F i c c i o n e s

EL ROSTRO DESNUDO
Salvador Badía

España

BASE TYRIS

Reica Arreliana corría con respiración rítmica mientras contemplaba el paisaje de la zona, abrupto y exuberante de vegetación entre la que la rica fauna cazaba o era cazada. En el cielo, enormes cúmulos de nubes se cerraban y derramaban lluvias pesadas, las únicas de casi todo el año, o se abrían y dejaban que el sol calentara todo lo que sus rayos tocaran. Entonces ascendía del fondo de la vaguada, adonde los torrentes se precipitaban, vapor de agua en volutas sinuosas y en los que la luz del astro se descomponía en bellos arco iris que resultarían más hermosos de contemplar de no ser por la suciedad de agua y barro que cubría la vidriera. Los robots de mantenimiento todavía no la habían limpiado y Reica supuso que no tardarían mucho, ya que solían estar en casi todas partes y en cualquier momento afanados en tareas de higiene y conservación, dándole a Base Tyris su impecable aspecto.
   La visión idílica del paisaje forestal quedó rota cuando un transportador apareció de improviso descendiendo sobre la vertical del río, corrigiendo notablemente su posición conforme era balanceado por las violentas rachas de aire, hasta realizar un aterrizaje casi vertical sobre la plataforma situada justo bajo la vidriera, casi al borde mismo del barranco que caía hasta el río Tyris. Un corredor umbilical se extendió desde las instalaciones situadas bajo el gimnasio hasta una compuerta lateral.
   —¡Más rápido! ¡Más pendiente! —pidió Reica.
   La cinta giró más deprisa y subió la inclinación. Ella aceleró el paso y la respiración, echándole una ojeada al pulsómetro hasta que se estabilizó en ciento ochenta. Los churretones de sudor resbalaron por todo su rostro y torso y las piernas se tensaron mientras la empujaban hacia arriba, pero ya hacía varias semanas que la euforia del ejercicio físico intenso se había esfumado; en concreto, desde que asumió que las Supervisoras no la dejarían bajo ningún concepto salir de Tyris en expedición, teniendo que quemar su frustración y furor en la cinta para no perder el control ante ellas espetándoles alguna inconveniencia o enzarzándose en una absurda competición de ironías e invectivas.
   Janicka Vogtwarth y Rybiggd Skraellint no permanecían mucho tiempo seguido en Tyris. Sus tareas como Supervisoras de la Región Medioambiental 1B3R1A las obligaban a desplazarse en constantes trayectos breves. Cuando se quedaban en la base se recluían en sus instalaciones más recónditas, apartadas del contacto con Reica. Al principio, ella acudía a las estancias comunes como el comedor o la sala de recreo con ánimo cordial: al fin y al cabo, ellas tres eran los únicos seres humanos del lugar y, ya que iban a pasar varios meses juntas, bien merecía la pena mostrarse sociable. Pero apenas coincidía con las Supervisoras; al principio pensó que por motivos de trabajo, permaneciendo al tanto de sus idas y venidas gracias a Sir, el androide maestro, quien le transmitía sus amables excusas por no poder almorzar, comer o cenar con ella. Al final se convenció de que su presencia allí les resultaba por completo indiferente y acabó quedándose en sus amplias estancias personales cuando acababa su jornada en el laboratorio, a donde Sir le hacía llegar cualquier cosa que necesitara para su comodidad.
   De todas formas, cuando las tres aún se molestaban en guardar las formalidades, para Reica fue evidente que no congeniarían nunca. Ellas mostraban una desapasionada cordialidad, limitándose a poner a su alcance justo los medios que necesitaría para sus investigaciones botánicas, ni más ni menos. Le prohibieron utilizar aerovehículos individuales para recorrer la región excusándose en la contaminación biológica y la meteorología imprevisible. Reica insistió en que sus trabajos medioambientales requerían esas salidas; a regañadientes consiguió que le permitieran pasear por las inmediaciones de la base, para intentar contentarla y no tener que seguir oyendo sus protestas, pero al día siguiente cambiaron de opinión farfullando algo sobre fauna peligrosa que le puso los nervios de punta. Aquel día subió a la cinta de correr hasta acabar derrengada.
   Intentando ser ecuánime, Reica había concluido que, de estar en sus circunstancias, quizá también se le amargara el humor. Por lo que el discreto Sir le había contado —no mucho a ese respecto— había podido conjeturar que debían haber sido relevadas de allí varios meses atrás pero era evidente que la Confederación tenía cosas bastantes más importantes de las que ocuparse en aquellos tiempos de crisis y les había prorrogado la estancia, aunque no sabía cuánto. Además, cada vez que ella pronunciaba aquel extraño apellido, Vogtwarth, ante su dueña, le salía una cosa muy parecida a «boba» que no facilitaba mucho las cosas y llamarla Janicka tampoco parecía adecuado. Y Skraellint siempre la rectificaba cuando coincidían:
   —No se dice «escraelín», la ese apenas se pronuncia, amiga cibusiana. Se dice «screlinte». ¡«Screlinte»!
   Más aún, ellas eran praecoxianas. La obstinación de Cibus en no adherirse a la Confederación, en la que Praecox descollaba política y económicamente, era uno de los motivos de las tensiones recientes en los Dominios. A Reica no le costaba mucho suponer que ambas personalizaban en ella todas las culpas de su reclusión forzada en Tyris. Para más colmo, sabían que Reica era una Matrígena y, aunque dudaba de que comprendieran con exactitud lo que eso significaba, sí sabían que era lo suficientemente importante para disponer de un transbordador que la dejó en la base y que, dentro de dos días, la recogería de nuevo para que emprendiera su viaje de regreso a Cibus...
   ...mientras que ellas tendrían que conformarse con ver cómo el aparato levantaba el vuelo dejándolas de nuevo en aquella silvestre y deshabitada Tierra, casi olvidadas y olvidada por todos.


