Hecho en la República Argentina Página Axxón Axxón 136 Hecho en la República Argentina

F i c c i o n e s

HIELO
Juan Pablo Noroña

Cuba

El pingüino me pidió más limonada.
      —¿Va a pagar por la otra?
      Él rebuscó en el único bolsillo de sus calzones cortos y sacó un billete de cinco nuevecito, con un solo doblez.
      —¡Ah, bienvenido al pueblo! —le dije al billete—. Es el único nuevo en mucho tiempo. Aquí nos pasamos los mismos entre unos y otros. Uno llega a reconocerlos, sabe, incluso.
      El pingüino sorbió ruidosamente la última gota de su vaso y lo depositó en la barra. Yo entendí el mensaje y le serví hasta arriba de mi buena limonada fría, que bien merece ser vendida en el lugar más brilloso de la gran ciudad. —Pero, sabe, rica como es la limonada, sólo vale diez céntimos —aclaré mientras llenaba—. Tiene ahí como para 50. Sí señor, 50. Es mucha limonada.
      —Tomaré una cada diez minutos —respondió el pingüino.
      Saqué la cuenta. Yo hago mi propia contabilidad y se me dan los números. Eran ocho horas de limonada. Sí, un día caluroso.
      —Los huevos se fríen solos en un día como éste, ¿eh? —. Y al terminar esa frase deseé romperme la boca con la jarra para no decir más tonterías. Huevos y pingüinos, él es un ave y yo un charlatán. Y era un tipo de ésos bajito pero de pico ancho. Sin embargo, no dijo nada. Observaba la carretera.
       —¿No tiene usted teléfono? —me preguntó de repente, sin mirarme.
      —Sí, a la derecha, a diez metros de las bombas de gasolina. Es una cabina. Mío propio no tengo. Para lo que lo uso.
      Bajó de la banqueta y se fue a hacer su llamada. Caminaba de un modo bamboleante, muy cómico, pero la sabiduría de mi abuelita me ahuyentó la tentación de reírme. Sabe Dios qué clase de pingüino aparece solo en un garaje en un lugar como éste. Me salía mejor no meterme con él, en verdad. Y por suerte la cafetería estaba vacía, sin ningún camionero buscapleitos a quien se le ocurriera burlarse de un animal que parecía fácil de encontrar si lo buscaban, aquí en mi piso y cerca de mi mobiliario y cubertería. Sabe Dios que cuanto tengo es barato, pero no puedo gastarme cuarenta cada vez que a alguien se le sube el bourbon a las orejas.

      Oh Moses my sweet sheppard!
      you`ll take me away from here
      this wasted land of Sinai
      to milk and honey streams
      Oh Moses my sweet sheppard!*

      * Oh, Moisés, mi dulce pastor
      Tú me sacarás de aquí,
      Este erial de Sinaí,
      A arroyos de leche y miel
      Oh Moisés, mi dulce pastor.

