F i c c i o n e s

EL PAYASO DE PORCELANA
Luis Saavedra V.

Chile

¿Es mi turno? ¿Tan pronto? Pero si yo no quiero contar nada. Yo solo estoy esperando el pabellón y en realidad ya me estaba quedando dormido. No es que sus historias hayan sido aburridas, no me mal interpreten, pero ya estoy tan relleno de píldoras que mis párpados pesan toneladas... ¿Qué dice Carlos? Bueno, está bien, supongo que tiene razón. Supongo que todos tenemos una historia que contar, pero la mía no es tan interesante como la de él o tan dramática como la de Gustavo. La mía es extraña, simplemente.

Me pasó hace demasiados años como para pensarlo y en realidad ya no sé si me pasó. Entonces, yo era un joven periodista egresado, interesado en hacerme un espacio en el miserable periódico local: tendría poco más de 23 años y me sentía ambicioso y capacitado, pero la realidad era bastante más distinta de lo que mis lentes de montura me permitían ver. En un pueblo como el de mi juventud no pasan muchas cosas que reportear, con su modesta cuota de nacimientos, muertes, pequeñas rencillas y ajustes de cuentas como la del negro Villa con el sargento Mendoza, allá en el '62, aunque hoy eso no tenga ya ninguna importancia.
      Pero una cierta oportunidad llegó un circo, y parecía uno grande, aunque todos sean pobres, digo yo. Cuando entró en la ciudad el otoño estaba lentamente tiñendo las cosas con ese color verde amarillento y café, que tanto gusta ahora. Todos en el diario vimos pasar la caravana, mientras nos apretujábamos contra las puertas y las ventanas y la prensa imprimía en nulo. Creo que cualquier espectáculo por miserable que fuera en ese pueblo despertaba la emoción de todos y la sola visión de los camiones y el auto de los payasos bastaron para detonar risotadas y ganas de ver más festival. Fue en ese momento que se me ocurrió, frente a los leones famélicos y la mujer barbuda, que sería bueno ir a dar una vuelta oficial para ver la función gratis. Sería un reportaje popular, bien remunerado y hasta me lo agradecerían los dueños del circo por toda esa publicidad sin gastar ni un peso. Así que, esa misma tarde, conseguí que el editor jefe me asignara el reportaje antes que el estúpido de Galdámes, que se las afanaba todas, le viniera con el cuento. Ojalá hubieran visto su cara roja cuando lo descubrió; en todo caso, el desgraciado me la debía por haberme robado la nota de la procesión de la Virgen de Enero.
      Así que me fui volando a la casa y saqué mi mejor tenida para la ocasión, tomé el bloc de notas y me marché como un cuarto para las ocho al circo. Cuando entré al erial donde se habían instalado, corría un viento como de lluvia matapajaritos, de esas que caen cuando nadie lo espera. La carpa en la oscuridad relucía con las luces que había en su interior y recuerdo que pensé en una gran calabaza parchada groseramente con pedazos de otras calabazas, pero el aspecto general invitaba a entrar.
      Como era noche de estreno, todo el pueblo estaba allí, desde la secretaria del alcalde hasta el último chupasangre que la parroquia mantenía, mientras los niños correteaban huyendo de unas preocupadas madres y las parejas compraban algodón de dulce y manzana confitada. Por supuesto estaba toda la tropa reunida, cómo no, desde Gregorio Arima, con el que jugada ajedrez al almuerzo, hasta el pobre Pablo, que aún me debía treinta escudos. Saludé al gordo Ortega, el panadero amigo mío, y al pobre cura Wilkinson, rodeado de una cohorte de viejas brujas que nunca lo dejaron tranquilo; me parece que también estaban el vinatero y su hermosa hija, Andrea, que me tuvo de cabeza dos años hasta que se murió de neumonía. En realidad, todos me saludaron muy cordialmente porque el poder de la prensa siempre ha estado bien con todos desde que se inventó.
      Después me puse a andar como trabajando el artículo y se me ocurrió la idea que todavía sostengo de puro viejo tarado que soy. Aún pienso que el verdadero espectáculo del circo se da antes de la función, entre la gente moviéndose en masa, involuntariamente con la música, como en círculos alrededor de las jaulas y los puestos de la feria ambulante antes de ser devorada por la enorme boca de ballena de la carpa, con gritos y murmullos y toda la electricidad que corre de un cuerpo a otro... Así que me dejé llevar adentro masticando esa idea nueva, entre el gentío, mostrando la credencial del periódico, por supuesto, que es una de las pocas ventajas de ser periodista, y volví a pasearme por todo el lugar, entre las gradas, sospechando ya que la noche no iba a ser tan glamorosa como lo esperaba. Cuando miré hacia arriba pude ver estrellas entre los pliegues de los remiendos y cuando bajé la mirada tres hombres pálidos en monos raídos barrían la pista con escobillones que ya no tenían mucha cerda. Creo que pensé en hacer una crítica burlona y despiadada que empezará algo así como: "Anoche, el circo más pobre de todos hizo su última presentación..."
      La función comenzó tarde, como media hora más. Salió el señor Corales a la pista, sonriendo nerviosamente y con un traje de la peor calaña. Cuando trató de hablar por el micrófono, hubo un estallido de ruidos chirriantes que cesaron cuando alguien se dignó afinar el sonido. Agradeció que todos hubieran venido a su gran fiesta del circo y entonces me parece haber reído y comentado algo al gordo Ortega sobre lo caro del valor de la entrada para una fiesta así; la memoria es tan frágil, pero de algo me acuerdo muy bien, creía que ser cínico de esa manera era la interpretación del buen periodismo.