LA MATRÍGENA

—¿Me pasas una toalla, Sir? —pidió Reica.
   El androide giró y caminó con similitud humana.
   —No me has llamado para darte una toalla, ¿verdad, Reica? —preguntó con voz asexuada mientras buscaba en unos cajones.
   Ella salió de la cabina de la ducha desnuda, a excepción de un rojizo y estrecho cinturón ceñido a las caderas, y observó al androide: no había duda alguna de que hubieran podido darle un aspecto por completo humano si lo hubieran recubierto de pseudodermis; de hecho, quizá ése hubiera sido el siguiente paso en su diseño, pues en la carcasa de fibras sintéticas que conformaban sus miembros y tronco se apreciaban incisiones y hendiduras en las que quizá deberían de haberse fijado falsos músculos y tendones. A Reica le resultaba gracioso pensar que la Secretaría de Protección Medioambiental había conseguido a Sir en un saldo. No sabía qué papel cumplía con exactitud dentro de la complejidad tecnológica de Tyris más allá del ambiguo cargo de «androide maestro», pero al final acabó convencida de que su verdadera función era encargarse de las visitas, ahorrándoles la molestia a las Supervisoras. Al fin y al cabo, «Sir» venía de «sirviente». Quizá ellas pidieron un robot por completo humanoide pero sólo hubo dinero para algo como él.
   En cualquier caso, el androide se había convertido en su único compañero durante aquellos meses en la Tierra. El anfitrión inorgánico resultó una más que agradable compañía: aparecía cuando era necesario, desaparecía cuando quería estar sola, correspondía muy adecuadamente tanto a los comentarios laborales como a los cotidianos y hacía de entretenido cicerone cuando la paseaba por las instalaciones de la base mostrándole esto y aquello. A veces contaba chistes y le chismorreaba cotilleos de cuando la base había albergado varias expediciones científicas a la vez, cuando los zumbidos, chasquidos y vibraciones artificiales, el pulso de Tyris, había quedado sofocado por las voces, los pasos, las respiraciones, el pulso humano.
   —No, claro... ¿Las has visto? ¿De qué pie cojean hoy?
   —Las supervisoras andan hoy con prisas... también.
   —¡Vaya, qué novedad! ¿Crees que podrán atender mi petición?
   —¿Volar hasta esa montaña solitaria? —Sir le entregó la toalla y ella comenzó a secarse—. Comprendo que las especies endémicas sin catalogar que encontraste allí puedan resultar valiosas para el ecosistema cibusiano. Pero si te bastaron las imágenes y las muestras recogidas por mis aparatos, no comprendo esa insistencia por ir allí personalmente.
   —¡Vamos, Sir! —exclamó Reica con cierto fastidio y frotándose con furia—. ¡No me digas que nunca antes alguien estuvo fuera de Tyris!
   —Hasta donde yo sé, todas las operaciones se realizaron desde los terminales remotos.
   —¡Bueno, me da igual! —Reica ya no tenía paciencia con el asunto—. ¡Me gustaría ir allí y punto, eso es todo!
   De inmediato se reprochó su pronto: discutir con Sir era absurdo, pero la insistente negativa de las Supervisoras en permitírselo la sacaba de quicio.
   —No es mi intención contrariarte, Reica. Intento evaluar tu seguridad y, con franqueza, tu argumento no me parece convincente.
   Ella suspiró.
   —Si lo que hay allí es algo que puede ser útil para Cibus, cuando regrese me gustaría poder decir: «Yo lo descubrí, yo lo traje».
   —No tengo duda de que tú lo has descubierto. Nadie podría dudarlo —respondió Sir—. Pero, cuando dices «yo lo recogí, yo lo traje», ¿por qué no tiene el mismo valor que «mis robots lo recogieron, mis robots lo trajeron»? ¿Acaso el resultado no es el mismo? ¿Tiene algo que ver con la vanidad? Conozco su definición y no sería el primer humano que veo cometer una equivocación dejándose llevar por ella.
   Reica, plantada ante un espejo de cuerpo entero, sonrió. No sabía si el tono paternal de Sir era imaginación suya, fruto de su reclusión junto a él, o si, en efecto, el androide se «preocupaba» por ella.
   —¿Te vale que llevo meses encerrada aquí dentro? ¿Que necesito salir al aire libre?
   —Sabías que si las instalaciones no eran de tu agrado, tus habitaciones, el gimnasio, la cocina, los laboratorios... que si encontrabas el aire un poco viciado o no te gustaba el sabor del agua... sabías que podíamos reconfigurarlo todo, hacerlo más apto para ti, ampliar tabiques, variar la composición del aire o del agua...
   —¡No! ¡Sólo quiero salir un poco al aire libre! ¡Sentir que estuve en el planeta Tierra! ¡Esta base no es diferente a cualquier estación orbital, a cualquier estación medioambiental de cualquier planeta en terraformación! ¿No lo entiendes?
   —Sí y, sin embargo, permíteme que insista: no estarías nunca al aire libre, como lo llamas. Portarías encima su traje de protección biológica y, en la práctica, estarías aislada del exterior por completo. Tus sentidos no entrarían en contacto con nada de lo que te rodea.
   Sir era imposible de convencer. Y, de hecho, ¿por qué intentaba convencerlo?
   —Mira, Sir... ¿Ves esto?

Ilustración: Valeria Uccelli
   Se dio la vuelta y se acercó al androide, señalando su cinto matricial, una fina joya tallada en «sorinia», un mineral rojizo que sólo se encontraba en Fliktos —quienes decían ser los primeros cibusianos— y del que pendía sobre el pubis una especie de pequeño medallón tallado con madera de «gemmon», un árbol oriundo también de ese planeta y lacado con su propia resina.
   —Es el símbolo de las Matrígenas. La tradición dice que protege al feto en gestación de cualquier malformación o problema. La sorinia cede y se ensancha conforme lo hace el vientre materno; después se encoge hasta alcanzar el tamaño original. Cuando esto ocurre, la Matrígena está lista para concebir de nuevo. ¿Sabes qué es una Matrígena, Sir?
   —Conozco el término, Reica, pero sólo a través de un diccionario.
   —En mi religión, una Matrígena es una mujer que puede concebir, procrear; y que en general pare hembras. Hoy en día pueden casi todas, pero no era así durante los primeros tiempos de la colonización de Cibus: los abortos solían ser corrientes y las mujeres quedaban con frecuencia estériles... Algo había en el planeta que afectaba al aparto reproductor femenino... Yo he heredado el cinto de una larga cadena familiar de Matrígenas; desciendo de una de las primeras mujeres que pudieron gestar a su vez más mujeres, asegurando la supervivencia de nuestra sociedad, y cuya virtud y fortaleza también he heredado, transmitida de generación en generación. Mi religión venera la maternidad y yo tengo el raro privilegio de estar durante un breve periodo de tiempo en la Tierra: la madre de todas las criaturas vivientes de los Dominios. De todas. No podéis pedirme que me conforme con ver la Tierra a través de unos monitores. Necesito pisarla, sentirla bajo mis pies, tocarla, ¿me entiendes?, sola, lejos de cualquier otra cosa humana de los alrededores. Me marcho pasado mañana y si ese monte puede darme herramientas con las que hacer de Cibus una recreación de la Tierra, te juro que iré allí como sea y lo consagraré como altar. ¡Y me importa bien poco que vista un traje de protección biológica! Para mis intenciones no será ningún inconveniente, te lo aseguro.
   —Parece una interesante historia que no me habías contado hasta ahora. No la conocía y, desgraciadamente, no sé si aún tendremos tiempo para que me la cuentes con detalle. Pero sí conozco algunos de los términos que has mencionado, como «consagrar» y «altar» y, aun así, me temo que no te he entendido del todo. En cualquier caso, no te molestes en explicarte, Reica, sólo soy un androide. Sólo puedo argumentar razones físicas para desaconsejar tu plan pero, ¿por qué no se los explicas a las Supervisoras? Si tan importantes resultan esos conceptos, seguro que ellas los entenderán. Quizá debías haberlo hecho antes.
   Una vez más, Reica quedó frustrada. Sir no era más que un androide con el que ella se desahogaba, pero no servía de nada más. Si quería conseguir algo debería hablar con las Supervisoras, aunque estaba convencida de que el argumento religioso no le valdría de mucho. No las imaginaba de ninguna forma esforzándose en comprender su culto y cediendo ante sus argumentos exclusivamente religiosos.
   Con desgana, buscó en el ropero algo para ponerse.


