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F i c c i o n e s

CRONOPLASMA
Ricardo Castrilli

Argentina

Estoy en una trinchera. De pronto siento que ya es bastante, que el ataque terminó o el frente está en otra parte, y asomo la cabeza. Esa cosa gris que ha venido cubriendo el cielo está más alta y la visibilidad es buena. No hay moros en la costa. Llamo, sentado en el borde de la zanja, y mi gente brota del piso como las huestes de Jasón. Saco mi panel de comunicaciones y elevo un informe sumarísimo. No hay nada que contar, salvo la zambullida en el polvo y el estruendo de un ataque que evidentemente no era para nosotros. Me basta una lectura rápida de los mensajes que van circulando para ver que todo sigue en su sitio. El fondo de pantalla ha virado al verde. Letras negras sobre el fondo verde, reza la canción, y las palabras ya no tienen importancia. El verdadero mensaje es de índole cromática, está por encima de lo que los mandos informan: ...Negro sobre verde, nena, vuelvo a casa. Negro, verde, y otra noche entre tus brazos.
      Estamos en guerra. En realidad casi no conozco otro estado de las cosas, así que repito la frase como una letanía intrascendente mientras bajo del transporte y camino hasta la entrada del Complejo. La niebla ha descendido algo y ha instalado una bruma leve entre los edificios. Los jirones grises allanan las diferencias entre las ruinas y los sectores reconstruidos para nuestro uso. A lo lejos, se alcanzan a divisar grandes siluetas difusas, los detritos colosales que alguna vez tuvieron el derecho de llamarse Catedral, Ministerios, Palacio de Gobierno. La antigua Gran Capital o lo que queda de ella. Trato de no respirar demasiado. Nunca se sabe qué puede venir cabalgando en esa niebla.
      Una vez adentro, todo está como de costumbre. Con mi turno de reconocimiento cumplido, retomo mis tareas en el Centro de Investigaciones invadido por una sensación de vuelta a casa que me desconcierta. Conservo el vago recuerdo de un hogar en otra parte. Me cruzo con Ariadna en un pasillo, y en el abrazo van la alegría del regreso y la certeza de otra noche entrelazada bajo las sábanas. Jugamos nuestro juego sin palabras: le sostengo la mirada hasta que siento que el fuego me abrasa. Esos ojos. Amo a esta mujer que me he cruzado en algún otro pasillo de mis días.

Investigo. Mejor dicho, hago lo que puedo. Esta tarde dirijo la prueba de un modelo de fusil que aprovecha un fenómeno de emisión caótica de fotones o algo así en el instante que va entre el nacimiento y la extinción de una especie de microplasma que he heredado de otro grupo. Mi contribución: tratar de concentrar los fotones en un haz que se pueda dirigir. Hacia el enemigo, claro.
      Realizamos el ensayo de los prototipos entre los restos del depósito de un viejo corralón de materiales, aprovechando una pila de grandes caños de cemento para generar ámbitos más o menos aislados en los que situar a cada tirador. La vista no deja de ser curiosa: de cada caño asoma un par de piernas; del otro lado, lejos, los blancos. Cada uno de los voluntarios prueba un modelo particular de fusil, con dispositivos de enfoque, dirección y blindaje diferentes alrededor del punto de plasma.
      La prueba es razonablemente exitosa: de las ocho variantes, tres soportan la densidad de fuego prevista sin alteraciones y produciendo daños considerables en los blancos; otros tres dejan simplemente de funcionar en algún punto de la prueba, y dos recobran en un último alarido su condición original de emisores caóticos.
      Es duro retirar los cuerpos de esos dos caños, aunque podría ser peor. No queda mucho por arriba de los hombros, pero, al menos, tampoco hay sangre.
      La emisión es un subproducto imprevisto de uno de los procesos con microplasmas que este otro grupo venía ensayando. Afortunadamente para mí, se ha salvado la documentación necesaria como para repetir el proceso en condiciones más seguras que las originales. Lo único que ha quedado en pie en el otro laboratorio, según cuentan los que han alcanzado a echar una mirada antes de que Maestranza pusiese todo en orden, han sido las siluetas agigantadas de los investigadores, un macabro juego de sombras chinas estampadas en negativo en las paredes y el cielo raso, todo alrededor del punto fatídico. El arma promete, me dice el Comandante. Y me tira la papa caliente entre las manos. Ellos también investigan, agrega. Hay que apurarse.
      Así que investigo, o hago lo que puedo. Reúno a mi equipo y los pongo al tanto. Sing, el chino, me dice que están todos locos, que vamos a volar en pedazos. Leclerc y su escepticismo sajón opinan que no hay peligro, que es estadísticamente improbable que acertemos a reproducir las condiciones casuales que determinaron la conversión del aquel microplasma en semejante cantidad de fotones. El resto se suma a la tarea sin mayores comentarios.
      Llevar a buen fin un desarrollo en partículas subatómicas con instrumental atado con alambre no es cosa sencilla. Hay una especie de condena a mediocridad perpetua que parece pesar sobre los equipos que los mandos van enviando a ritmo de cuentagotas, y actúa en ambos sentidos: obstaculiza, si, y mucho; pero genera, a la vez, ese caos incierto del que nacen los descubrimientos inesperados. El Caldero del alquimista.
      Trabajamos y, sin embargo, lo que me queda grabado no es la imagen de los días de ensayos, aciertos y errores sino la otra, la del campo de tiro.