      Las voces eran chillonas, muy agudas, y se escuchaban alto y claro. A la vera del camino venía avanzando un cortejo fúnebre de ratones de campo, con el pastor de la comunidad y una vieja señora gruesa al frente. Justo cuando llegaron a la entrada del garaje callaron y se detuvieron, y tras breve deliberación se arrimaron a la sombra de las bombas por un lado seguro. Algunos se separaron del grupo y entraron en mi establecimiento.
      —Buen día en el Señor —dijo el pastor apenas cruzó la puerta; la señora interrumpió los sollozos con un hipido y los cuatro mocetones me hicieron muchas inclinaciones de cabeza.
      —Buenos días; aunque mejor digo, mi más sentido pésame —respondí yo.
      —Lo acepto en el nombre de la doliente familia —aprobó el pastor—. Pero ahora mismo reconfortaría mucho a la señora Ruth una libación de su limonada fría. A nosotros mismos nos vendría como un toque de la gracia divina, también.
      —¿Será un vaso para todos, verdad? —pregunté—. Creo que será suficiente.
      —Por supuesto. El señor, en su infinita misericordia, nos hizo sobrios.
      Serví un vaso y rodeé la barra para ponerlo en el suelo ante ellos. —Gratis. No me atrevería a cobrarle a una viuda.
      La señora se quedó quieta durante unos segundos, para después volver a jeremiar más fuerte todavía. El pastor le palmeó afectuosamente el hombro—. Cálmese, señora Ruth. Él está ahora a la derecha del Señor, con los justos y los humildes.
      —Lo siento, esta boca mía —me apené—. No debí haber hablado así.
      —Tu gesto era cristiano, hijo mío, pero está mal dirigido —me explicó el pastor—. No es a una viuda, sino a una madre, a quien le tiendes tu compasión.
      —¡Oh, mi hijito! —clamó la señora—. ¡Mi hijito bueno, arrebatado por ese buitre diabólico!
      —Señora Ruth, no blasfeme —aconsejó el pastor—. No se debe hallar la mano del Maligno en todas partes. Es dudar de la omnipotencia del Señor.
      —¡Pero, reverendo Tobías! —exigió la señora—. ¡Sólo encontraron su chaqueta y sus calzones, cerca del nido del buitre! ¿Y cómo estaban, reverendo? ¡Quemados, casi carbonizados! ¡Y el olor infernal, como de tormenta! —Se quitó el sombrerito de la cabeza y lo sostuvo ante sí, como recordando las prendas del hijo—. Debió haberlo llevado a las profundidades infernales a atormentarlo. O quizás, como ser demoníaco, no tuvo que llevarlo tan lejos. —Se estremeció mirando la pamela, que ahora parecía simbolizar la carne mortal del fallecido—. Pero estoy segura de que su ánima de bueno ascendió, voló, hasta el Señor. —Y la pamelita imitó el viaje a las alturas del alma del pobrecillo.
      —Todos sabemos que su hijo era un pilar de la comunidad y un ejemplo de cristiano —arguyó el pastor—. El Señor cuida a los suyos y no permitiría un destino tal para el buen Simón. No, señora Ruth. En esto veo la criminal mano de los que incitan al odio entre las especies.
      —¡Oh, mi buen hijo! —lloraba la señora Ruth—. ¡Mi Simoncillo! ¡Tan lindo que era, de pequeño! ¡Nunca debió crecer e irse de casa! ¡Apenas se fue, el mundo me lo mató!
      Y los cuatro mocetones asentían uno detrás de otro, el primero siempre de vuelta tras el último. Parecían pistoncitos de motor.
      El pastor, mientras tanto, se había arremangado un brazo y metía un jarrito en la limonada. Ya de un bolsillo había sacado unos vasitos de papel. Pronto terminó de brindar a todos los presentes, incluida la llorosa señora. Entonces ordenó a los jóvenes: —¡Bueno, hijos! Los demás compañeros de peregrinación necesitan ambrosía también. ¡El vaso, vamos!
      Los mozos se atropellaron alrededor del vaso de limonada. Resoplaban y se tambaleaban como cargadores de maíz al final del día. —¡Caramba! —exclamó el pastor—. En verdad el Malo hace a cada generación más débil que la anterior. ¡Abran paso! —El pastor abultaba el doble que cualquiera de los jóvenes y ocupaba toda una mitad del vaso. No se le veía demasiado esfuerzo, y los otros cuatro, aunque apiñados al otro lado, lucían muy aliviados.
      El pingüino estaba en la puerta cuando cruzaron el umbral, no sé desde cuánto antes. Los miró pasar con parsimonia, acompañándolos de vista hasta el cortejo. Después vino hasta la barra y de un salto se puso sobre la banqueta y se acodó en la barra, a beberse su nueva limonada, con aire de no estar allí por su gusto.
      Los ratones, ya satisfechos, porque mi limonada no deja a nadie sediento, comenzaron a acarrear el vaso de vuelta. Yo les hice señas de que lo dejaran ahí mismo, que no se preocuparan de eso. A decir verdad, prefería que se fuesen rápido, porque no me gusta eso de tener un féretro a la puerta, y lleno. Además, no me gustan los ratones. Yo no soy especista, pero entre todos los animales parlantes son los únicos que me dan mala espina.