LAS SUPERVISORAS

—No —dijo la supervisora Janicka Vogtwarth.
   Se encontraban en una amplia sala de Tyris, una especie de taller informático lleno de tableros, consolas y paneles electrónicos. Cada atardecer, el enorme ventanal de la sala, orientado a poniente, se oscurecía para evitar reflejos y deslumbrar a los usuarios. Pero incluso así podían verse las partículas de polvo, agitándose conforme las Supervisoras se movían inquietas de un lado a otro.
   Reica había esperado unas horas antes de reunirse con ellas, suponiéndolas cansadas. Y, en efecto, sus rostros morenos y curtidos parecían fatigados, pero era indudable por el nervio que imprimían a sus movimientos que seguían animadas. Desde luego, para la edad que les suponía tenían un excelente aspecto: las cuarentonas cibusianas solían estar más envejecidas y mucho más debilitadas que ellas, aunque Reica no tenía ninguna duda de que era porque todavía no habían sido madres.
   —Parto pasado mañana —les dijo Reica, con cierta esperanza de ablandarlas.
   Pero Vogtwarth no iba a ceder:
   —No importa. No saldrá, no quiero un accidente que me obligue a dejarla en cuarentena aquí... Porque no dejaría que se marchara con vaya a saber qué enfermedad para que se desate una epidemia por todos los Dominios; no quiero follones con la Secretaría... Y usted tampoco quiere quedarse aquí, ¿verdad? Deseará regresar a Cibus cuanto antes, ¿no?
   A Reica le fastidiaba más esa actitud porque Vogtwarth, con su seseo y su tono de voz, sin duda agradable en otras circunstancias, la despachaba como si fuera una niña que incordia a su madre —de hecho, podría ser su hija—. Le mostraba una superioridad que ya hacía tiempo que le resultaba insultante, pero no podría decir si se trataba de algo personal o resultaba igual de agria con todo el mundo. Por otra parte, Skraellint solía ignorarla directamente. No sabía si la relación entre ellas era de igual a igual o si había alguna jerarquía, pero sí que habían decidido en algún momento que fuera Vogtwarth quien la atendiera.
   —¿Y si viene Sir conmigo? —insistió—. Como seguridad añadida.
   —Sir no puede abandonar Tyris. Además, ¿sabe manejar un aerovehículo? —le preguntó sin ni siquiera mirarle a la cara.
   —Sí, eso sí... Están en todas partes, he pilotado varios en Cibus.
   —Bueno, me da igual —replicó la supervisora con un gesto de la mano, fastidiada—. El tiempo lo tiene en contra, tome, lea...
   Le señaló un parte meteorológico en una pantalla. Reica lo leyó por encima: «fuertes rachas de viento y tormentas moderadas, ocasionalmente fuertes, acompañadas de aparato eléctrico».
   —¿Vale? —concluyó Vogtwarth—. No habrá excursión... Bien, a otra cosa. —Le entregó un soporte extraíble de información. —Aquí tiene los datos de su partida...
   Hubo una pausa peculiar. Reica, enfadada, no se dio cuenta de inmediato, pero fue lo suficientemente prolongada para que reaccionara:
   —¿Sí...? Mi partida, ¿verdad, Vogtwarth? Que me voy...
   El particular énfasis en la palabra «partida» le torció el gesto a la supervisora y Reica se alegró. «¡Chúpate ésa, boba! ¡Yo no voy a salir de la base, pero tú no vas a salir del planeta!»
   —Sí... Debería ir preparando sus cosas, la lanzadera la recogerá pasado mañana por la mañana. Por cierto, ahí también encontrará un cuestionario del control de calidad: satisfacción del usuario con el servicio, etc... —Vogtwarth se encogió de hombros, como si eso le importara bien poco—. Entrégueselo a Sir cuando lo rellene. Puro formalismo, no crea.
   Reica levantó una ceja.
   —Lo rellenaré, descuide. Pero ya lo entregaré personalmente en la Secretaría de Protección Medioambiental cuando regrese. Junto con el informe de mis investigaciones y mi calificación del equipo de apoyo...
   No pudo determinar si el silencio de Vogtwarth era señal de que la puya había tocado fibra sensible o de que no tenía nada más que decirle. Pero por el rabillo del ojo creyó ver que Skraellint dejaba durante un par de segundos lo que estaba haciendo y giraba la cabeza hacia ellas.
   —Puro formulismo, no crea —añadió Reica con mal disimulada satisfacción.
   Vogtwarth se frotó las manos bajo el mentón, un gesto que Reica consideraba habitual en ella, aunque no sabía si lo hacía cuando estaba tensa, enfadada o simplemente concentrada, tan inexpresiva solía ser.
   —No estaremos aquí cuando parta —dijo por fin tendiéndole la mano floja—, salimos esta madrugada... Por cierto que... hablaré de los científicos cibusianos en mi informe... también para la Secretaría. ¡Qué exigente es la burocracia!, ¿verdad? ¡Todo el mundo pide informes!
   Reica parpadeó. La Secretaría también estaba sometida a los vaivenes políticos del momento y se preguntó si aquella absurda discusión en la remota Tierra acaloraría más el ambiente o se consideraría una estupidez a la que nadie prestaría atención.
   Aceptó la mano de la supervisora, casi inerte.
   Puro formulismo.


