber intuido el pastor, pues en los últimos tiempos espaciaba sus visitas. Sólveig, sin embargo, continuaba esperándole con la misma ansiedad de antes, aunque luego, cuando le tenía enfrente, apenas se atrevía a hablar. Aquellos minutos —cada vez menos— le bastaban. Después era como si Björn no se hubiese ido; dejaba su imagen en la casa, en la cabeza de Sólveig, que seguía cosiendo y soñaba con él interminablemente, a la espera de la próxima ocasión.

Fue entonces, poco después de cumplir los diecisiete años, cuando ella decidió confesarle lo que sentía. Se convenció de que la fuerza de su amor era tanta que resultaba imposible que tarde o temprano Björn no lo correspondiese.

Le escribió una carta, que dejó en la puerta de la casa del clérigo cuando sabía que él se encontraba ausente. Luego regresó a la de su tía a aguardar respuesta.

Cinco días más tarde —cinco días que Sólveig pasó sin hablar apenas, y apenas sin dormir— Björn fue a verlas. Sonriente y tranquilo, charló con la anciana de asuntos del pueblo. Al fin, en unos breves minutos en que Vilborg les dejó solos, el pastor, sin perder la sonrisa ni el aplomo, le dijo a Sólveig que no le había dado importancia alguna a cuanto le había escrito. Estaba seguro de que lo que ella creía un sentimiento definitivo no era más que una ilusión adolescente, que desaparecería cuando encontrase un joven al que quisiera de verdad.

Björn se fue; entonces Sólveig salió de la casa y se dirigió al mar cercano. Un pescador que volvía al pueblo en su barca la vio arrojarse al agua; llegó a tiempo de sacarla.

Al día siguiente, cuando regresó su padre, avisado por Vilborg, Sólveig tuvo que confesarle todo. Halldór se enfureció con la hija por haber ofendido al pastor con semejante desatino. Luego volvió a marcharse, dejándola a cargo, como siempre, de su cuñada.

Durante algún tiempo, Sólveig no quiso levantarse de la cama, y a su tía y algunas vecinas que la ayudaban no les quedó otro remedio que obligarla a comer. Sólo hablaba de la muerte, así que se turnaban para no dejarla nunca sola. A veces, en mitad de la noche, se ponía a gritar de tal modo que la mujer que la cuidaba sentía terror. En otras ocasiones, se mostraba tranquila o incluso alegre: era cuando sentía renacer la esperanza de que Björn, al enterarse de su estado y de su obstinación, se conmoviera hasta el punto de no poder evitar enamorarse de ella. La esperanza duraba poco: enseguida la sustituía el odio. Este se iba volviendo más fuerte que el amor, y tan cercano a la repugnancia, hacia Björn y hacia sí misma, que tenía que gritar para arrojarlo lejos.

Al fin la joven se levantó de la cama, y pidió comida diciendo que estaba dispuesta a olvidar cuanto había pasado. Sonreía con tal convicción que Vilborg y sus vecinas comenzaron a creerle; no obstante, no bajaron la guardia: siempre una de ellas acompañaba a Sólveig.

Volvió a coser junto a su tía, tarde tras tarde. Empezaba mayo y las noches eran más cortas, y a veces ya no había hielo ni nieve alrededor de la casa.


Ilustración:
Daniel González

Una de esas tardes, Sólveig le dijo a Vilborg que se había acabado el hilo con el cual terminaba un vestido que les habían encargado con urgencia. Le sugirió a su tía que fuese a pedir un poco de ese hilo a la vecina más próxima: ella no iba a moverse de su silla. Vilborg dudó un instante, pero la joven se mostraba tan serena que al fin salió del cuarto y de la vivienda.

Mientras, Sólveig fue a la cocina y buscó el cuchillo de partir carne. De un solo tajo se cortó el cuello. La sangre fue lo primero que vio Vilborg al regresar. Llegaba hasta la puerta de la casa.

El pastor Björn ordenó que se enterrara el cadáver fuera del cementerio. El día en que así se hizo, no ahorró explicaciones ante Halldór Sigurfsson, Vilborg y las pocas mujeres que los acompañaban: le era imposible permitir que se enterrase a una suicida en lugar sagrado. Halldór no le miró a los ojos, ni a él ni a nadie; estrujaba en silencio su gorra y murmuraba para sí mismo. Su cuñada no dejó de llorar; las mujeres repetían las mismas oraciones.

