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F i c c i o n e s

EL SECRETO DE MORFEO
Víctor A. Coviello

Argentina

Las letras saltan, se agarran unas de otras y los renglones suben y bajan como una marea de papel.
      Café.
      —El macizo de Renania —recito— limita... con las vacas lecheras.
      Más café.
      —¿Quién es ese tipo con una manta? —digo de pronto, levantando la cabeza de entre las páginas del Manual de Geografía ii.
      No, no parece una manta —pienso—; más bien sos de harina. ¿O de arena?
      La figura del sueño desaparece.
      De arena de reloj de arena, sos.
      
Otra vez me he quedado dormido.
      No debo, no puedo quedarme dormido.

—El cuadrado de un binomio es sumado por... la máscara del zorro.
      —¿Por qué no te concentrás un poco, Leandro? —me dice Pablo, mi mejor amigo, sacudiéndome el hombro. Pablo es uno de los pocos afortunados que no debe ninguna materia. Me ayuda.
      Pero el primer examen es mañana. Y no llego.
      —¿Quién me puede hacer otro cafecito? —pregunto, como si en mi habitación hubiese alguien más que él y yo.
      Pablo se ofrece como cafetero, un cafetero a quien, entre las sombras, veo como a un fantasma. Mira mis ojeras, mi palidez de muerto.
      —Che, vampiro —me dice—, si seguís así, vas a reventar —y se agarra el pecho y saca la lengua.

Trigonometría.
      Cabeceo un poco, y nuevamente aparece el tipo disfrazado, con una manta o lo que sea. Pero esta vez se sienta delante de mí y me mira con atención. No reacciono porque estoy en la... digamos... la barrera entre el sueño y la vigilia. Me pregunto por qué tampoco Pablo reacciona ante el intruso, pero enseguida recuerdo que mi "apoyo escolar" hoy no ha venido. Y, de estar, tal vez él no podría verlo. Aparentemente, sólo yo dispongo de semejante privilegio.
      El sujeto abre la boca, que no es tal sino una abertura difusa. Su "voz" —su "mente", mejor dicho— se desliza hacia mis oídos como una canción de cuna:
      Estoy francamente sorprendido. ¿Realmente me puedes ver y ahora también escuchar?
      Le digo que sí con la cabeza, por las dudas, para seguirle la corriente. Es la primera vez que dialogo con una pesadilla. Pero no siento miedo.
      Esto no me pasa desde... —Hace una pausa y su cara me parece de ceniza—. ¿Sabes? Tengo una prima, nefasta aunque necesaria por cierto, que estaría muy interesada en esta curiosidad. Visita sólo una vez.
      Pego un grito y todo se disuelve. Menos la hoja de cálculos trigonométricos, claro.

Al día siguiente doy geografía.
      Raspando, apruebo.
      Una menos. Pero son muchas si quiero pasar de año.

Presión y más presión.
      Mi vieja me dice que ni siquiera piense en las vacaciones si no llego a meter todas las materias que me faltan. ¿Sin vacaciones, yo? Eso es algo inconcebible.
      Dicen que bostezando podés engañar un poco al sueño.
      Bostezo.
      Otro cafecito.
      Unas flexiones de brazos.
      Una peli de acción. Una de ninjas.
      A la quinta pierna rota, los párpados me empiezan a tirar.
      Voy al baño y me lavo la cara.
      Sé que, si me duermo, no llego.
      Canto mentalmente, cualquier cosa que se me viene a la cabeza.
      Muy persistente, chiquillo —me sorprende la voz de improviso.
      Sí, por supuesto —parece que capta mis pensamientos: apenas muevo la boca—. Pero vos no tenés la cantidad de materias que tengo yo.
      ¿Sabes quién soy?
      
Papá diría que sos "un delirio esquizofrénico provocado por la prolongada interrupción del sueño".
      Bueno, en parte tiene razón: podría afirmar que el país de los sueños es mi reino... ¡Pero no soy una fantasía! ¡Existo en realidad!
      Bien, yo creo, señor...
      Se me conoce con diferentes nombres, pero para tu cultura me llamo Morfeo.
      
Me parece muy importante su tarea. Pero, si me quedo dormido...
      ¿Qué mal hay en dormirse? Te imaginarás que sin la bondad del sueño, el mundo se volvería loco, sería un caos total.
      
Ahí mismo suena uno de los dos despertadores que tengo preparados en secuencia. El Señor Sueño parece expandirse como un chicle interminable, y en su lugar aparece la sólida tapa del Quijote, libro que tengo que tragar para Castellano.

Matemáticas. Seis.
      Zafé.

Le pregunto a Pablo si él también conoce a Morfeo, y me contesta que es el personaje de una película.
      —¿Qué película?
      —Matrix.
      —Ese es Morpheus. El negro, el pelado.
      —Y bueno, suenan casi igual, ¿no?
      —No. Ése mostraba la verdadera realidad, el revés de lo que creemos derecho. El mío, m-o-r-f-e-o —digo, acentuando cada una de las letras—, es como un guardián de los sueños.
      —¿Y se puede saber cómo es tu m-o-r-f-e-o? ¿Qué pinta tiene?
      Pablo se queda esperando mi respuesta. Pero cambio de tema porque no sé qué responderle.