LA TORMENTA

Al día siguiente, Reica estaba de nuevo sola en la base. Dedicó la mañana a preparar el equipaje, sin muchas ganas, dándole vueltas a la cabeza. A mediodía salió al laboratorio a recoger su instrumental. En el camino se cruzó con Sir.
   —Buenos días, Reica, ¿cómo estás? ¿Necesitas algo?
   Sir siempre se cruzaba con ella a mediodía. Era un androide muy bien educado, no quería interrumpir ni molestar y fingía un encuentro casual para recordarle que estaba a su disposición.
   —Nada, gracias, Sir.
   O, al menos, nada que él pudiera proporcionarle.
   Una vez revisado el embalaje de sus instrumentos, se acercó al comedor, pero apenas probó bocado. Llevaba dándole vueltas a la cabeza una idea algo descabellada pero...
   Se asomó al ventanal: el cielo comenzaba a cubrirse cuando, durante toda la mañana, el sol había lucido radiante, contradiciendo el parte que Vogtwarth le había enseñado el día anterior. Aquello le elevó la ansiedad: ¡no debería haberlo pensado tanto! ¡Le quedaban menos de veinticuatro horas en la Tierra!
   —¡Vamos a hacerlo! —se dijo—. ¡Vamos a hacerlo y punto! ¡Joder, una tormenta no es más que agua cayendo del cielo!
   Salió con prisas camino del vestuario. No encontró ni rastro de Sir. Mejor.
   Abrió una taquilla y un equipo de protección biológica salió de ella colgado de un riel telescópico. Sir le había llevado hasta allí en uno de sus paseos por la base y le había explicado el funcionamiento.
   —Si no hay expediciones al exterior, ¿para qué están los trajes? —le había preguntado con suspicacia.
   —Podrían ser necesarios si un humano debiera salir a realizar un mantenimiento, por ejemplo —respondió el androide sin molestarse.
   No le satisfizo la respuesta, desde luego, pero ahora daba igual. Se desnudó —aunque sin desprenderse del cinto matricial—, se acercó a un mono blanco, primera prenda que pendía del riel, y pulsó un corchete que incorporaba. La prenda se sacudió, como si cobrara vida, se abrió longitudinalmente y comenzó a ceñirse a su piel, rodeándola, hasta que los frentes opuestos se encontraron en su espalda y se cerraron. Repitió la operación con la malla de soporte vital y por último con el traje en sí. Luego se colocó el casco. En cinco minutos estuvo lista y así se lo indicaban las señales que se proyectaban en su visera.
   Una compuerta se abrió, invitándola a entrar en la esclusa de descontaminación antes de salir al exterior. Reica corrió hacia ella porque no quería pensar demasiado en lo que estaba haciendo. Lo hizo con torpeza, pues la mochila con el suministro energético y vital la desquilibraba un poco.
   La primera compuerta se cerró y, tras un par de minutos de irradiación de descontaminación, la segunda se abrió. Ante ella, el planeta Tierra la esperaba bajo un cielo encapotado.
   Un chasquido la sorprendió: Sir acaba de establecer contacto por radio.
   —Reica, ¿qué haces?
   «¿Aún estoy a tiempo?», se preguntó. «¿Aún estoy a tiempo de no poner una mancha negra en mi historial?» Pero, ¿qué importaba su historial? ¿No era una Matrígena? ¿No era aquel planeta la Tierra? ¿No era de allí de donde provenían los primeros cibusianos? ¿No era de allí de donde provenía la vida de los Dominios?
   Aquello valía más que cualquier historial. De repente se dio cuenta de que quizá Sir podría ordenar cerrar la compuerta y retenerla dentro, así que bajó corriendo la rampa que llevaba al exterior...
   ...pisó la tierra fresca, húmeda y resbaladiza y cayó al suelo de bruces.
   Se alzó de inmediato. Revisó los testigos: la integridad del traje seguía inalterada. Sólo estaba mojado y embarrado, pero eso no afectaba a su funcionamiento.
   —Reica, ¿estás bien?
   La compuerta seguía abierta tras ella, como si estuviera esperando que regresara. Miró a su derecha: la compuerta del hangar estaba abierta para facilitar el tráfico de los vehículos automáticos que entraban y salían con asiduidad a realizar sus tareas. Anduvo hacia ella con titubeos: el suelo era irregular, con piedras sueltas, rocas sobresalientes, barro, charcos y arbustos; no liso y franco como en la base.
   —Reica, ¿por qué no contestas? No necesitas hacer nada con el circuito de audio, sólo hablar.
   La insistencia del androide la irritó.
   —¡Mierda, Sir! ¿Qué quieres?
   —Sabes que no puedes salir de la base, ¿verdad? ¿Por qué lo haces entonces?
   Reica apresuró el paso por si acaso Sir decidía cerrar el hangar.
   —¿Sabes para qué? —Se le ocurrió una divertida idea—. Para que al próximo que venga a la base puedas contarle la anécdota de la cibusiana cabezona que se escapó para ir a ver una montaña. Así formaré parte de tu repertorio de historias para contar a los visitantes aburridos. ¿Qué te parece?
   —¿Lo dices en serio, Reica? Porque no me parece muy gracioso...
   —Bueno, Sir... Mientras tanto, que no se te ocurra cerrarme las compuertas...