En la cama, Ariadna duerme. Yo me desvelo rememorando el proceso que nos ha conducido al logro de nuestros objetivos. Los comienzos son vacilantes: la papa quema pero se ve sabrosa, tentadora. Reunimos las notas del otro equipo; las hay de dos clases: una especie de reporte inicial del fenómeno, evidentemente heredado, y una muy breve reseña de las conclusiones del grupo con un esbozo de las técnicas de excitación que piensan emplear. Según hemos visto, con todo éxito. Leclerc hace notar la cantidad de lagunas de carácter básico en el reporte inicial, que más se parece, en su opinión, a una receta de comida que a un proyecto científico. Eso me lleva a pensar en las prisas del Comandante por echar tierra sobre el desastre y continuar a ultranza, y se me ocurre que probablemente estemos trabajando una hipótesis robada al enemigo. No me quita el sueño: la ciencia no tiene bandos.
      Reparo, en las notas, en la cantidad de masa que se proponen convertir en plasma, y me asombra la pequeñez de la cifra. Saco un par de cuentas rápidas: ni siquiera suponiendo una eficiencia óptima la conversión de esa micromasa en energía puede ser capaz de tamaño desastre. Han hecho trampa y han echado en la asadera más carne de la que dice la receta.
      O no. ...Y ese no sí que me quita el sueño. Especulo: suponiendo que hayan usado la cantidad consignada de materia, ¿qué causas X podrían hacer que una masa Y se convierta en un aluvión energético Z, de magnitud cien o mil veces superior a la que surge de la más que probada ecuación que vincula masa y energía?
      No se me ocurre qué responder, pero la prudencia priva y decido iniciar las pruebas con una porción sensiblemente menor de materia, y situar en torno al dispositivo unos paneles de hormigón desmontables. Eso nos salva de una buena chamuscada: luego de varios intentos infructuosos, logramos la configuración que desencadena un infierno de fotones. Seguimos sin saber por qué, pero funciona, y es repetible. Paralelamente, surgen otras incógnitas, menos espectaculares pero no por eso insignificantes: en algunas de las variantes de configuración excitadora, la masa ha desaparecido por completo, sin fotones, sin ruido, sin nada. Como si la tierra se la hubiese tragado. Vanished in the air, oigo que murmura Leclerc, que, a estas alturas, ya ha debido tragarse sus comentarios iniciales acerca de la inviabilidad del proyecto.
      Pero no podemos detenernos en investigar esas pequeñeces, como las llama el Comandante, que se ha enterado ya de nuestro éxito y ha venido en persona a felicitarnos. Hay que darle un uso práctico, me dice, y no se va sin arrancarme la promesa de que inmediatamente comenzaremos a trabajar para lograr de esto un arma que sus tropas puedan utilizar.
      Brindamos a su salud. Con agua rancia, por supuesto.
      Y trabajamos, aunque las pequeñeces me quiten el sueño, de cuando en cuando, como ahora junto a mi Ariadna dormida. ¿Puede un punto de masa concreta, indiscutible, desvanecerse en la nada como si nunca hubiese existido? ...Por otra parte, ¿puede ese mismo punto, en condiciones ligeramente diferentes, convertirse en un estallido de partículas mil veces más poderoso que lo que su cifra de masa augura?
      ¿Dos incógnitas, o las dos caras de una moneda?
      ¿A dónde se va lo que falta? ...¿De dónde viene lo que sobra?
      Demasiadas preguntas, pero eso pasa sólo por las noches. Durante el día todo está bajo control, como diría el Comandante. Trabajamos, haciendo a un lado las pequeñeces, en el logro de nuestro objetivo: poner a punto alguna de las posibles maneras de dirigir el haz.