      That morning Moses held the keys
      of Jesus barn in heaven
      he gave the good and beaten mice
      more than enough to please
      Oh yeah, the keys to the barn!**

      **Esa mañana Moisés tenía las llaves
      del granero de Jesús en el cielo.
      Le dio a los buenos y agraviados ratones
      más que suficiente para satisfacerse
      ¡Oh sí, las llaves del granero!

      —Se quejan tanto, y no hace mucho sacaron una ley que obliga a los gatos a usar bozal y guantes en áreas habitadas —comenté en cuanto los ratones se perdieron de vista—. No sé a dónde irá a parar el mundo.
      —Yo conocí a un gato.
      La voz del pingüino me sobresaltó, porque en verdad no esperaba que respondiera. Me viré hacia él, con la bocaza abierta para decir algo, y me lo encontré concentrado en los cubitos de hielo y sin visos de querer hablarme dos palabras más. Tapé la sinhueso y me puse a fregar vasos limpios.
      El pingüino usó uno veinte más de su dinero sin que nada pasara en todo ese tiempo. Este pueblo está muerto todo el año, pero en agosto está muerto y enterrado. Son días como éste, en que el sol no parece moverse en el cielo, y las personas ni salen al portal, porque el viento que corre es de horno, y polvoriento. Las familias ponen paravanes en el sótano y se acuestan desnudos sobre el cemento o la tierra del piso, hombres de un lado y mujeres del otro. Algunos compran piedras de hielo y se duermen abrazándolas, lo juro. Yo, que tengo la única nevera del pueblo y un patio de limoneros, estoy más o menos a salvo del calor, y si alguien tiene el valor de arrastrarse hasta aquí, incluso hago un negocio. Pero nada me ayuda contra el aburrimiento. Qué lentos pasan los días aquí.
      —¿Qué día más negro, eh, señor...? —y dejé la pregunta colgando en el aire. El pingüino recogió un absorbente del dispensador e intentó algún truco usando la lengua. Pero fue un fiasco total; no hay quien chupe con un pico. Le estaba bien empleado, por misterioso. Y de todas maneras, mientras estuviese en mi barra, no se iba a librar de mí.
      Decidí jugarme el as.
      —Esta semana ha sido fatal para el pueblo —comenté—. Van dos muertos ya. El censo se lo va a sentir.
      —¿Dos?
      Todo lo que hace falta para armar una buena parla es sacarse un tema jugoso de la manga, y por el viejo Patricio que lo tenía. Este pingüino iba a terminar picoteando en mi palma.
      —Sí, esta semana hemos tenido que lamentar la pérdida de Silas el hortelano, el pobre viejo.
      Le sostuve la mirada al pingüino. Él llevaba las de perder, todo el tiempo. Tenía curiosidad. Se la puedo ver a cualquiera en las cejas, aunque las tenga de plumas.
      —Hace tres días que murió —comencé suave, como sin ganas, igual que cuando le doy línea a un pez—. De un infarto, según el doctor. La viuda del tendero lo encontró muerto al timón de su camioneta. Ella iba en su coche por la carretera cuando lo vio, incrustado en un árbol a la vera del camino que lleva a la propiedad del viejo. A eso de las seis de la tarde.
      El pingüino se apartó un tanto de la barra y se secó la frente con una aleta. No parecía impresionado aún. —Un ataque al corazón. Era un hombre viejo. Supongo yo.
      —Viejo, pero activo —dije—. ¿A qué iba la viuda del tendero a las seis de la tarde, con su sombrero dominical, a la casa de Silas? Ella dice que le llevaba una mermelada de arándanos. Yo apuesto a que no era lo más dulce y jugoso que le llevaba al viejo.
      Aquel maldito pajarraco de nevera se volvió a inclinar sobre la limonada. Esta vez, como si me lo hiciera adrede, tuvo suerte con el absorbente. Estaba perdiendo al pez.
      Volví a la carga con más municiones.