      No transcurrió mucho tiempo antes de estar completamente aburrido; habían pasado un mago que tenía la mala costumbre de dejarse ver los trucos por las mangas, un oso huraño tratando de bailar tarantela con el flanco lleno de heridas, un acto de malabarismo muy simple para mi gusto y un grupo de perros amaestrados que saltaban con entusiasmo por los anillos que les ponían al frente. Miré las graderías buscando a mi Andrea hasta que la descubrí del brazo de un tipo que era muy joven y muy mozo para hacerle competencia, de modo que me deprimí mucho más, y cuando decidí que era una noche perdida y barajaba la posibilidad de ir de visita a la casa de mi prima Sarita, vino el número de los payasos. Bueno, un circo puede ser indigno, estar parchado hasta el alma o vivir de la caridad de la gente, pero no puede carecer de payasos, así que me volví a sentar y esperar que los colores y la algarabía entraran a la pista.
      La banda comenzó a tocar una melodía rápida y desafinada, seguida del grito agudo de los niños y los artistas. Un carro pintado de azul con lunares rojos, amarillos y blancos, cargado hasta el tope de gente reluciente y estrambótica, correteó en círculos por la pista, dando bandazos y que terminó por estrellarse para gran placer de toda la carpa y mío en particular. Todo pareció alborotarse y llenarse de energía como al principio, mientras a la pista seguían llegando nuevos payasos. En lo que a mí incumbía, tuve ese ángulo interesante que explotar para el artículo.
      Me parece que el acto era chistoso; o sea, tenía todas esas cosas absurdas y risueñas que te hacen soltar una carcajada: una dosis de cachetadas, chistes, porrazos y caras de humor, hasta que me di cuenta que había un niño en la pista. Pensé que era raro porque no participaba directamente en el acto, estándose quieto en el borde de la escena con las manos en la espalda, como si fuera un espectador privilegiado. Luego, corría tras los payasos torpemente, tomando posición para el próximo acto. También eran extrañas las actitudes de los actores porque parecían no verlo y, sin embargo, alguno se daba cuenta, lo tomaba de la mano y corría con él hasta el otro extremo cuando todos se desplazaban... No mediría más de medio metro, con zapatones y un traje de colores y estrellas blancas, luciendo un gorro que era como un macetero invertido del que salían flores como si fuera el pelo, rematado por una hélice ridícula que daba vueltas locas cuando corría. Cada vez más me intrigaba su forma y decidí que allí estaba el anexo perfecto a mi artículo, ese lado humano para darle peso, "¿Cómo es la vida del circo para un huérfano?" y "¿Qué te atrae más? ¿Ver los Picapiedras o salir a actuar?" El enfocar la gente como posible material de artículo es algo muy característico del periodismo, supongo.
      Aproveché la chabacanería del acto de los leones para salir a tomar un poco de aire y encender un cigarrillo afuera. Tenía que poner mis ideas en orden si quería salir airoso y me acerqué al primer hombre con autoridad que encontré: le expliqué que era periodista -credencial incluida-, que quería hacer un reportaje sobre la vida en el circo y le di las referencias del niño. Dos o tres niveles de autoridad más arriba me llevaron hasta el trailer donde una mujer lavaba ropa en un lavatorio improvisado, bajo una luz que no la ayudaba mucho. Había un perro viejo que se limitaba a ver las cosas con las cejas arqueadas y una bicicleta llena de calcomanías apoyada en el trailer que parecía haber tenido años mejores hace mucho.
      Volví a repetir mi parlamento sobre el reportaje del circo a aquella mujer menuda y gruesa que miraba con desconfianza. Tenía el porte de un general diminuto, lleno de fuerza y tonos negros; de entrada no me pareció muy joven pero la creí muy capaz. ¡Claro que lo era!, me pidió cinco mil pesos para entrar la muy puta...
      No quise hacer ninguna pregunta porque quería encontrar al niño en su expresión más pura, sin un pasado o un presente que me interfirieran. Cuando subí al trailer entré a un espacio lleno de maravillosos detalles: una lámpara con pantalla azul teñía las cosas con una luz submarina y asfixiante y por todas partes pude ver dibujos infantiles pegados unos encima de otros, habían revistas coloridas amontonadas y amarradas en fajos y unos pósters de viejas temporadas del circo colgaban de los pedazos de pared que habían dejado los dibujos; a un lado de una cama pequeñita, una máquina de escribir Underwood yacía en el piso como un bicho muerto, también había una cocinilla y decenas de botellas y conservas y bolsas y tarros. El piso estaba pegoteado de pinturas de colores amarillo, rojo, verde y naranja y así, como en una sinfonía tonta de Walt Disney, y hacia el centro había una de esas cosas como escritorios con un espejo y una ampolleta frente al que se maquillan los artistas, que estaba plagado de remolinos metalizados y de fotos en blanco y negro de niños pequeños. Y delante del espejo, en el espejo, el reflejo de un niño me sonreía.
      Creo que ha sido la experiencia más ambigua que me ha tocado vivir. Toda esa atmósfera y esas sensaciones, es que sencillamente yo no me lo esperaba.
      La mujer detrás de mí me dijo que solo tenía diez minutos porque el niño tenía que dormir para la función del día siguiente. Cuando salió, saqué la libreta y me puse a escribir garabatos preguntándome cómo iba a salir de todo eso... Me comenzó a acometer el nerviosismo que siempre me delató de muchacho, cuando daba examen ante las comisiones y me hacían parir. La idea del anexo del reportaje ya no me pareció tan buena, entonces, y pensé que podía salir sigilosamente sin que el niño lo notase. Pero el niño se volvió y me saludó cuando llegaba a la puerta y yo le dije algo que sonó como un saludo, no puedo estar seguro. Su rostro todavía tenía el pálido del maquillaje de su personaje.
      —María, la mamá me quiere mucho —me dijo el niño—, todos me quieren.
      Al principio no atiné a nada. No sabía por donde empezar y él me miraba insistentemente como si estuviera esperando mi reacción.
      —¿Cómo te llamas? —empecé.
      —Me dicen Juanito —dijo extendiendo las manos y separando los dedos como si eso significara "Juanito"—. En la mañana vi un sol, un sol mío, como esto, mira —apuntó la ampolleta encima del espejo. Como no tenía nada en concreto me aferré a alguna técnica:
