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Ficciones

EJECUTADO
Omar Mora Abad

El poder de las leyes se basa en nuestro consentimiento en acatarlas

Esta oficina es una maravilla. Debería estar pensando en cosas importantes, pero no puedo evitar que la mente reaccione a la sensación de comodidad y comfort que le trasmite todo mi cuerpo. Es casi mediodía en California y afuera hay calor. Mucho calor. Por la ventana se pueden ver los espejismos que forma el aire recalentado sobre el asfalto del parqueo, mientras aquí dentro la consola del acondicionador de aire runrunea tranquilizadora. El cristal polarizado suaviza la aspereza de la luz blanca, hiriente, y la convierte en una semipenumbra muy agradable. La butaca donde estoy sentado —de cuero legítimo y oloroso— acepta sin protestas cada ángulo de mi cuerpo y me abraza como una hembra sabia en amores que te acaricia sin abrumarte. La verdad, no entiendo cómo Calvin puede trabajar en esta oficina. Este ambiente te mueve más al ocio que al trabajo — un ocio filosófico, el divino diagogos de los antiguos griegos. A mí personalmente me importan un pito la filosofía griega antigua, la moderna, y cualquier otra. Mi fuerte es programar computadoras; pero sucumbo al influjo de la oficina y me pongo a filosofar sobre el significado del tiempo. La confrontación entre tiempo cronológico y tiempo individual de cada persona: ese es el extraño camino que toman mis pensamientos.
     El tiempo cronológico —pienso— transcurre sin alteraciones apreciables desde que el mundo es mundo. Los días, los meses y los años se suceden unos a otros, y su peso acumulado cae sobre las cosas y termina siempre por destruirlas y cambiarlas. El río del tiempo fluye indetenible desde el pasado hacia el futuro sin que la más pequeña ola turbe su superficie. Así pensamos la mayoría. Recuerdo — si no me traiciona la memoria — a filósofos que sostienen que el tiempo se mueve en sentido contrario, el futuro potencial convirtiéndose a cada instante en realidad presente. Cuestión de punto de vista, supongo.
     Comoquiera que se mire este asunto, hay algo que no cambia en el esquema general del universo. Cada unidad de tiempo tiene siempre la misma duración, constante e inmutable; velocidades relativistas aparte. Cada día dura exactamente lo mismo que todos los demás días, y al igual sucede con meses, años, o milisegundos. Eso, en el tiempo matemático. Algo muy distinto ocurre con el tiempo individual de cada uno de nosotros —o con nuestra percepción del tiempo— que se encoge o estira al ritmo de nuestras emociones. Digo esto porque sólo hace veintitrés días que se celebró la conferencia de prensa, pero yo juraría que han pasado mil años.
     
     