Hay un rojo furioso como fondo de pantalla. Mal día para eso. Pésimo, en realidad: Ariadna está de reconocimiento, y yo aquí, en el Complejo. Los rumores recorren el éter con una eficiencia notablemente superior a la de los datos que van por la red que conecta los paneles personales. Se habla de un ataque masivo, de la retirada a los Refugios Centrales, de nuevas pesadillas desarrolladas por el enemigo. Los paneles ladran instrucciones en negro sobre rojo pero no mencionan esas cosas. En flagrante abuso de mis prerrogativas como Investigador, conecto el comunicador en modo personal y llamo a la partida de reconocimiento. Me contesta una voz desconocida. Le ha tocado a otro el bonete de Oficial Técnico a cargo del grupo, y no me atrevo a preguntarle por Ariadna. De un manotazo cierro el panel y vuelvo a los rumores que siguen circulando. Es un ataque aéreo, se dice. Hay fuerzas de choque pero vienen muy atrás. Las baterías antiaéreas están preparadas. Me interesa ese último comentario: la mayor parte no lo sabe, y se supone que yo tampoco debería, pero me consta que algunas de las piezas de artillería ensayan en un cañón mi nuevo prototipo de haz de fotones. Mi panel se enciende en un aviso: una llamada personal. Lo abro tan bruscamente que poco falta para que se quiebren las bisagras. Ariadna.
      Pero no. Es el otro, que necesita un oído humano en el que volcar sus temores y ha retomado la conexión.
      Los aviones. Llegan los aviones y vienen justo por encima nuestro y tenía que tocarme estar afuera justo hoy y la reputa que los parió nos van a cocinar a bombazos ayayay.
      A ver.
      No. Están pasando por encima y nada. No nos vieron, claro. Qué nos van a ver, si somos cuatro gatos locos y nos mandamos a las zanjas apenas sentimos el ruido. Son cinco. Van derecho para allá. Corto, voy a informar.
      Y corta, el muy hijo de puta, y me deja con la pregunta en la boca.
      La noticia llega al mismo tiempo por la cadena de rumores, y hay un reflujo de gente corriendo hacia las puertas. Me les sumo. Los ánimos parecen haber cambiado. Hay confianza en las baterías, y ellos son sólo cinco. Se habla de un ataque desesperado, un intento suicida por parte de un enemigo debilitado ya por nuestra superioridad. Todos quieren salir a ver el espectáculo. Los PM apostados a las puertas del Complejo intentan una débil oposición, pero se ven desbordados.
      Afuera, la bruma está alta, lejana. Un día excepcional para un ataque aéreo. Los restos de la Ciudad Vieja se ven claramente. A lo lejos, comienza a escucharse un zumbido como de moscardón. Son aviones antiguos, a hélice; pesados, de vuelo bajo. Pan comido para las baterías. Ni hablar de mis cañones, pero eso no lo sabe nadie: enfoque visual y blanco instantáneo, sin cálculo de trayectorias ni correcciones por el viento. Las piezas están montadas en el destacamento sur, a un par de kilómetros del Complejo.
      El ruido crece y los aviones aparecen en el horizonte, uno a uno, como vomitados por la bruma. Son viejos, pero se ven amenazadores. Las baterías acechan, camufladas entre las ruinas. Están bien situadas: la trayectoria de vuelo conduce a la flota prácticamente por sobre su perdición. Esperan. Cuando el primero de los atacantes está casi encima, dos misiles surgen de entre los escombros y uno acierta de pleno en la panza abultada. El otro le ha pasado cerca. Un absurdo, a esa distancia: llevan sensores de objetivo; ven a su blanco y alteran su rumbo según sea necesario, hasta darle. Siempre y cuando, claro, que el blanco no lleve funcionando algo que los vuelva ciegos. Ellos también investigan. Entonces queda todo reducido a la puntería original del artillero y a la suerte. Los demás pilotos inician una rápida apertura en abanico, atravesando la bola de fuego en que se ha convertido su compañero mientras sus ametralladoras disparan a ciegas contra las ruinas. No han tenido tiempo de ver qué ha pasado.
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Ilustración: Valeria Uccelli