   Subió por la plataforma lisa del hangar, agradeciendo poder andar sin doblarse los tobillos. Golpeó fuerte la suela de las botas para quitarse el barro. Un par de vehículos oruga se apartaron de su camino.
   —Esto no es un centro penitenciario, Reica. Además, yo no tengo ninguna autoridad aquí...
   —Me alegra oírlo...
   De haberlo supuesto se habría ahorrado algunos nervios. Tyris sólo era una base de soporte científico: allí no iban turistas despistados, sino científicos bien formados, así que si alguien se vestía con un traje de protección biológica y quería salir al exterior, se suponía que sabía qué estaba haciendo. No debería de haber muchas trabas que poner a esas actividades más que las estrictamente relacionadas con la seguridad común. No era cuestión del sistema informático determinar si luego había que penalizar o abroncar a alguien.
   Accedió a la cabina de un aerovehículo, un utilitario muy común en los Dominios, de manejo muy sencillo. Sacó su soporte informático de un bolsillo hermético y trasladó las coordenadas de la montaña que deseaba visitar al ordenador de abordo.
   El aparato se puso en marcha con suavidad, elevándose unos centímetros sobre las plataformas. Salió del hangar y cogió un poco de altura, sólo unos metros por encima de las copas de los árboles. Pronto aceleró y unas finas gotas de lluvia comenzaron a golpear el parabrisas. Reica sonrió ampliamente de alivio y satisfacción.
   —¿Adónde crees que vas?
   —¡Imagínalo, Sir! Parto mañana y no me iré sin echar una ojeada a esa montaña.
   —Lo siento, Reica, pero me he puesto en contacto con las Supervisoras y me han ordenado que te haga regresar.
   Sir tomó el control remoto del aparato y la nave dio media vuelta. Reica comprobó que su programa había dejado de tener efecto y se contrarió. Tras unos instantes de enfado y duda, decidió desconectar el ordenador de abordo, un modelo sencillo que cualquier adolescente rebelde de los Dominios sabía puentear para escapar del control familiar. La navegación por satélite había quedado inhabilitada pero recordaba las coordenadas de destino, así que no tenía más que hacer algunos sencillos cálculos mentales y centrarse en el pilotaje manual para dirigir el aparato hacia allí.
   —¡Reica, por favor! ¿No has visto el parte meteorológico?
   Por el parabrisas ya no veía nada. Accionó el vibrador, que mejoró algo la visibilidad, pero más allá de quizá los mil metros la lluvia que empezaba a caer como un pesado telón la obligó a atender el radar de obstáculos.
   —No importa el tiempo —respondió mientras hacía fuerza con los mandos: el aparato se sacudía por las rachas de aire.
   —¡No seas imprudente! ¡Me obligas a salir a por ti y a poner mi integridad en peligro!
   —Entonces, ¡quédate!
   Usando el cursor ocular que se proyectaba en su visera cortó la radio.
   La montaña no estaba muy lejos, pero el fuerte viento y la lluvia pesada hacían difícil el vuelo. La visibilidad quedó muy reducida y Reica no perdía la vista de los indicadores de altitud y del radar, que le indicaban vía libre.
   El temporal empeoró y, cuando empezó a tener miedo, decidió aterrizar y esperar a que escampara: las tormentas se caracterizaban allí y en aquella época del año por ser furiosas pero breves. El problema con el que se encontró fue que no veía dónde tomar tierra: el bosque inmediatamente a su alrededor era muy tupido y temía dañar algún estabilizador. El radar no ayudaba a encontrar un agujero entre las frondas y temía que una racha de viento la empujara contra las copas de los árboles. Cuando comenzaba a preocuparse seriamente, cuando la adrenalina comenzaba a correr en una dosis demasiado alta por sus venas, viéndose arrojada contra tierra por el viento, un visor del salpicadero le marcó la cercana presencia de un radiofaro.
   Sin dudarlo, puso rumbo hacia él y, tras unos minutos de vuelo, surgieron unos destellos regulares entre la intensa lluvia. Su esperanza se materializó: en el bosque se abría un claro en el que se asentaba otra base, más pequeña que Tyris. Los destellos provenían de una plataforma de aterrizaje, pero Reica debió contener su deseo de abalanzarse sobre ella. Redujo la velocidad notablemente mientras decidía si se arriesgaba a pasar de largo y volver a ser sacudida como una hoja por el viento o si sería mejor entrar en aquella base y enfrentarse a las Supervisoras, cuya nave estaba estacionada en la plataforma, el fuselaje chorreando agua por todas partes.
   Otra racha de viento terminó por forzar la decisión. Al fin y al cabo, ya debían de haber sido avisadas de su presencia, así que no tenía mucho sentido escaparse. Aguantaría la bronca. Reica descendió y el aparato se posó en suelo firme con algunas sacudidas.
   Cuando iba a apearse, la lluvia se detuvo de súbito y el sol comenzó a brillar por una masa de nubes agujereada como un colador. Enfurecida por las irónicas casualidades, puso pie en tierra.