Esa noche, el pastor comenzó a tener sueños extraños. En ellos aparecía una mujer sin rostro, que intentaba decirle algo. Dos noches después vio con claridad las facciones y escuchó las palabras: era Sólveig, y le pedía un sitio en tierra sagrada para su cuerpo.

Los sueños eran cada vez más frecuentes y más largos, y la expresión de la muerta, más furiosa. Björn empezó a cobrarle un miedo frenético a la noche y a la soledad. Vivía con su hermana; en la casa, siempre procuraba estar con ella. Pero tenía que salir a hacer sus visitas; de éstas con frecuencia regresaba ya anochecido. Era entonces cuando el terror lo asaltaba; creía ver sombras moviéndose en torno a su caballo; el animal, a veces, se encabritaba.

Rogó a un pariente que vivía en una granja próxima que lo acompañase en sus salidas; a cambio le daría algún dinero.

Sin embargo, un atardecer, de regreso hacia la vivienda del clérigo, su familiar —cuya mujer se encontraba enferma— tuvo que dejarle solo. Björn se animó diciéndose que únicamente unos pocos minutos lo separaban de su casa, y azuzó el caballo.

Era ya de noche cuando la hermana de Björn, que le esperaba como de costumbre para la cena, escuchó los cascos del animal. Salió a la puerta, porque la tardanza del hermano le preocupaba.

El caballo venía solo; no cesaba de bufar y de moverse de un lado a otro, pateando la tierra.

Todos los feligreses buscaron al pastor a la mañana siguiente. No dejaron sin rastrear una casa, ni una cueva, ni un palmo de la costa. Cuando llegaron al lugar donde comenzaba el desierto de arena oscura que se extendía hasta los glaciares del sur de la isla, dieron media vuelta, confirmándose en voz baja que la búsqueda había terminado. Por allí, por aquella extensión vacía y muerta en la que ninguno se hubiera atrevido a adentrarse, se había llevado Sólveig a Björn.

Unos meses después, en septiembre de 1765, el pueblo tenía otro pastor.


En 1942, Anna Hjálmtysdóttir, que vivía en Reykjavík, comenzó a tener sueños que la despertaban cada noche. Soñaba con una mujer joven, desconocida, que insistía una y otra vez en una súplica: que su cuerpo pudiese reposar al fin en tierra sagrada. Anna le contó aquellos sueños a su marido; él, que procedía de un fiordo en el norte de Islandia, recordó haber escuchado de niño una historia semejante. Escribió a su familia, para averiguar más datos y porque Anna seguía sin dormir en paz. La familia comunicó el hecho al que entonces era su pastor; éste consultó al obispo y localizó, gracias a los libros de la parroquia, el sitio donde Sólveig Halldórsdóttir había sido enterrada. Con el permiso de su superior, trasladó los huesos al cementerio de la iglesia; puso sobre ellos una cruz.

En Reykjavík, Anna Hjálmtysdóttir no volvió a tener pesadillas. Ese verano, un hombre del Sur que se vio obligado a trasladarse rápidamente a Akureyri, la capital septentrional, y a cruzar, para ello, el desierto interior, aseguró, a la llegada a su destino, haber visto en el páramo a un joven vestido como un clérigo, que caminaba de un lado a otro, con la inquietud de quien busca algo.

Era un día lluvioso y el viento casi lograba derribar aquella figura solitaria. El hombre del Sur huyó al galope.



LOLA ROBLES

Lola Robles nació en Madrid el 17 de septiembre de 1963. Empezó a escribir a los ocho o nueve años, y siempre pensó que quería dedicarse a ello. También desde edad muy temprana fue aficionada a la lectura. El cine, los viajes, el senderismo, y el alpinismo se encuentran además entre sus actividades favoritas. Es licenciada en filología y una de las coordinadoras de la Biblioteca de Mujeres, además de socia fundadora. Es autora de numerosos artículos y ha dirigido talleres literarios. Ha publicado relatos en diversas antologías como Cuentos del corazón y de otras vísceras, Breves, deseables y perversos, Encuentros breves y Animales en la ventana, así como artículos sobre literatura en revistas como Amaranta, Madrid feminista, Mujeres libertarias y Cosa nostra. En 1999 Editorial Kira publicó su novela LA ROSA DE LAS NIEBLAS.




Axxón 143 - Octubre de 2004