      El resto es casi fugaz: una lluvia invertida de proyectiles brota de los escombros, pero su velocidad se nos antoja cercana al cero comparada con el repentino destello de los chorros de luz sólida que surgen y hacen estallar al instante a uno y luego al otro de los dos aviones que han girado a la derecha mucho antes de que el primero de los misiles adivine siquiera contra qué tiene que embestir. Henchido de orgullo paterno, imagino al artillero apuntando mi engendro hacia el otro lado, sonrisa irónica instalada en el rostro, centrando en la mira otra víctima y apretando el botón de disparo, pero en lugar del rayo se desata un torbellino cegador que se expande y nos castiga a todos por igual, y sólo la ley del cuadrado de las distancias nos salva de pasar a ser apenas unas sombras chinas dibujadas en la cúpula de brumas. Le sigue el estruendo, más tardío, de una explosión aterradora.
      La gente, a mi alrededor, ruge su furia contra el artillero enemigo que ha acertado al polvorín, y yo me sumo a sus insultos, tratando de acallar a fuerza de gritos la certeza humillante que me invade: la explosión me ha resultado dolorosamente familiar. Me asalta la visión tantas veces reiterada, esa instantánea de caños de cemento y cabezas tronchadas.
      Y aún falta el broche de oro: uno de los aviones ha sobrevivido a la hecatombe, aunque no precisamente ileso. Con un ala en llamas, pasa por encima del Complejo y todos esperamos, aterrados, el momento en que se abran las compuertas y la carga fatal comience a desgranarse sobre nosotros.
      Pero no. Pasa por encima y nos ignora. Ni siquiera dispara su metralla, y ya ha sobrepasado los límites del otro extremo del Campo cuando los artilleros de la batería norte, tan pasmados como nosotros, atinan a largarle un par de misiles apresurados, condenados a fallar. El avión parece consumir su último resuello en un apretado giro que lo llevará a pasar por sobre las ruinas del viejo centro del poder, el Palacio de Gobierno. Una exclamación colectiva acompaña al inesperado encendido de los chorros deflectores de ambos misiles, que, de pronto, han decidido cobrar a la presa. Las averías han de ser importantes: el sistema que les impedía detectar al avión ha dejado de funcionar. Las estelas convergen en un punto de encuentro tripartito que presentimos inevitable.
      Le aciertan, justo un instante después de que el ave ha abierto sus compuertas y ha largado su único huevo exactamente sobre la vertical del Palacio. El avión se deshace en llamas, pero la bomba cae, un huso alargado, sembrado de protuberancias. Sobre el Palacio. Para qué. Sólo ruinas contaminadas, inhabitables desde hace demasiado.
      A la distancia, el descenso parece dilatarse como el de una pluma en el aire calmo. La ilusión sólo se quiebra cuando el artefacto alcanza su objetivo. Una esfera deslumbrante crece a ojos vista, con centro en el antiguo Palacio. Rápido, sí, pero no, definitivamente, a la velocidad de la luz. Aire ionizado, incandescente. Transmisión molecular. ¿Una atómica? ¿Fusión?
      Estamos perdidos, a esta distancia. Perdidos sin remedio, y en esa décima de segundo tu vida desfila tal como lo cuentan aquellos que lo han vivido.
      Sólo que mi vida parece reducirse a una palabra, una imagen, una caricia. Ariadna. Todo mi ser enfocado en ella cuando el borde de la esfera nos alcanza y el infierno se desata.
      A mi alrededor, el pandemonium. Todo el mundo congelado en su postura instantánea. El Chino acaba de salpicar con su cantimplora barrosa la pantalla de mi panel, en un intento frenético de abrir el suyo y ver qué dicen los mandos. Su mente disciplinada clama por instrucciones, la mía se pierde en un laberinto indescifrable. Mis ojos han quedado varados en la pantalla manchada de un lodo acuoso que de pronto desaparece dando paso a un torbellino de superficies cambiantes, tan fugaces como las imágenes del resto del mundo que me rodea, enloquecido y rotando confusamente entre miles de las infinitas situaciones posibles que podrían rodearme. Mi visión periférica capta todas y cada una de las variantes, todo en un lapso que me veo obligado a definir como un instante, aunque sé que tiende a cero. Y aún en medio de ese caos mis ojos, petrificados en su eterna consulta a la pantalla, alcanzan a percibir destellos de frases sueltas que aparecen y se desvanecen, palabras que sé importantes y me gustaría poder hilvanar en un continuo coherente que presiento ya no existe o al menos me es por completo inalcanzable: retroexplosión, cronoplasma, puntos de inflexión, realidades paralelas, tiempo. Alterar. Hay una que no surge de la pantalla, pero igual desfila: ellos también investigan. Hay una pregunta cuya respuesta me es tardíamente concedida: De dónde viene lo que sobra, adónde va lo que desaparece.  Las aguas van y vienen, del océano del Tiempo. Todo en un instante aterrador, un delta t que tiende a cero.