Castellano. Paso con un cinco.
      Ya casi estoy.

Apenas cierro los ojos, aparece de brazos cruzados en medio de mi cuarto. Aunque "brazos" es un decir: los de él no son como los nuestros. Parecen sin consistencia; como de agua, qué se yo. En todo caso, son como dos ramas cambiantes.
      Hoy la noche se me presenta difícil. Morfeo no se mantiene firme. Varía cada vez que me atrevo a mirarlo. Una brisa cálida se desprende de él. Y también un aroma que creía olvidado. Es igual —aunque la memoria te hace trampas— al de mamá cuando me abrazaba de chico. Mamá, calor. Creo que voy a abandonar la lucha. Es fácil. Me dejo llevar y listo.
      Morfeo "sonríe". Pero bruscamente su expresión cambia. Mi visitante mira hacia la mesa de luz. Una campana que no para de sonar.
      Y hay odio en la mirada de Morfeo
      Logro despertarme. Pablo cumplió: le había pedido que me llamara por telefono exactamente a la medianoche, que insistiera hasta que yo atendiese.

Contabilidad.
      Repasar y repasar.
      Los asientos contables son como garfios que me tiran de la nariz y mi cabeza se estrella contra las hojas.
      Morfeo. Morfeo otra vez.
      Pero no está solo. Ha venido con alguien... o algo.
      Siento un frío como nunca, más frío que aquel de Bariloche.
      Llega adentro.
      Al corazón.
      Y no necesito preguntar quién es la compañía de Morfeo.
      Morfeo no habla.
      La otra presencia utiliza un idioma extraño, tan ajeno que no alcanzo a entenderlo.
      Lo peor —Morfeo se dirige a... esoes que no hay un motivo que lo justifique. Este parásito no estudió durante el año, y ahora pretende eludir su sueño para aprobar sus exámenes y poder irse de vacaciones.
      
Los observo a los dos y no digo nada. Trato de volver a las hojas, al escritorio, a mi habitación, a mi mundo. Trato de escapar de este delirio.
      Pero la otra presencia estira algo similar a una mano y me roza. Un escalofrío de hielo me recorre las tripas.
       Sin siquiera detenerme a pensar si esto está sucediendo o no, les prometo, les juro y les rejuro que voy a dormir tres días seguidos. Después de todo, que me queden una o dos previas, no es tan mal negocio. Prefiero seguir vivo.

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Ilustración: Valeria Uccelli

Prometo, pero por increíble que suene, no puedo dormirme.
      Leo libros de abogacía de mi padre, tomo leche tibia, me visto con mi piyama más cómodo.
      Doy tantas vueltas en la cama que me enrosco con la sábana. Los dos siguen ahí. Son como luces sombrías en mi cabeza. Una no me preocupa, la otra...
      Respiro bien hondo.
      Nada. Un murciélago no podría estar más despierto que yo.
      Y tan cansado. Tanto, que no puedo levantarme para avisarles a mis padres.
      Soy como una momia.
      Y ahí está eso. Ahí está Ella.
      Viene por mí.
      Rezo.
      Entonces escucho una risita y la lejana voz de Morfeo que me dice:
      Niño, ¿aprendiste la lección?
      
Veo una mano imaginaria, pero sé que está. Me pide que me relaje.
      Me relajo, y una lluvia cálida me cubre suavemente.
      Y sueño.
      ¿Sueño?
      
Esto no funciona.
      Me toco el pecho y no hay latidos. Tampoco cama, casa o mundo.
      Una calle sucia, solitaria.
      Algo me arrastra de los pies, boca abajo, y no puedo hacer nada. Reboto contra el empedrado de una calle que no existe. No hay dolor, pero sí sufrimiento. Mi cara marca los adoquines con trazos de piel.
      Alguien me arrastra.
      La pena me arranca lágrimas que dejan surcos blancos.
      ¡Por favor!, suplico. Y, al abrir la boca, los dientes se clavan en el suelo y pierdo la mandíbula. Manos, orejas se desprenden de mi cuerpo como terrones secos. Es como si fuera desarmándome a cada paso. No hay dolor, pero siguen arrastrándome. Huelo un aliento espantoso y no necesito adivinar de quién es. Ella me suelta y apunta hacia mí con un dedo mugroso, uñas más negras que la noche de la Muerte.
      Tenía muchos sueños por cumplir, pienso. No es justo.
      
Mi pecho se abre y el corazón se me cae como una manzana podrida.
      La Muerte ríe. Tanto, que el universo —o donde fuese que estoy— retumba como el rugir de una tormenta.
      Una tormenta que ahora se apaga, más y más en la Noche infinita.


VÍCTOR A. COVIELLO

Víctor Coviello nació en Buenos Aires, Argentina, en 1967. Su debut literario fue con "Luz Negra" en Axxón, 1992, nominado al Premio Más Allá. Ganó el Más Allá para cuentos publicados con "El chip Verde" en 1997. Tiene una novela inédita, de ciencia ficción, llamada "Carne de Dios" y dos volúmenes de cuentos, también inéditos. Colabora en revistas como "LEA". Vive en Buenos Aires y es librero.


Axxón 139 - Junio de 2004

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