RAVE

José Luis Zárate Herrera

México

El techo goteaba sudor. La condensación de tanto aliento junto. El calor explosivo de sesenta, setenta cuerpos en tan poco espacio.

Un apretado haz de luces bailaba a lo lejos. Los amplificadores lograban que el lugar entero vibrara de poder. Los rostros miraban el mar eléctrico, unos a otros, fugaces atisbos de distintas pieles, buscando.

Alberto no podía apartar la vista del techo de cemento, tan repetidamente húmedo que un grasiento hongo negro crecía ahí, bebiendo la atmósfera.

Alzó la mano para tocarlo, como si fuera el aceite de una piel. Tan bajo, tan cercano que no pudo pensar más que en emparedamientos, en tumbas y sacrificios. Doscientos tresinta y cuatro soldados de terracota custodiando un cadáver, gatos embalsamados en espera de la resurrección de su amo, un hombre desnudo en una cueva seca, pudriéndose antes de que el tercer día empezara a restaurarlo.

No era raro que pensara en criptas y osarios, se dijo, ¿Qué más puedo pensar?

Cerró los ojos y dejó que los cuerpos a su alrededor hablaran. Vibrantes, vivos, ansiosos. Moviéndose con el frenético ritmo del lugar.

Mentían.

Como él, bailando, mentía.

Otra la música piel adentro, muy lejos de los pulsos electrónicos, del imposible latido de las baterías.

Bailamos para no gemir. Eso. Para no acercarnos gimoteando.

Miró a su alrededor buscando alguien que vendiera algo que le ayudara a que los neones crepitaran y los graves sisearan en sus labios.

Pero no había nada. No en ese lugar.

Un lugar sano.

A su pesar, rió por lo bajo. Tanto que parecía estar llorando.

No era el único.

Hay demasiado buen humor aquí, se dijo, pero ello cortó en seco la risa. Demasiada gente con los nervios en punta.

Se estaba quedando sin aire, pero salir de ahí no iba a ayudar en nada. Aún afuera, en la noche, no hay oxigeno suficiente para la angustia.

Tantos cuerpos, apretados, tantos bailando, tantos tratando de respirar a bocanadas.

Venimos venimos venimos

Susurros musitando la posibilidad, rumores no confirmados del sitio, voces secretas difundiendo el mensaje: van a estar, vendrán, esperan...

El mensaje vibrando en los nervios, en las esperas rotas, en los momentos en que no se está más que con uno y es demasiado.

Un edificio roto, basura, olor a orina, a cemento podrido.

A ellos.

A nosotros suplicándoles.

No les interesa nuestra historia personal, los motivos o razones que hemos vomitado encima de tantos, por tanto tiempo.

No les interesa el por qué no podemos librarnos de ello, por qué son preferibles a abandonar nuestros sueños rotos, cómo han llegado a ser la solución en vez de los filos y las armas, o las mil pastillas o el millón de días iguales.

No les interesa saber de qué son la cura.

Sólo aguardan a que lleguemos.


No supo su nombre. Sus rasgos se desdibujaban bajo el claro diseño impreso en la piel.

Era un cuerpo cálido, un vórtice de tinta china.

Se encontró bailando con ella, sin saber cómo o dónde, cuándo fue la primera mirada o el gesto inicial. Sólo el ritmo que unía sus pieles, sólo los alientos que se encontraron de improviso, sólo el fino estilete que penetró sus costillas y fue a incrustarse sabiamente en un órgano interno.

Alberto sintió la sangre subir por su garganta como un grito, y los labios de ella bebiendo ansiosos de su boca.

Los pies dejaron de sostenerlo, pero ella soportó su peso como si fuera tan fuerte como un insecto.

Tal vez lo fuera.

Podría haber jurado que sus ojos estaban formados por un millón de esferas, que el dibujo impreso empezó a girar lentamente, líquido y vivo bajo la piel.

Lo cierto es que Alberto bajó la vista esperando ver el arma. Vio, en cambio, las manos de ella, desnudas, introduciéndose lentamente en su piel.

Dedos de navaja, articulaciones dobles, casi una araña vaciando icor en su sangre.


Ilustración: Valeria Uccelli

La lengua de ella, dentro de la boca de Alberto se dividió en dos, se multiplicó en mil finos tentáculos que se adhirieron en las membranas bucales, bajaron por su garganta, subieron por los conductos internos hacia su cerebro, serpenteantes, afilados, hirvientes. Navaja y veneno, al mismo tiempo.

En un acto reflejo, trató de alejarla. Se apoyó firmemente en los hombros pero la piel se volvió líquida, densamente insustancial.

Se descubrió hundido en esa carne, como si ella fuera un río vivo en donde acababa de sumergir las manos.

Con un chasquido la piel se volvió acero, y la carne fue seccionada limpiamente.

A su alrededor la gente bailaba, sumergidos en la música, y en el estroboscópico ritmo de las luces, la sangre que saltó al levantar los muñones se mantuvo eternamente suspendida.


Las luces no se apagaron, la música no dejó de fluir. Pero todos supieron que había terminado.

Se miraron unos a otros buscando ausencias, huecos, determinados vacíos. El por qué la noche parecía una afrenta, un castigo.

Edificio afuera a veces era posible ver un atisbo de luces, un tono muy bajo oculto en los ruidos.

A unos pocos, muy pocos, se les susurró una fecha, otro lugar.

Una esperanza.



JOSÉ LUIS ZÁRATE HERRERA

José Luis Zárate Herrera nació en Puebla, México, el 20 Enero 1966. Estudió en el Colegio de Lingüística y Literatura Hispánica en la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla y realizó cursos de técnico en sistemas computacionales y lenguaje BASIC. En 1988 coordinó el Círculo "Puebla" de Ciencia Ficción y Divulgación Científica, del Consejo Estatal de Ciencia y Tecnología CECYT de Puebla y estuvo a cargo del Taller de Literario del Circulo "Puebla". En 2001 fue invitado en representación de México al Festival Internacional de Ciencia Ficción Utopiales de Nantes, Francia. Actualmente trabaja para la revista de cine 24 X Segundo Magazine. Ha publicado, entre otros, los libros Xanto, Novelucha Libre, La Ruta del Hielo y la sal, Hyperia y Las Razas Ocultas y numerosos cuentos en revistas y antologías.


Axxón 142 - Septiembre de 2004