      Termino de apagarme en el momento preciso en que la luz consuma su invasión. Fatalmente, la multiplicidad del laberinto me consume, y me pierdo.
      Me percibo como emergiendo de un pozo oscuro. Hay una mancha en mis papeles, y mi conciencia comienza a expandirse a partir de ahí. El resto se reconstruye a sí mismo en proyección geométrica: Victor, que se deshace en cortesías orientales tratando de expiar su torpeza, el vaso de jugo en su mano culpable y el pañuelo reparador en la otra, el día límpido y soleado, los parques, las flores y glorietas que rodean el Instituto. Hay un grupo de estudiantes avanzados en el anfiteatro, una banda improvisada y entusiasta perpetrando su homenaje a los becarios que, ahora recuerdo, hemos salido a recibir. A lo lejos, la gran urbe dibuja sus formas gráciles contra el horizonte. Un día magnífico se reconstruye, sí, pero imperfecto, vacilante. Como si alguien hubiese congelado de pronto una escena cualquiera de las muchas posibles en un fresco repentino y el estuco aun no hubiese terminado de fraguar. Inexplicablemente, me siento incómodo, confuso. Algo no encaja. Sin embargo, es mi realidad, y no veo otra opción que reconocerla.
      Del transporte ya ha descendido la última tanda de recién venidos, y el chino y yo somos un comité de recepción algo tardío: ya han entrado por su cuenta, ansiosos de integrarse a sus nuevos ámbitos de investigación. Me persigue una sombra interior que no logro sacudirme, una resaca como de pesadilla que tiñe mis entornos cotidianos con matices que se me antojan extraídos de una paleta ajena. Dejo a Víctor convertido en centro de una festiva banda de rezagados, jugando al anfitrión en la entrada principal, y me cuelo discretamente por una puerta lateral. Necesito pensar. Remonto la escalera de caracol que lleva a mis oficinas, la mirada vuelta hacia adentro, y nos damos casi de bruces en mitad del pasillo. Sobresaltados, ambos alzamos un brazo, como en espejo. Nuestros dedos se rozan. Levanto la vista, descubro sus ojos y quedo cautivo en una justa como jamás he soñado. Un haz de energía crepitante se tiende entre nosotros, en un crescendo imparable que termina haciendo trizas mi vieja armadura.
      Esos ojos. Sólo luz en mi retina, me digo, no es otra cosa. Pero es inútil: me invade la enigmática certeza de que ese haz de fotones es un hilo que nos une desde siempre y para siempre. Cuando logro apartar la mirada, una eternidad después, el universo es de nuevo sólido y estable. Las brumas se han disipado, dejando un último legado vibrando en mi conciencia, un alarido lejano, un nombre sin palabras. Una forma primordial se instala sin vacilaciones bajo su alegre chaqueta de recién venida.


RICARDO CASTRILLI

Ricardo Castrilli nació en Buenos Aires en Diciembre de 1951. De formación heterogénea: ciencia, técnica y amor por la música, de mano paterna; sutilezas e inquietudes intelectuales, de una madre que añoraba su paso por Filosofía y Letras y le acerca temprano los primeros libros. Una fuerte dosis de pasión por el campo y la naturaleza, recibida de los abuelos lo lleva en 1981, ya casado y con hijos, a radicarse con su familia en El Bolsón, donde comienza a reclamar prioridades su faceta literaria. Ha obtenido algunas distinciones a nivel local y regional. (Certamen Municipal de Cuento y Poesía, El Bolsón, Concurso de Cuento Breve Fundación Cooperar, El Bolsón, Premio Isidro Quiroga, Comodoro Rivadavia, Concurso de Cuentos Banco Provincia de Neuquén).


Axxón 139 - Junio de 2004

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