      —¿Sabes? Yo soy periodista, o sea, escribo para que la gente conozca las noticias y tú me interesaste harto. Te vengo a hacer unas preguntas y a conversar contigo —me miró con ojos tremendos y grises, así que supuse que iba yendo bien—. Por ejemplo, quiero saber cómo llegaste al circo, si te trajo una tía o tu papá o ¿siempre has estado con la mamá?
      —De arribabajo, me trajo el sol. Llegué porque quería, todos queríamos. Viajo y veo cosas y sigo viajando. Aprendo rápido. Hoy aprendí a cantar.
      —¿Sí? —dije, no muy interesado. "Cuando no tienes material importante estira la mierda que te tiraron", me decía el loco Rojas y siempre ha sido verdad, de modo que abundé en el tema—. Te la habrá enseñado la mamá, yo me sé muchas que me enseñaron cuando chico.
      —Sí, María. Me va a enseñar más. ¿Quieres que te cante la canción?
      —Bueno, qué más da. —"Supongo que será un inicio", pensé cínicamente. Y cantó una canción de cuna con una voz como de campanillas y a ratos se paraba porque no podía recordar. Yo lo ayudaba porque me la sabía, me la había enseñado mi tía Antonia cuando tenía tres años y era una canción muy hermosa sobre un patito que se pierde y tiene que aprender a no tener miedo para volver al lado de la Mamá Pata. Sin embargo, había un sector de mi cabeza que me decía que otra vez la había funado con un artículo.
      Cantamos un rato hasta llegar al coro que tenía un estribillo de notas bajas que yo nunca pude soportar cantar porque me dolía la garganta, pero el niño continuó muy bien hasta que las cosas, y yo mismo, comenzamos a retumbar suavemente, como si muchos hombres estuvieran cruzando el extremo opuesto de un puente. Fue la primera vez que el vello de mi nuca se erizó y me quedé sin mucho que decir después que acabó la canción. El retumbar siguió en mi pensamiento y en la sensación de que tenía un material inédito en mis manos y no sabía cómo utilizarlo.
      Al terminó, lo aplaudí como debe hacerse para alentar a un niño y me regaló una risa corta:
      —Es muy bonita, tu mamá debe saber muchas canciones.
      —Sí, y también la gente que veo... Me veo y veo a la gente y veo que es bueno y es malo... Cada una de la gente tiene una canción para jugar —de pronto se puso triste—. Aprendo las canciones y después se me olvidan.
      Como ya sabía que todo estaba un poco fuera de lugar, di vuelta un bote de pintura y me senté, empezando a sospechar una hipótesis que no tenía asidero. Ahora de viejo he llegado a la conclusión de que la gente es racionalmente estúpida, que cuadran todo con analogías mal paridas y no alcanza a reaccionar ni siquiera cuando las cosas son más sencillas que sus estructuras imaginadas.
      —Aquí... todos te quieren, eres un niño muy inteligente y amable.
      —Sí, me gusta hablar y sentir las personas. Estoy dentro de las personas cuando me hablan.
      —¿No extrañas a tu mamá?
      —No, no puedo, la mamá está conmigo —y apuntó a la puerta por donde había salido la mujer. Se reía como si jugara conmigo.
      —No, no esa mamá. —Me reí quedamente y me relajé un poco. Me di cuenta que el juego de analogías que tenía ya no me servían de mucho.
      —No me acuerdo. —Después de todo era muy pequeño, me dije. Como no iba hacia ninguna parte, en ese momento me entraron agallas de preguntarle varias cosas.
      Creo que es curiosa la forma que la cabeza tiene de pensar porque agarra de aquí y de allá sin ningún criterio y lanza unas ideas que uno niega apenas las conoce. No puedo continuar sin aclarar que me gusta leer relatos fantasiosos, de esos llenos de princesas marcianas y planetas que son más exóticos que sus mismos nombres. Me parecen muy seductores y románticos en la misma forma que esas matinés de sábado, quizás porque vuelvo a una época anterior cuando uno podía jugar a la pelota toda la tarde sin cansarse y volver ya de noche a la casa.
      Pero en ese entonces no dejaba de ser que el hombre había llegado a la Luna y todos los meses ponían un chisme en órbita. Reconozco que eran ideas torpes, pero no perdía nada.
      —¿Sabes qué son las matemáticas? —comencé mi ataque.
      —No.
      Me incliné un poco como si fuera algo confidencial: —¿Sabes qué es la ciencia ficción?
      —No. ¿Qué es?
      —¿Sabes qué son los ovnis? —Supongo que me había inclinado tanto que el niño se asustó: estaba como retraído y con los ojos grandes sin sonreír. Yo inconscientemente esperaba alguna reacción extrema, algo así como que me volatilizaran con una pistola... Pero no pasaba nada: sonreí tontamente y me relajé un poco. "Deja de acosarlo, todo tu tonto juego es pura especulación", pensé.
      —Sí. —Me dijo con un hilito de voz. Salté como si hubiera metido los dedos en un enchufe y me quedé rígido esperando que sacara la pistola—. Tengo un amigo marciano. Me trae regalos y aparece en la tele con el Conejo de la Suerte. —Y otra vez se rió, y yo también porque me di cuenta que las preguntas habían sido impulsivas por tantos años de leer como lo hago aún hoy. Yo solamente tenía un niño extraño, pero niño al final.
      Nos revolcamos de la risa y cuando terminamos puso las manos simulando un tubo: —Él siempre está mirando la Tierra por un telescopio y ve la gente como vive. Yo también miraba la gente pero no era tan entretenido y a veces me aburría y bajabasubía para hablar o para caminar.
      La sola frase destruyó toda mi certidumbre y puso a trabajar mi calenturienta mente de pueblerino. Pero no sentí miedo porque todo era tan natural: el niño, el circo, el entorno, solo una cosa como cuando se te contrae el estómago y andas encorvado.
      —Una vez bajesubí y un marciano me dio esto. —Se paró entusiasmado y corrió hasta el velador, se agachó y buscó un buen rato, soltando papeles y cosas que rodaban bajo la cama. Cuando volvió, traía una figura en las manos.
      —Toma el payaso —me dijo pasándome la estatuilla.

