Hecho en la República Argentina Página Axxón Axxón 124 Hecho en la República Argentina

F i c c i o n e s

COMO UN RELOJ
Lucas Knight

Estados Unidos
English Version

La voz de mi suegra perforaba mi cerebro. Su chillido era el equivalente humano de uñas afiladas contra un pizarrón. Sin embargo, yo asentía con la cabeza y sonreía a cada una de sus palabras. Mi esposa había amenazado con dejarme dos días atrás, así que había estado haciendo buena letra desde entonces. En realidad, no tenía ninguna otra cosa que hacer. La fábrica en la que había trabajado durante siete años había cerrado hace meses.
      No teníamos un centavo. Pasaba la mayor parte del tiempo pensando en mudarme para conseguir un trabajo.
      Mi esposa y yo estábamos sentados en la mesa de la cocina, tomando café y escuchando los chismes y consejos que escupía mi suegra. Intenté ignorar el ruido que salía de la boca de la vieja y recordé el aviso de corte que había enviado la compañía de electricidad por falta de pago.
      ¿Era para el 8 o el 18?
      No podía acordarme. Entonces las palabras "repleto de dinero y joyas" salieron de los labios arrugados y pintarrajeados de mi suegra.
      —¿Qué? —pregunté sin pensar. Mi mujer, Karen, me miró como si acabara de dejar cubierto de barro el piso que ella había estado fregando agachada. Janice (mi suegra) dejó de cacarear y me miró de la misma forma.
      —Los Hobner —dijo Janice cortante—, estaba hablando de los Hobner.
      —¿No estuviste escuchando a mamá? —tuvo que añadir mi esposa, a la espera de una respuesta.
      —Ah, sí. —Tenía que desviar esta conversación rápido hacia donde quería—. ¿No solía trabajar para ellos?
      —Sí. Antes. Lo que digo es que no entiendo cómo hacen para arreglárselas hoy en día. Especialmente los martes, cuando Irwin la deja porque está en tratamiento. Yo me ocupaba de bañar y cuidar a su esposa, Elaine. Estaba muy enferma, había tenido una apoplejía y no se podía mover. Pobrecita. No sé cómo se atreve a dejarla sola.
      —¿Qué tipo de tratamiento tiene que hacerse él?
      —No estoy segura, algo de un riñón. Pero estoy muy preocupada. Tal vez tendría que llamar a alguien; todos los martes la deja sola varias horas.
      —¿Cómo es que ya no la cuida más?
      —Irwin me dijo que creía que podía manejarse solo. Hace meses que no voy a su casa. ¿Qué te parece, querida? ¿Tendría que llamar a alguien?
      —No. —Mi esposa respondió lo de siempre:— Que se arreglen.
      —Pobrecita, cuando dejé de ir estaba sorda y completamente ciega.
      —¿Qué era lo que dijo sobre el dinero?
      —Ah, esa es la otra cosa, el viejo Irwin es un gran coleccionista, y deja dinero, y joyas, y cosas de valor tiradas en toda la casa.
      —¿En serio? —dije.
      La casa de los Hobner era una verdadera mansión. Al menos lo era para nuestra zona; aquí la mayoría de la gente vive en casas rodantes o en casuchas que se vienen abajo. Yo había tenido mi propia experiencia con los Hobner y su escalofriante mansión. El señor Hobner tenía un jardín con una huerta enorme. Cultivaba muchos más alimentos de los que él y su esposa enfermiza pudieran comer en vida. Así que agarraba a cualquier niño del vecindario que caminara por las cercanías y le hacía llevar un montón de comida a cuestas. El viejo hijo de puta me obligó a hacerlo varias veces. Las dos cosas que más recordaba de su casa eran los relojes y los gatos. El señor Hobner arreglaba y coleccionaba relojes. Con más de ochenta años en el planeta, había arreglado cientos, tal vez miles de relojes. Relojes de pie, relojes con alarma y sus favoritos, los relojes cucú. La esposa no le permitía guardar los relojes en toda la casa, así que él había metido todos en la cocina. No se podía distinguir el color de las paredes de la cantidad de relojes que había, de todas las formas y tamaños.
      La señora Hobner amaba los gatos. El resto de la casa estaba lleno de gatos de todas las formas y tamaños. Corría el rumor de que el señor Hobner odiaba los gatos tanto como ella detestaba los relojes. Se decía que cuando se moría uno de los gatos, él lo disecaba sin decirle nada a su mujer sobre la pérdida. Supuestamente, la casa estaba repleta de cientos de gatos disecados. Cuando su esposa llamaba a uno de los gatos, el señor Hobner metía uno en el horno por unos minutos, lo sacaba y lo apoyaba en el regazo de su mujer. Ella le deba unas palmaditas al gatito y el señor Hobner, parado detrás de ella, ronroneaba.
      Contribuí con este cuentito antes de la hora de la siesta de mi suegra y ella exclamó:
      —¡Qué ridiculez!
      Me reí con fuerza hasta que ella dijo precisamente las palabras que podían arruinar la alegría del momento:
      —¿Cuándo vas a ponerte a trabajar?
      Eso mismo quería saber yo.
      Esa noche no dormí nada. Estuve pensando en todo el dinero y los objetos de valor desperdigados en esa casa, con nadie más que una mujer ciega y lisiada para cuidarlos.
      Especialmente los martes, que Irwin la deja porque está en tratamiento.
      La casa de los Hobner estaba muy alejada del centro. Sin vecinos. En teoría, podía entrar a la casa durante el día y salir con todo el dinero y las joyas que quisiera. Nadie sabría que yo había estado allí. La casa estaba abarrotada de basura y diarios. Dudo que el viejo llegara a notar que faltaba algo. Me quedé en la cama, con los ojos abiertos. Mi mujer roncaba a mi lado. Me iba a dejar, podía darme cuenta. Era tan fría conmigo últimamente, sus miradas estaban llenas de asco. No habíamos hecho el amor en meses.
      No podía encontrar trabajo en ningún lado. Teníamos que dejar este pueblo. Todos mis amigos y compañeros de trabajo ya se habían ido en busca de algo mejor. Me sentía como un perdedor de treinta y cinco años. Incluso mi mejor amigo, Denny Norris, se había mudado. Un día se fue de repente. Ni siquiera vino a despedirse. Debe estar yéndole bien, probablemente esté demasiado ocupado para llamarme.