      —El doctor dijo que el infarto fue entre las doce y las dos, pero no estaba seguro de que hubiese sido antes o después de que el timón se le clavase en el pecho. Había señales de que pudo ser antes. Sin embargo, el viejo Silas era fuerte como un toro. Estaba entero, según el buen doctor, que lo examinó unas semanas antes.
      Más limonada fue pico adentro. Pero yo estaba lanzado, y de todas maneras era algo de qué hablar. —Maduro pero fuerte, Silas el hortelano. No estaba oxidado y gordo como los viejos de por aquí. Hasta hace unos años viajó mucho, estuvo en muchos lugares, trabajando en todo. Buscó momias y tesoros, contrabandeó. Ese tipo de vida le alarga la juventud a algunas personas. Por ejemplo, mire usted —y señalé la gran foto que tengo justo tras mi puesto en la caja. En ella se veía a un Silas más joven, parado en medio de mucha, mucha nieve. O quizás hielos, no estaba claro. Al fondo se veía unas montañas blancas. Diablos, lo único oscuro en la foto eran Silas y su escopeta.
      Entonces vi la chispa. Cuando me volteé de mirar la foto vi la chispa en los negros ojillos del pingüino. Estaba interesado. Incluso habló.
      —¿Y esa fotografía?
      —¿Discúlpeme?
      —¿Y esa fotografía?
      —Me la regaló el viejo Silas —dije en dos sílabas. No era eso lo importante —. Bueno, qué le parece el misterio local de la semana.
      Me miró a los ojos. Sus cejas de nuevo tenían ese aspecto de curiosidad. —Se extralimitaron y el viejo murió... en el acto. Entonces ella fingió el accidente.
      —También se me ocurrió. Pero la viuda no sabe manejar más que su coche de trotones.
      —Entonces el viejo murió de expectativa.
      —¿Cómo?
      —El viejo quiso ir al encuentro de la viuda y comerse la mermelada al aire libre. Estaba tan feliz de antemano que se murió de ganas.
      —Ni que la viuda o su mermelada... mire, Silas estuvo en París. ¿Entiende? Me contó de aquellas mujeres. La emoción de probar a la viuda no puede matar a un hombre de mundo activo todavía. Además ya esa historia iba en bajada. Fíjese, ella tenía que ir a buscarlo.
      El pingüino casi juntó sus cejas de plumas. Pero había más que interés en su expresión, algo en el pico... y por un momento temí que saltara sobre la barra y me hiciera un agujero en medio de la frente. Por suerte fue una falsa alarma, pues pacíficamente me guiñó un ojo y se inclinó hacia mí. —¿Cuál es su teoría, tipo listo?
      —Oh, no es tan fácil —respondí, mucho más aplomado que antes—. No tengo, como quien dice, una. Lo que me ronda la cabeza es un montón de preguntas que el sheriff tendrá que contestar antes de cerrar el caso.
      —Supongo que deben ser muy interesantes, como para que el sheriff no decida ahorrarse mucho trabajo y declarar el caso un accidente.
      —Él va a tener que trabajar. Ayer mismo envié una carta a los familiares de Silas en la ciudad, contándoles un sinfín de cosas curiosas.
      —Humm... una carta. Usted sí que se toma los deberes comunitarios a pecho.
      —Tendremos toda una investigación en el pueblo. Con un poco de suerte, incluso con autoridades de fuera. —Al decir eso traté de no sonreír demasiado.
      —Vendrán un montón de policías y reporteros a tomar gasolina y a echar limonada a los autos.
      Eso fue un insulto del maldito pajarraco.
      —Oiga usted, señor —aclaré—. No tengo que aguantar que tomen mi preocupación por la paz de este pueblo por lo que no me cruzaría entre orejas ni en mil años. O al menos, no como primera razón.
      —A ver, cuénteme de esa carta —retrucó él—. A menos que sea un secreto.
      —No es secreto. De hecho, envié cartas a los principales diarios. El "Vespertino Agrícola", el "Apicultor Alerta", y el "Tribuna Ensillada".
      —No me diga que tengo que esperar a la primera plana para enterarme.
      Estaba picoteando de mi mano.