Ilustración: Valeria Uccelli
      Era de porcelana y una reproducción barata. No sé si recuerdan esos calendarios como tarjetas que vendían en los microbuses, que traen una frase sacada de la filosofía popular y un dibujo chillón y tiernucho de animales o payasos. Eso era precisamente, pero en tres dimensiones: la expresión complacida, las ropas empobrecidas y gastadas, los zapatos grandes, la nariz roja y un sombrero con una flor. Mucho después me di cuenta que era demasiado parecido al traje que usaba en las funciones, para ser coincidencia.
      —Mi amigo me dijo —entornó los ojos como en un esfuerzo para recordar—: "no hay mejor ocupación que la del payaso. Se viaja, se conoce gente y se siente bien". —Yo asentí ya sin defensas y le devolví el payaso de porcelana, él se quedó mirándolo con reverencia— Así que llegué porque quería, porque todos queríamos y porque el payaso quiso. Se viaja y se conoce.
      Nos quedamos un rato en silencio. Yo, tratando de descifrar lo que me había querido decir y él recorriendo con los dedos la figura. No habrá durado más de dos minutos cuando María abrió la puerta y llamó al niño a comer. Él puso la figura con cuidado frente al espejo de tres hojas y aparecieron cuatro payasos ignorándose, y corrió a los brazos de la mujer. Verdaderamente, el niño creía que era su madre.
      —Se acabó el tiempo —me dijo ella y yo no vi más posibilidad que levantarme e irme.
      Me acompañaron un largo trecho sin conversar, hasta la puerta. Hacía un poco de frío pero nadie en todo el circo se preocupaba de eso, mientras la función continuara; la música de la banda me llegaba con mayor o menor intensidad como las olas del mar. Éramos un trío propio del lugar: Ella mimando al niño, él sonriendo alternativamente a todos y yo sumido en el más profundo estupor y con el problema que no tenía material sobre el qué escribir. Cuando me despidieron, la mujer se me acercó y tuve que enfrentar su mirada de general:
      —¿Realmente cree en esas tonterías de la ciencia ficción? —me dijo, se rió con una risa cíngara y me dio la espalda para caminar rápidamente a la carpa donde servían la comida. El niño en sus brazos agitó la mano despidiéndose.
      Tenía la cara blanca y los ojos grises.