      Estábamos en la ruina. Sólo era cuestión de tiempo antes de que no tuviéramos ni para comer. Necesitábamos algo de plata. Sólo lo suficiente como para empezar una nueva vida en otro lado. Dinero para sembrar. Pero yo nunca había cometido un delito. Bueno, nada serio. Cuando tenía doce años robé revistas de historietas y un par de botellas de Coca Cola del almacén. Mi carrera delictiva terminó cuando una de las botellas de Coca Cola se me cayó de la campera y se rompió en el piso del negocio.
      Los ronquidos de mi mujer y la visión de pilas de dinero juntando polvo en la vieja casona me mantuvieron despierto hasta el amanecer.
      Observé al viejo Hobner que caminaba enérgico desde la puerta principal de la casa hasta su jeep. Se mantenía bien por tener ochenta y pico de años. Condujo el auto por entre los arbustos sin verme. Mi corazón latía con fuerza cuando pasé por delante del garaje en dirección a la puerta. Examiné todas las ventanas en busca de alguien que se moviera, o incluso un gato. Pero no había nada a la vista salvo unas cortinas rojas recargadas. La puerta principal no estaba cerrada con llave. Sólo los paranoicos incurables trababan sus puertas por acá. El primer cuarto al que entré era la cocina. El tictac de los relojes era ensordecedor. Dios mío, con razón la vieja se los hizo guardar ahí. Cuando entré al comedor, o lo que alguna vez había sido un comedor, el olor a pis de gato casi me hizo vomitar. El lugar estaba repleto de cajas y bolsas con revistas, diarios, libros y correspondencia vieja. ¿Alguna vez había tirado algo a la basura esta gente? En todos los cuartos que atravesaba, miraba por la ventana por si el viejo bastardo volvía con el auto a buscar un bolso o cualquier otra cosa que se hubiera olvidado. Lo último que necesitaba era que el viejo volviera. Mientras recorría el lugar no podía dejar de pensar en la pobre vieja, enferma y completamente sola. ¿Pero dónde estaba? ¿En qué habitación? El lugar daba miedo. Las paredes estaban cubiertas por retratos de parientes de mirada vacía. Aunque estaba más interesado por los fajos de billetes que pudiera encontrar.
      No había ni un solo gato a la vista, ni vivo ni disecado. Los rumores eran un invento. El lugar era enorme, mucho más grande por dentro de lo que parecía de afuera. Las escaleras crujieron cuando subí, el polvo de la baranda se pegó a la transpiración de mi mano. Llegué a un pasillo que parecía el de un hotel antiguo. Era largo y tenía una puerta detrás de otra. Las primeras dos habitaciones estaban vacías, bueno, estaban llenas de cajas viejas y pilas de diarios y revistas. Muy parecido a lo que había encontrado abajo. Abrí cada puerta lentamente, intentando no hacer ruido, aunque en este lugar era imposible. A cada paso que daba el piso crujía y con cada puerta que abría chirriaban las bisagras. Miré mi reloj: 11:40. Tenía que apurarme. Mientras abría la siguiente puerta creí escuchar un auto detenerse afuera. Mi corazón latía apresurado y el sudor caía por mi frente. En caso de necesidad tal vez pudiera salir corriendo y escapar por la puerta de atrás. Seguro, como si pudiera encontrar la puerta trasera en este laberinto.
      Primero tenía que revisar bien. Miré por la ventana del pasillo. Era una ventana gigante; podía ver todo el jardín y la entrada que daba al garaje. No había nadie ni se veía ningún vehículo. Tenía dudas sobre la puerta del garaje. ¿Estaba abierta antes? Porque ahora estaba cerrada. ¡Maldición! ¿Por qué no había prestado más atención? ¿Estaba abierta o no? No. La puerta estaba cerrada. Tenía que tranquilizarme. Encontrar la plata y salir de ahí. Fui hasta la puerta con rapidez y la abrí de un golpe. La habitación estaba a oscuras porque la persiana estaba cerrada. La luz del pasillo permitía ver una cama en un rincón. Era la habitación de la vieja. Entré sin sacar los ojos de la figura diminuta que había en la cama. No se movió cuando mis manos buscaron a tientas entre los cajones de su cómoda. Estaban vacíos. Había una mesita de luz al lado de la cama. Me puse en cuatro patas y me arrastré hasta donde estaban la mesita y la cama. Mi mano temblaba cuando abrí el cajón diminuto. Palpé los cuatro costados sin encontrar nada. Tenía mucho miedo. Bien, ahora sólo tenía que pararme y salir de ahí. Mientras me levantaba, se me ocurrió otra posibilidad.
      El colchón.
      Muchos de estos viejos escondían sus fortunas donde dormían. Seguía agachado cuando metí las dos manos debajo del colchón. Ni siquiera podía escuchar respirar a la mujer, así que palpé tranquilo. Prácticamente no había peso sobre el colchón, tenía que ver cómo era esta vieja. Miré hacia arriba mientras mis manos hurgaban con la gracia de un adolescente que toquetea los pechos de su novia en el asiento trasero del Oldsmobile de su padre. El colchón se movió apenas y el rostro de la mujer quedó iluminado por la luz que entraba del pasillo. Grité, saqué mis manos y me caí hacia atrás. Las cuencas de los ojos vacías me miraban fijo acusatoriamente. Su sonrisa esquelética brillaba en la oscuridad.
      Por un instante creí que se había movido pero luego entendí, era probable que no se hubiera movido en años. Ya me daba cuenta de por qué los servicios de mi suegra dejaron de ser necesarios. Me arrastré como un cangrejo hasta la puerta y me puse en pie de un salto en el pasillo. Cerré la puerta y miré hacia abajo por el hueco de la escalera. ¿Y ahora que iba a hacer? Sin duda el viejo estaba chiflado. ¿Tendría que irme y hacer un llamado anónimo? Sí, y los policías terminarían embolsando los fajos de billetes escondidos. No. Me apuro, encuentro el dinero y compro una vida nueva.
      Abrí de un golpe la puerta siguiente y encendí la luz. Al principio creí que había entrado por error a la misma habitación. Era idéntica en todo sentido: un par de cómodas y percheros, en el rincón una cama de bronce y un cuerpo esquelético dentro de un camisón. ¡Pero este camisón era rosa! Volví por el pasillo y abrí la puerta anterior. El primer camisón era azul. Entonces até los cabos:
      ¡Este tipo está coleccionando esposas!
Ilustración de Luis Di Donna.
Taller Gandalf.
Pique para ampliar (68 Kb)