      —Yo vi el lugar de los hechos. La propiedad de Silas, quiero decir. —Y arranqué a contar. Había ido con el sheriff y el médico, a tirar fotos. El condado me pagaría 50 centavos por encima del precio total de cada una que hiciera. Eso había costeado mi propio reportaje, porque saqué dobles todas las que me ordenó el sheriff, y además hice algunas mías.
      El pingüino me miró con interés.
      —Usted es un tipo de recursos —dijo—. Veamos esas fotos. Digo, si se puede, claro…
      Fui hasta la oficina en busca del paquete, que tenía guardado en la gaveta importante temporal, y me di el gusto de mostrárselas al pajarraco. Las primeras eran del vehículo volcado.
      —Caramba, alguien se olvidó de enseñarle al viejo a manejar —comentó él. El árbol estaba a cuatro pies fuera del camino, pero la camioneta se lo había tragado de frente. Un buen golpe; la careta estaba hundida hasta el bloque del motor. El árbol era un roble serio y sólo había perdido corteza.
      —Pues verá usted. Silas tenía en la sala de su casa un trofeo de Les Mans. Las carreras en Francia, usted sabe. Tiene su nombre. Es igual en francés, que curioso.
      —Bueno, algo le hizo perder el control del carro. Una vaca, o un infarto. Ambas cosas naturales.
      —¿Y la velocidad? Los daños prueban que iba al máximo de la velocidad de ese cacharro. Es un milagro que llegara hasta allí sin romperse por ese camino tan malo. A Silas algo le quemaba el trasero y no le importó romper su única camioneta.
      El segundo juego mostraba la camioneta por dentro después de retirado Silas y no tenía interés. El tercero era de la granja.
      —Ésa es la casa —le señalé al pingüino—. Una buena casa. Estos son los establos. Estos los cultivos. Silas tenía muy buenas aguas. Mire qué calabazas. Este es el perro. —El animal se veía movido, porque saltaba y ladraba en ese momento—. Ese perro está loco. Ya llamaron a la perrera de la ciudad para llevárselo. Aun está ahí. Mire, este es otro asunto. Cuando encontraron al perro, no tenía agua ni comida. Silas estaba muy apurado si se fue dejando a un animal caro sin agua ni comida. Es un bull-terrier de pedigree. Un bicho peligroso, que sólo Silas sabía manejar.
      El pingüino miró muy serio los colmillos del perro. —Bueno, se asustó con el perro al ir a darle agua, le dio un principio de infarto y salió corriendo en su camioneta en busca de un médico —dijo dando varios golpecitos en la foto con la punta de la aleta, justo en la cabezota del animal—. Le dio un infarto completo en el camino y perdió el control.
      —¿Asustado de su propio perro? Hace falta más que eso para matar de miedo a un hombre de mundo. A Silas lo asustó algo que puso a su perro loco. Dicho sea de paso, muchos perros enloquecen de impotencia si ven al amo en peligro y no pueden ayudarlo.
      Después venía la casa de Silas. Tenía fotos del porche, de la puerta, la sala, el sótano y otras partes de la casa.
      —¿Y este charco en el sótano? —preguntó el pingüino.
      —No es ningún misterio. La gente compra pedazos de hielo, los pone en el sótano con una lona por encima y les echa los brazos alrededor.
      —No veo la lona por todo eso. ¿Y toda una piedra de hielo produjo sólo este charquito? ¿A qué hora le trajeron el hielo? ¿De qué tamaño era?
      —¡Ajá, usted es de los míos! —me alegré—. Sí, buena pregunta. Mire, por todo esto sólo hay un negocio de hielo, y vende pedazos de dos por dos por tres pies. Recuerdo que se supo que el camión de distribución pasó entre las doce y media y la una. El chofer dice que dejó el bloque de hielo en el porche y tocó el timbre un buen rato, y la aldaba también, sin que Silas saliera.
      —Estaría en la cocina.
      —Aquí ponemos la campana del timbre en la cocina, porque es donde no se oye la aldaba. Silas no estaba en casa, es seguro. Sigo. El chofer entonces se puso nervioso por el perro, que estaba como loco, dice él, y se fue.