Bueno, no hay mucho más que contar. Les dije que apenas era una anécdota. No pude escribir nada porque estaba más obsesionado con el niño que en redactar algo para la sección de crónica y por eso casi me relegan a ayudante de impresión. Para rematar mi mala suerte, el circo se fue a la semana siguiente y nadie recordaba que había un niño en el show de los payasos. Después me anulé como tres semanas y el maricón de Galdámes tuvo tiempo más que suficiente para vengarse, pero eso da para otra historia... Dos o tres veces he intentado contar mi versión de las cosas como si fuera la única, pero siempre me he parado en la mitad cuando las caras se alargaban y saltaban todas mis incongruencias, ¡qué diablos! De modo que ahora lo relato sin ninguna de las conspiraciones que creí ver, casi como un chiste; después de todo, en el periodismo, una de las reglas de oro es transcribir los hechos tal como ocurrieron y no como suponemos que fueron. Pero siempre me ronda la frasecita esa que me dijo: en un circo, "se viaja, se conoce gente y se siente bien".


LUIS SAAVEDRA V.

Luis Saavedra V. nació en 1971 en Puente Alto, Santiago de Chile, y es Analista de Sistemas. Siempre se interesó en lo fantástico por su estética de colores chillones y luminosos y sus monstruos enfurecidos con buen gusto por las mujeres; consideraba que era algo único de verse. En 1988, ingresó al mundillo de la ciencia-ficción en su país y se incorporó como un activo miembro de la Sociedad Chilena de Ciencia-Ficción y Fantasía, de la que fue secretario al poco andar. Luego participaría en la edición de los Boletines de la Sociedad, formaría parte del grupo Ficcionautas, que realizaron cinco convenciones de fines del siglo pasado, y editaría los fanzines Wonderlands y Nadir. Actualmente trabaja en el Banco de Chile y ocupa el resto del tiempo en el fanzine Fobos.


Aparecido en Fobos nro. 4 (1998). Revisado en 2004. Liberado bajo licencia CC. This work is licensed under the Creative Commons Attribution-NoDerivs License. To view a copy of this license, visit http://creativecommons.org/licenses/by-nd/2.0/ or send a letter to Creative Commons, 559 Nathan Abbott Way, Stanford, California 94305, USA. El Payaso de Porcelana / Luis Saavedra V.

Axxón 140 - Julio de 2004