RAÍCES

Reica se quedó de pie, dudando, sintiendo el frescor del ambiente a través del traje de protección biológica. Mientras había estado en el aire, zarandeada como una mosquita, enfrentarse a las supervisoras le había parecido una minucia: la bronca le causaba indiferencia, mañana se marcharía y adiós, muy buenas, hasta nunca. Pero ahora, a la luz del sol juguetón, ellas se le aparecían más amenazantes. Una cosa era jugársela a un robot y otra muy diferente un informe detallado para la Secretaría acusándola de desacato. Después de todo, Vogtwarth y Skraellint eran las autoridades de Tyris y, aunque antes ya había pensado que durante el viaje de vuelta debería fijar unos argumentos sólidos para justificar su actitud, lo cierto era que hasta ahora no se había preocupado por ello, pues contaba con no volver a encontrarse jamás con ellas.
   De repente, la compuerta frente a ella se abrió y ello le evitó tener que llevar la iniciativa. Un extraño cortejo de sarcófagos sanitarios levitó hacia la nave de las Supervisoras, de la que se extendió una rampa que conducía a la bodega. Reica, curiosa, se acercó y, a través de sus cubiertas acristaladas, las vio: nativas terrestres, desnudas y tumbadas boca arriba. Portaban electrodos y sondas médicas y, aunque no era una persona muy aprensiva, vio algo que le hizo arrugar la cara: todas tenían un corte reciente suturado desde el ombligo hasta el pubis.
   Apoyó una mano enguantada sobre su propio pubis y sintió levemente la forma del medallón de gemmon, reconfortándola. Se quedó mirando cómo los sarcófagos iban siendo estibados en la bodega. Dos sombras se movieron desde detrás de ella. Sobresaltada, se giró.
   —¡Arreliana! —gritó Skraellint por el circuito de audio—. ¿Qué coño está haciendo aquí?
   Reica se echó atrás de un salto. Las Supervisoras se habían echado encima de ella sin que se hubiera enterado, absorta en las nativas. No vio sus rostros: también estaban enfundadas en sus trajes de protección biológica y el sol ahora radiante le impedía verlos a través de sus viseras, convertidas en espejos donde se reflejaba su silueta pequeña y a la defensiva.
   Vogtwarth —su nombre figuraba en la pechera— la cogió de un brazo con fuerza y la sacudió.
   —¿Qué le dije yo ayer, Arreliana? ¿Cómo se ha atrevido a desobedecerme?
   —¿Cómo coño está aquí? —insistió Skraellint. Parecía más sorprendida que realmente furiosa. Reica supuso que quizá había volado demasiado bajo para ser detectada por el radar y que encontrársela allí era una verdadera sorpresa —y una gran molestia— para ellas.
   Reica se desembarazó de la mano de Vogtwarth, que empezaba a hacerle daño. Skraellint le evitó tener que responder todavía:
   —¿Cree que su actitud de superioridad le beneficia, Arreliana? ¡Somos responsables de su seguridad y a usted le importa un carajo! ¿Sabe lo que nos ocurriría si le pasara algo? ¡Por culpa de su egoísmo sin precedentes entre quienes nos han visitado! ¿Sabe que las autoridades aquí somos nosotras? ¿Sabe que en la Secretaría no creerán nada de lo que usted diga porque aquí y en estas circunstancias somos nosotras las que tenemos el crédito? ¿Sabe que no volverá jamás a la Tierra ni a ninguna estación ambiental dondequiera que esté? ¡Porque no vamos a pasar su desacato por alto! ¡No crea que el que usted sea cibusiana le da derecho a hacer lo que le venga en gana!
   Skraellint nunca le había dirigido más de cinco palabras seguidas, así que la bronca la dejó algo anonadada.
   —Hágase un favor, Arreliana —continuó Vogtwarth con el tono de voz más comedido y los brazos en jarras. Reica creyó que verla por fin ninguneada debía de satisfacerla muchísimo—. Suba a su vehículo y regrese a Tyris por donde ha venido. Sea obediente y no empeore el asunto, quizá aún podamos arreglarlo y todos quedemos contentos...
   Las Supervisoras se miraron como si hablaran entre ellas por los canales privados hasta que Vogtwarth hizo un gesto conciliador con la mano. Mientras, el último sarcófago subió a la bodega pasando ante Reica.
   —Venga, ¿a qué espera? —insistió la supervisora.
   Reica titubeó pero al final habló:
   —Me gustaría saber qué les está ocurriendo a estas mujeres...
   Vogtwarth hizo su característico gesto con las manos bajo el mentón, aunque más desgarbado por el traje biológico.
   —Están enfermas —respondió tras unos instantes—. Esto es un pequeño hospital que da servicio a las necesidades sanitarias más urgentes de los nativos. Cuidamos de ellos, es una de nuestras tareas como supervisoras. Los que no pueden ser tratados en sus lugares de origen son trasladados aquí.
   —Sí, pero aquí sólo hay mujeres. Y todas llevan esa cicatriz horrible... Y precisamente ahí... —susurró Reica, como si pronunciar la palabra correcta le doliera.
   Vogtwarth reparó en cómo la cibusiana volvía a llevarse la mano a su pubis. La supervisora sabía o creía saber algo de las creencias cibusianas. De cómo adoraban la procreación, la gestación y la maternidad. Cuando Skraellint le preguntó qué era exactamente una Matrígena, le respondió sin dudar:
   —Es una fanática cibusiana con ganas de quedarse preñada y parir como una coneja...
   Y tenían a una de ésas en Tyris. Su presencia era molesta porque alguien así jamás entendería la verdadera naturaleza de su trabajo en la Tierra. Y, además de una fanática, Reica Arreliana había resultado ser también una entrometida. Por fortuna, Vogtwarth era previsora y había preparado una explicación que, desde luego, a Reica no le agradaría oír, pero que creía que encajaría con las historias del pasado cibusiano y que sería suficiente.
   —Éste es un centro de ginecología y obstetricia, Arreliana. Todas estas mujeres que ve tenían cáncer de útero y se les ha practicado una histerectomía... Les hemos extirpado el útero.
   Reica quedó consternada.
   —¿Tantas? ¡Por todas las matrices! ¡No puede ser! ¿Son de la misma población?
   Vogtwarth no respondió de inmediato.
   —No, no de la misma tribu, aunque sí son de la región... de nuestra región de supervisión... Nosotras cuidamos de ellas...
   Reica se ensoñó durante unos instantes hasta preguntar:
   —¿Conoce un poco la historia de Cibus, Vogtwarth?
   —Algo... —respondió impaciente y torciendo el gesto, aunque ninguna lo vio.
   —Las malas condiciones de vida de los primeros colonos terrestres de Cibus provocaron una gran mortandad entre ellos, en especial entre las mujeres... quedaban afectadas en su aparato reproductor y sufrían cánceres, hemorragias, abortos... como ellas...