      Corrí hasta la puerta siguiente y la abrí de un golpe. Otra habitación idéntica. Otra cama. Otro camisón. Excepto por el hecho de que éste cubría un cuerpo con carne. No la reconocí. Pero estaba muerta. Fui hasta la próxima habitación y la otra y la otra. Eran todas iguales. Un cuerpo dentro de un camisón en una cama. Al carajo con el dinero. Oí un golpe seco mientras corría hacia la escalera. Venía de una de las habitaciones a las que no había entrado. Tragué saliva y abrí la puerta de un golpe. Lo que encontré era escalofriante y ridículo a la vez. Casi me reí antes de darme cuenta de lo horrible que era. Denny estaba atado a la cama con correas de cuero y tenía la boca encintada. Tenía puesta una peluca negra y un camisón púrpura. Me miraba con ojos grandes y aterrados. Había una gran mancha de sangre seca en su entrepierna.
      —Mmmm... mmmm... —intentaba hablar desesperadamente.
      —Yo... yo...
      Me acerqué hasta él y casi me mato de risa por lo ridículo que parecía. Después de entender todo, empecé a dar pasos hacia atrás.
      —MMMM... MMMM... —dijo más fuerte.
      —Voy a buscar ayuda. Voy a volver.
      Di media vuelta, corrí hacia el pasillo y me detuve de golpe. Irwin estaba parado en la parte superior de la escalera. Tenía un bate de béisbol que golpeaba suavemente contra la palma de la mano.
      —Querida, ¿qué estás haciendo fuera de la cama? Ya sabes lo que dijo el doctor. Necesitas reposo.
      Se acercó hacia mí golpeando el bate cada vez más fuerte a cada paso.
      —Señor... señor Hobner... Usted necesita ayuda. Esto está mal —supliqué.
      —Pero querida —movía la cabeza como si estuviera decepcionado—, para qué te esfuerzas, ya sabes que hace diez años que estoy completamente sordo.
      Saltó hacia adelante y lanzó un golpe con el bate. Me agaché y le di un empujón en el pecho. Se cayó al piso. Pateé el bate por el pasillo y corrí hacia abajo por la escalera. Atravesé los cuartos atestados a toda velocidad hacia la cocina. Agarré el picaporte de la puerta pero no se movía. Primero pensé que se había trabado pero después vi la traba con candado, con el ojo de la cerradura por dentro. Volví hacia el centro de la cocina y giré en busca de una ventana. Iba a saltar si era necesario. Entonces miré los relojes. Marcaban las 11:59. Observé cómo el segundero se acercaba al extremo superior.
      Tic. Tic. Tic.
      Chin. Ding. Ring. Clic. Zap. Bing. Bong.