      —No vio a Silas, entonces —completó el pingüino—. Y veo que el porche donde dejó el hielo es de madera. ¿Qué hay debajo de la puerta de entrada? No me diga. Justo la parte del sótano donde hallaron el charco.
       —Oiga... pues, mire usted que sí.
       —Silas nunca llevó el hielo abajo. Se derritió en el porche y escurrió en parte abajo entre las tablas. Deme las fotos del porche y de la puerta.
      El pingüino estudió las fotos con detenimiento. Mostraba más interés del que yo nunca pensé le sacaría. Empecé a preocuparme. Quién sabe si la cosa no se me había ido demasiado lejos de las manos.
      —Mire esto —me señaló—. Aquí tenemos una caja de timbre redonda y clara montada en una entalladura cuadrada de un marco de madera oscura. Tiene que ser una solución temporal. Si lo revisan, seguro que es nuevo y lo pusieron recientemente. Silas debe haberlo puesto en sustitución del anterior, que no funcionó cuando tocó el timbre el hielero.
      —¿Usted cree? Está un poco loco de aceptar.
      —¿Qué pasa? —El pingüino pegó un saltito sobre la banqueta y agitó las alas con fuerza—. ¿No confía usted en los razonamientos de un animal? ¿Es usted fundamentalista antropocéntrico?
      —¿Qué cosa?
      —Lo que llaman especista.
      —¿Yo? ¡Que va! —me reí—. ¡Muchos de mis mejores amigos andan en cuatro patas incluso cuando están sobrios! —Crucé los dedos tras la barra mientras miraba al bicho con aire limpio y la cara más bonachona y tranquila que pude conseguir. El pico del pingüino estaba en perfecta línea con mi entrecejo—. ¿Bueno, decía algo del timbre?
      Durante diez segundos viví preguntándome como sería la puntería de un pingüino. Al cabo, el sorbete con plumas bajó la vista hacia su limonada y atrapó la pajilla. Con eso el vaso llegó a su fin y yo nací de nuevo.
      Me apuré a rellenar.
      —Prosigamos —dijo entonces el pingüino—. Silas estaba en la parte trasera del sótano y no oyó la aldaba, y el timbre estaba roto. De lo del timbre el hielero no se podía dar cuenta, porque ni funcionando se oye afuera. Ya veo la cara de Silas abriendo la puerta media hora después y viendo ese Mississippi en su porche. En ese momento descubre la rotura.
      —¿Y entonces?
      —Entonces trate de cambiar un timbre eléctrico en un porche con el suelo empapado. Es el tipo de cosas que más rápido lleva a un principio de infarto por electrocución.
      —Pero eso se evita fácilmente interrumpiendo la electricidad de la casa. Él tiene que haberlo hecho.
      El pingüino se bebió cuatro limonadas seguidas de un golpe. Casi le hago un chiste sobre si los ojos le iban a cambiar de color. Pero sus ojos daban más ganas de salir corriendo que de hacer chistes. Eran de loco. Por poco no me hizo desmayar cuando de un salto se puso en pie sobre la barra y me miró al mismo nivel. —¡El ratón! —gritó—. ¡El ratón achicharrado¡ ¡Con olor a tormenta! Justo cuando Silas probaba el timbre, el ratón cerró el contacto del interruptor de la casa con su cuerpo. Se frió como una papita, y un buitre de paso lo vio así, crujiente y caliente, y se lo llevó.
      —¿Cuál ratón? —pregunté, tonto de mí.
      Los ojillos negros me cruzaron fuego desde cada lado del pico.
      —¡Ah, ese ratón! —comprendí—. Pero ese ratón sería joven e inocente, pero no tonto. Se requiere menos cerebro que un ratón de campo para treparse hasta los contactos.
      —Claro que no. Fue lanzado contra los contactos, y probablemente lo empaparon antes.
      —¿Por quién, caramba, por quién?
      —Debe seguirme de cerca en esto —me respondió el pingüino—. ¿Me sigue?
      Sin decir una palabra volví a llenar el vaso una vez y media; la media vez directamente sobre la barra.
Ilustración de Valeria Uccelli