   Se giró hacia la bodega de la nave mientras un pensamiento evocador y romántico comenzaba a correr por sus venas: regresar para entregarles al resto de mujeres aún sanas cinturones de sorinia y medallones de gemmon, el reencuentro de los cibusianos con sus orígenes legendarios...
   Pero a la supervisora no le interesaban los cuentos cibusianos: todas las evidencias apuntaban a que los primeros pobladores del planeta eran de Fliktos, pero a fuerza de repetirse que eran de origen terrestre se habían terminado por creer sus propias mentiras. Con aquellos condenados supersticiosos no podía hacerse nada.
   —Reica, regrese a Tyris.
   Se giró hacia Vogtwarth, sonriendo con cierta complacencia.
   —Me gustaría ir con ellas... Me gustaría saber más, hacer algo por ellas... Quizá una misión cibusiana podría...
   A Vogtwarth no le gustó nada lo que oía.
   —Olvídelo, Arreliana. Nosotras ya estamos trabajando en ello, mucho y bien. Estamos aplicando amplios programas de prevención que, poco a poco, van dando resultados...
   —No lo dudo —insistió Reica— pero el apoyo espiritual de unos misioneros cibusianos sería muy conveniente... Podríamos plantar gemmonios y...
   —Arreliana, es nuestro trabajo. Déjenos acabarlo.
   —¡Desde luego! ¡Desde luego, no dudo de la calidad del trabajo que han hecho! ¡Pero nuestro pasado nos obliga moralmente a hacer algo por ellas! ¡A contribuir, a complementar su trabajo, no a sustituirlo, por supuesto! ¡Un grupo reducido de misioneros, no muchos, para no saturar los recursos de Tyris sería muy conveniente! ¡No, mejor podríamos levantar otra base! ¡Y así no tener que...!
   Skraellint la interrumpió bruscamente:
   —¡Arreliana, métase su entusiasmo mesiánico donde le quepa! —le espetó—. ¡No vendrá aquí con nada ni con nadie! Si quiere que la Tierra siga siendo su reserva botánica, deberá dejar que sigamos haciendo nuestro trabajo con ellas...
   —¡Rybiggd! ¡Cállate!
   —¡Déjame! ¡Esta cibusiana parece gilipollas!
   Las supervisoras habían gritado tanto que, a pesar de que se habían hablado por su canal privado, Reica las había oído con claridad. Skraellint se plantó ante ella con un solo paso y siguió oyéndola sin necesidad del audio.
   —¿Usted sabe algo de la historia de la Tierra, Reica Arreliana? Pues sepa que si los nativos no cumplen con el programa de control demográfico al que les obliga su acuerdo con la Confederación, volverán a arrasar los recursos naturales de este planeta como hicieron en el pasado. Y diga adiós a la ampliación de los Dominios, a nuevas terraformaciones que nos permitan progresar, si no hay un modelo ecológico completo al que acudir. Los Dominios existen, y nosotras existimos, y usted y sus Matrígenas existen, porque la Tierra es un gigantesco parque biológico que gente como nosotras ayudamos a mantener. La Tierra es la raíz que nutre los Dominios y si la raíz se pudre, el resto del árbol se viene abajo. ¿Entiende, Arreliana? ¡Estos nativos tenían que mantener un control demográfico y no lo han hecho! ¡Así que nosotras los forzamos a hacerlo!
   Reica se quedó apabullada. Casi apenas pudo decir:
   —¿Vosotras...? ¿Vosotras les habéis extirpado su aparato reproductor?
   Ya le ajustaría Vogtwarth las cuentas a su compañera. ¡Tanto cuidado en preparar alguna excusa decente y ahora...! Se encogió de hombros: de perdidos al río. Decidió ser tan contundente como ella:
   —Si se multiplican sin control destruirán la Tierra. Si deja a un lado su fe cibusiana, se dará cuenta de ello.
   Las Matrígenas adoraban a la Tierra, la madre de todas las criaturas. No en vano descendían de moradores del planeta azul. Pero, cimentada en su pasado, la capacidad de gestar vida era sagrada. Aquella contradicción fundamental que las Supervisoras manejaban era una conmoción para ella.
   —¡No puede ser! —tartamudeó—. ¡No puede ser!
   Vogtwarth la creyó derrumbada y le habló como supuso que mejor le conmovería su extraño espíritu de Matrígena:
   —Si queremos que los Dominios sean un vergel de vida, la madre Tierra debe permanecer tan intacta como sea posible. La Confederación ha pagado con bienes que los nativos no podrían ni soñar poseer cuanto territorio le ha sido posible para preservar su variedad natural; a cambio, lo único que ellos tienen que hacer es controlar su población, mantenerla en los límites adecuados. Si no, hay que forzarlos a ello. Así garantizamos que...
   —¡No, no así! —protestó con rabia Reica—. ¡Blasfemias! ¡Los cibusianos no permitiremos esto!
   Aquel arranque malhumoró a Vogtwarth.
   —¡Los cibusianos son parte de la Secretaría de Protección!
   —¡Esto se acabará, ya lo creo! —insistió Reica—. ¡Los cibusianos de la Secretaría no saben nada de esto porque de lo contrario no lo permitirían! ¡A ellos también les hacen la cama desde la Confederación!
   —¿Qué? ¿Qué tiene que ver eso? ¿Es que los cibusianos tienen que estar quejándose siempre, imaginándose conspiraciones contra ellos donde quiera que vayan, yendo siempre de víctimas?
   —¡Esto se va a acabar! ¡Y habrá consecuencias para todos! ¡También para vosotras, desde luego!
   Reica se apartó corriendo con torpeza a causa del traje. Entró en la cabina del aerovehículo y despegó. Las supervisoras no hicieron nada por evitarlo.
   —¡Mierda, Jan! ¿Crees que los cibusianos de la Secretaría la han colado aquí para averiguar qué pasaba?
   Vogtwarth reflexionó un poco mientras observaba despegar a Reica.
   —Lo dudo —respondió al fin—. De lo contrario, supongo que habrían sospechado de algo así y nos habrían avisado. Desde luego, si lo hubieran hecho adrede no les habría salido mejor...
   —¿Entonces...?
   Vogtwarth meneó la cabeza, fastidiada.
   —Los cibusianos son jodidos, pero es que encima nos ha tocado lo peor de ellos, Rybiggd: una Matrígena, una fanática religiosa que entiende las cosas como a ella le parece... y que no parará hasta que las cosas sean como a ella le parece.
   Skraellint negó con la cabeza con pesar:
   —Pues esa chica no puede salir así de aquí, Jan.
   —No, no puede... Sir dijo que había desconectado el ordenador de su aerovehículo, ¿verdad?
   —Sí.
   —Entonces no podrá conectar con los satélites para encontrar el camino de vuelta. Desconectaremos el radiofaro de Tyris y no sabrá cómo llegar.
   —¿Y luego...?
   Vogtwarth miró al cielo. Las nubes se habían cerrado de nuevo y los relámpagos las iluminaban desde dentro como si quisieran reventarlas y liberarse.
   —Luego veremos...
   Pensativa pero con paso seguro, subió la rampa hasta la bodega. Skraellint la siguió.