      El ruido y el movimiento llegaban hacia mí en todas direcciones. Pequeños pájaros de plástico piaban y gorjeaban al salir de sus casitas. Los ruidos se hacían cada vez más fuertes. Me perforaban el cerebro. Me tapé los oídos.
      BONG. BONG. BONG.
Ilustración de Luis Di Donna.
Taller Gandalf.
Pique para ampliar (83 Kb)
      Sentí como si el sonido de los relojes se fundiera en un golpe ensordecedor. Caí de rodillas y cerré los ojos en un intento de acabar con el ruido. Cuando volví a abrir los ojos, vi un bate de béisbol acercándose a mi rostro. Recibí un golpe y luego otro sobre mi cabeza. Dejé de escuchar el ruido después de eso.
      Me desperté con un dolor punzante en la cabeza. Estaba atado a una cama de bronce, mi boca estaba encintada. Tenía puesto un camisón amarillo. Irwin llegó rengueando a la habitación. Colocó una gran bandeja en la mesita de luz que estaba al lado de la cama.
      —Buenos días, querida —puso su mano en mi frente—. Me temo que volvió a crecer ese bulto horrible en tus partes íntimas.
      Tomó unas grandes tijeras de podar de la bandeja. Abrió las tijeras y las cuchillas chirriaron.
      —Mmm... —dijo al levantar el camisón—. No te preocupes, te lo voy a sacar. Quédate quieta.

Traducción: Damián Levín

 


Lucas Knight

Lucas Knight es productor de películas que vive en el muy frío (en invierno, claro) estado de Maine, en Estados Unidos. Ha producido, y continúa haciéndolo, materia para televisión y films de bajo presupuesto del género de Terror y Suspenso. Este cuento es una muestra de su decisión de ampliar su experiencia de escritor, incorporando cuentos y novelas a su obra.



Axxón 124 - marzo de 2003
Ilustrado por Luis Di Donna, Taller Gandalf.


Hecho en la República Argentina Página Axxón Axxón 124 Hecho en la República Argentina