      —El perro sacrificó su comida para emboscar al ratón, que se hartó y se hizo lento. —Decía esto el pingüino, y aleteaba tan agitado que tuve que echarme atrás—. El perro ahogó en su agua al ratón para matarlo sin huellas. El forcejeo botó toda el agua, pero igual quedó muerto y empapado. Mire en las fotos la disposición del poste del interruptor y la caseta del perro. El perro vio los cielos abiertos con ese hielo derritiéndose y Silas cambiando el timbre.
      —Es una locura de película. ¿Y por qué, a ver, por qué?
      El pingüino comenzó a caminar despacio de un lado a otro sobre la barra, sin importarle la limonada mojando sus medias de lona. —Algunos humanos dicen que la inteligencia de los animales no era la idea original de Dios. Dicen que el mundo en que vivimos es una ilusión alimentada por Satán, y los animales racionales son sólo hombres pecadores señalados con esa apariencia. También dicen que puede que los animales parlantes sean criaturas de Satán, almas de segunda que se le permite crear a cambio de no perseguir al hombre—. Ahí se detuvo en el lugar e hizo un gesto de desprecio con la aleta izquierda—. Quizás el hortelano era de esos hombres, y no respetaba ni consideraba a su perro. ¿Por qué está loco el animal, a ver? Quizás el hortelano era ese tipo de hombre que no respeta a alguien que él cree inferior. Capaz de profanar, humillar, robar, degradar lo más sagrado para... para... para otros diferentes a él.
      Mientras me decía lo último, el pingüino miraba por sobre mi hombro la foto de Silas. Se veía reflejada en sus redondos ojillos negros. Y de repente, lo juro por las tierras de mi padre, de esa imagen desapareció el hortelano y las inmensas montañas blancas comenzaron a acercarse y apartarse, como si uno volase hacia allí, y algo brillante se entreveía tras ellas. Cuando aquello casi asomaba, y yo sabía que iba a ser algo increíble y maravilloso, el maldito animal dio un salto atrás con vuelta, y todo se desvaneció. Él cayó de frente a la puerta y salió corriendo. Yo quedé paralizado.
      Volví a poder moverme y pensar. Entonces me di cuenta de adónde había ido él y entré rápidamente a la oficina, en la que tengo escondida una extensión de la cabina telefónica. ¿Qué otra cosa hay para entretenerme en un pueblo como éste, si no es la vida ajena?
      —Está muerto —escuché al pingüino—. En el otro mundo, a disposición de los ancestros. No hay peligro de que nos relacionen; me encargué.
      Nadie respondió del otro lado. Sólo se sentía como un viento muy fuerte, que aullaba. Y llámenme loco si quieren, pero de repente me entró en los huesos un frío como nunca he sentido en la vida.
      Colgué.
      Regresé apurado a la barra, con el convencimiento de contarle al sheriff todas las ideas del pingüino, pero como cosa mía. Tanto si me creía como si no iba a quedar como un Sam Spade de pueblucho, que se aburre e inventa sus propios casos a partir de accidentes normales, y nadie le haría caso a mis cartas. No me importaba. Así era mejor. Maldita sea si iba a dejar que este asunto durara un día más como problema. Daba demasiado miedo como para no dejarlo atrás de cualquier manera. Y mientras preparaba mi mejor sonrisa y mi comentario más tonto para cuando él volviera, me juré jamás sacarle conversación a un pingüino solitario en un garaje.


JUAN PABLO NOROÑA LAMAS

Juan Pablo Noroña Lamas nació en Ciudad Habana, Cuba, en 1973. Redactor-corrector de la emisora Radio Reloj. Estudios realizados: Lic. en Filología. Obras publicadas: Cuento en la antología Reino Eterno, Letras Cubanas, 2000; varias colaboraciones en el fazine de Literatura fantástica MiNatura. "Hermano cósmico" en La Guayaba Mecánica. Premios y menciones recibidos: 1er. Premio Concurso de Cuento Breve Media-Vuelta, finalista Concurso Dragón, Cubaficción 2001. Activo participante en las discusiones del Club de Lectura Ucronía.


Axxón 136 - Marzo de 2004
Ilustró: Valeria Uccelli

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