EL ROSTRO DESNUDO

Sollozando, Reica alzó el vuelo a trompicones. Las lágrimas le impedían ver bien y estaba nerviosa. El ordenador de abordo seguía desconectado. No tomó rumbo, sino que voló para alejarse de allí, sumida en un completo desconcierto por una inesperada sacudida a su fe, intentando poner orden a las ideas extrañas que le daban vueltas en la cabeza. La alarma anticolisión despertó sus sentidos: algún monte debía alzarse ante ella, aunque la intensa lluvia lo tapaba.
   Rectificó el rumbo y se dio cuenta de que las rachas de viento cambiantes volvían a sacudir el vehículo y que las copas de los árboles estaban demasiado cerca. Decidió buscar en su soporte de información las coordenadas de Base Tyris para orientar el regreso.
   Sólo distrajo su atención del vuelo unos segundos, pero fue suficiente. Primero sintió un tirón que la empujó hacia delante, reparando por primera vez en que no iba sujeta por el cinturón de seguridad. Cuando alzó la mirada se vio casi sumergida en el mar verde: las ramas de los árboles estaban peligrosamente cerca. Una golpeó el parabrisas. Asustada, tiró del control con una mano y con otra buscó el cinturón, pero no pudo hacer suficiente fuerza para compensar la sacudida de una corriente de aire. El vehículo tembló mientras los estabilizadores se enganchaban y tiraban de las ramas. Perdió altitud y cayó hacia la espesura mientras las ramas que agrietaban el parabrisas eran cada vez más gruesas, los golpes más ruidosos y el sonido del motor más irregular.
   Con un gran estruendo, el aparato se estrelló contra el suelo y, de inmediato, todo quedó sumido de nuevo en el sonido regular de la lluvia cayendo sobre las plantas y la tierra, como si el bosque hubiera engullido al intruso de un bocado.
   Reica quedó conmocionada. Para ella, todo era un zumbido que invadía su cabeza. No sabía muy bien en qué posición estaba, ni se había dado cuenta de cómo se había empotrado una rama en la cabina a través del cristal. Reparó en que, si hubiera llevado el cinturón, esa misma rama le habría clavado la cabeza contra el fondo de la cabina, pero por fortuna el golpe la había desplazado del sitio. Ese pensamiento horripilante la despabiló y, con torpeza y ansiedad, logró salir con dificultad de la cabina destrozada. Fuera, la lluvia parecía haberse tomado una pequeña tregua, pero el cielo permanecía igual de encapotado.
   Entonces se dio cuenta: su visera también estaba agrietada. La estanqueidad de su traje de protección biológica había desaparecido. Empalideció. Luego se dio cuenta de que algo caliente le corría por la pierna. Miró: tenía una herida abierta en el muslo que manchaba el traje.
   Las piernas le temblaron. Cayó de rodillas al suelo, muerta de miedo. Estaba por completo expuesta a virus y bacterias que flotaban con libertad en la atmósfera terrestre, accediendo con total impunidad a su cuerpo a través de sus vías respiratorias y del torrente sanguíneo.
   De repente, una aprensión claustrofóbica se apoderó de ella y se obligó a quitarse el casco. Después de todo, era absurdo seguir vistiendo aquel traje. Se desprendió también de él como si fuera una vaina mustia. Vestida sólo con la ahora inútil malla de soporte vital y el rostro desnudo, escuchó el roce de las hojas y ramas al ser movidas por el viento, sintió el frescor directamente en su piel, la humedad del aire, el perfume de la tierra y las hojas limpias y mojadas, un contraste extremo frente a los entornos artificiales en los que había vivido durante los últimos meses, embriagador y excitante, alarmante y temible... No en vano, ¿qué enfermedad iba a matarla?
   Tembló. Se postró en la tierra y hundió las manos en el barro, llenándose de él los puños, intentando controlar sus nervios. Sería rescatada, sí... o no, pues si había estado fuera del radar y con el ordenador desconectado, nadie sabía dónde estaba ni qué era de ella. Nadie sabía nada de su drama. Porque las Supervisoras... las Supervisoras no serían tan mezquinas para ignorar su suerte cuando empezaran a echarla de menos en Tyris... ¿Habrían entendido alguna de sus palabras como una amenaza personal contra ellas? Ella no había querido decir algo así, no quería haber sido interpretada así. No, desde luego que no, las Supervisoras prepararían un rescate cuando comprobaran que no aparecía. Pero para entonces...
   Estaba expuesta y vulnerable a la fauna microscópica y macroscópica. Sin quererlo le vinieron a la cabeza sus clases de ecosistemas terrestres y recordó algunos de los predadores de la región: lobos, zorros, águilas... algunas clases de serpientes... ¿había alguna venenosa?
   Algo se movió en la espesura. Asustada, buscó con la mirada un palo, una piedra, algo que tener en las manos. ¿Por dónde se iba a Tyris? Estaba desorientada, no sabía dónde estaba el norte y, en cualquier caso, ¿de qué le hubiera servido? Su pierna estaba herida. No podría andar mucho. Su pierna... Si sus piernas estaban fuertes, ella se sentía fuerte. Podía correr y correr y superar cualquier obstáculo. Podrían ponerle un mundo en medio de su meta y ella lo habría cruzado sin dudarlo. Pero ahora estaba herida; su pierna sangraba y comenzaba a escocer; era un golpe a su ánimo tan fuerte como el pensar que no tardaría mucho en enfermar y que quedaría allí tirada, delirante y febril, sola y desvalida, la presa ideal de cualquier predador.
   Lloró. Con amargura. Porque la resignación de su situación le dio una claridad mental que le desveló una duda que emergía de su alma para sacudir los fundamentos de su fe. Pues si las Supervisoras tenían razón, si las nativas debían sacrificar su naturaleza más sagrada, su capacidad de concepción, por bien del planeta, por el bien de la madre de todos los seres vivos, ¿era la madre Tierra quien evitaba su marcha, quien la empujaba a postrarse, a humillarse en el barro, sacrificándola por su propio bien? ¿Eran entonces las Supervisoras las guardianas de su virtud y ella una intrusa de la que defenderse?
   Aquel viaje de espiritualidad la había dejado en la miseria más absoluta al mostrarle que, después de todo, la Tierra se cuidaba sola.
   Se derrumbó y quedó inerte bajo el cielo gris.
   —¡Madre! —gimió.
   Le respondieron rayos y truenos. De nuevo comenzó a llover.


SALVADOR BADÍA CALVETE

Salvador Badía Calvete nació y vive en Valencia, España; tiene casi 33 años, está casado, sin niños, y se dedica a la informática. Tiene pendiente de publicación un par de relatos; uno en Alfa Eridiani de José Joaquín Ramos (un mini de 800 palabras previsto para dentro de muy poco), y otro para La Plaga de Javier Álvarez. Suele participar en el taller de Escritores CF, pero el tiempo libre se le ha reducido bastante en los últimos tiempos. "El rostro desnudo" es una exploración inteligente de un tema típico de la cf: el futuro de la Tierra tras ser abandonada por sus habitantes al diseminarse por la galaxia y el modo en que los seres humanos se diversifican y cambian sus costumbres.


Axxón 140 - Julio de 2004
Ilustró: Valeria Uccelli