Veintitrés días atrás. Todos los trabajadores del proyecto estamos dando el frente a los periodistas. Estoy seguro que ninguno alberga malos presentimientos. Un poco nervioso sí estamos, por aquello del miedo escénico. Nos van a acribillar a preguntas, eso es seguro, y las cámaras van a llevar nuestras respuestas a cada rincón del planeta. Cuando uno está acostumbrado a la rutina y al anonimato de un laboratorio, tanta atención impone un poco — pero en general estamos relajados. Yo hasta estoy soñando despierto. Para su información, dormido o despierto, yo siempre sueño con la misma persona. Su nombre es Sondra. No piensen mal, por favor; estamos comprometidos. Sondra es asistente de documentación en mi departamento. Yo estoy muy enamorado, y podría soñar con ella toda la mañana, pero me despiertan los aplausos.
     Están recibiendo a Calvin. Calvin es el director de nuestro laboratorio. Si usted así lo desea, puede pensar en el como Calvin a secas; más, atención, de dientes para afuera él es siempre el Doctor Calvin. La omisión de esa partícula honorífica de su nombre en una conversación en alta voz puede ganarle a usted toda su enemistad. Porque Calvin es muy vanidoso. Un tipo desagradable si los hay. Considerad por un momento su diversión favorita: cuando sale de un local, le gusta regresar a los pocos segundos. ¿Para qué, pregunta usted? Para sorprendernos haciendo comentarios negativos acerca de su augusta persona. Es increíble que a pesar de estar todos al tanto de esta costumbre, aún haya incautos que se dejen coger en la trampa. Si esto sucede, el infeliz sorprendido puede dar por sentado que ha caído en desgracia. Lo cual es malo, incluso para aquellos que no trabajan para el, porque Calvin es muy influyente y respetado en muchos lugares. Respeto e influencia que se deben a que el bastardo es muy, muy inteligente. Conste que ha sido usted debidamente alertado.
     Esta prevención no juega conmigo. Yo me permito libertades que los demás no se atreven a pensar siquiera. Por dos razones. Primero, soy la oveja negra del laboratorio. Disfruto del dudoso honor de ser el depositario de todo el odio que Calvin es capaz de sentir por una persona. Honor que debo al hecho de ser el único latino que trabaja aquí, agravado porque Sondra me ama a mí y no a él. Está celoso. Además —y esta es la segunda razón de mi desparpajo— le soy absolutamente imprescindible para el proyecto. Esta circunstancia le pone frenético porque no puede echarme sin más ni más sin perjudicarse.
     Ahora mismo, a pesar de los aplausos con que le reciben y a toda esa atención que le dispensan —cosas que él adora— cada vez que sus ojos se posan en mí brillan un poquito. Esa mirada especial la reserva sólo para mí. Pero el hijo de perra es muy lúcido y sabe que no hay nada que hacerle, así que prefiere caminar hasta el punto medio entre nosotros y los periodistas, y darnos la espalda. Posición en la que no tiene que verme. Apenas ha llegado a ese lugar, acalla los aplausos y comienza a hablar.
     —Señoras y señores, queridos amigos de la prensa. Les he convocado hoy, en esta mañana radiante, para que sean testigos, para que me acompañen y asistan conmigo, a la primera presentación en público del mayor avance tecnológico en la historia de la humanidad —y hace una pausa teatral. Una pausa sin sentido porque la noticia hace tiempo que se ha filtrado y todos saben para qué estamos aquí—. ¡El primer robot positrónico del mundo!
     Calvin apunta con el dedo a un bulto informe cubierto con una tela blanca —la tela sube— y allí está.
     Sí. Allí está. Un poco más alto que un hombre común, y de complexión sólida; las cosas de metal pulido dan siempre una sensación de robustez que no tiene que ver con su peso real. Su fuente de energía está apagada, y esto hace que se vea algo tonto. Sin vida. De pronto siento lástima de él, y comprendo que lo amo. Lo amo como se ama a un hijo que se gradúa del colegio —con honores— y uno lo ve allá sobre el escenario, y de pronto le resulta poco familiar, como un extraño; pero uno sabe que es su hijo, y se ve un poco ridículo allá delante, y uno lo siente por el porque piensa que los demás lo ven ridículo también. Somos complejos, nosotros los humanos. El robot no es hijo mío, claro que no. Es hijo de Calvin. Yo no soy más que un tío, cercano, pero solamente un tío. Y el tío permanece en la posición que se espera de un tío, mientras el padre camina pomposamente hasta el escenario. Calvin abre el pecho del robot y empuja un botón. La apariencia de este cambia por completo.
     No hace ningún movimiento; apenas una vibración, un estremecimiento; pero ahora está vivo. Ya no se ve tonto; amenazador quizá, pero no tonto. De él emana una amenaza tranquila y poderosa. He dicho que estoy de frente a los periodistas; los veo retroceder un paso. Están asustados y eso no es bueno. Si uno asusta a las personas, estas reaccionan defendiéndose. El ataque de un periodista puede hacer mucho daño. Ellos pueden retorcer el sentido de su trabajo y usted tendrá que gastar tiempo y dinero para llevar las cosas de vuelta a su lugar. La primera pregunta —casi instantánea— prueba esto.
     —Doctor Calvin, ¿es peligroso?
     —¡Oh, Amanda, por favor! —Calvin conoce por su nombre a cada reportero importante de este país. Publicidad es su segundo nombre—. Tú nunca comienzas así una conferencia de prensa. Hubiera apostado a que tu primera pregunta sería: Doctor Calvin, el robot, ¿está desnudo?
     Algunos ríen, pero son risas nerviosas. Están realmente impresionados. No quieren bromas, quieren respuestas. Louis Parker, el tipo alto de CNN, habla enseguida. Su operador de cámara gira para enfocarlo.
     —Parker, CNN. El problema, doctor Calvin, es que este robot suyo es un poco, imponente, ¿me comprende? Yo no me asusto con facilidad, pero su robot produce una sensación de fuerza que lo hace sentirse a uno, cómo decirle, disminuido. Mi pregunta es: ¿podría ser usado como soldado en una guerra? ¿O peor aún, podría ser usado como asesino en la paz?
     —Louis, creo que no comprendes la situación. ¿Por qué haces esto? ¿Por qué insistes en esa dirección? ¿De veras te asusta mi robot?
     Notaron eso. Mi robot. Calvin está en su forma habitual.
     —¡Si es la cosa más inofensiva del mundo! ¡Por Dios, esta es la primera vez que se presenta en público! ¡No puede tener mala reputación! ¡No ha vivido lo suficiente para tener reputación alguna! ¡Mi robot está llamado a ser el principal factor de desarrollo para la humanidad en el próximo milenio, y ustedes lo presentan como una amenaza!
     —Por favor, profesor, no es nada personal...
     —Insisto. No dominas bien esta escena, Louis. Estás entrevistando al personaje equivocado.
     Se detiene para tomar aliento. Los invitados están pensando que Calvin está muy alterado. Falso, el nunca pierde la calma, no importa cuán alto grite o cuán roja esté su cara. Todo eso es puro show; yo lo llamo histeria calculada. Su sangre es más fría que la de una serpiente.
     —Ustedes no tienen que preguntarme a mí, amigos míos —continúa en un tono más suave—, porque pueden obtener las respuestas de una fuente, digamos, más directa: el robot mismo.
     —¿Quiere que entrevistemos al robot? —Esto viene de una pelirroja joven y bonita—. Eso no tiene sentido. Quiero decir, está programado, no razona. En lugar de verdaderas respuestas nos dará fragmentos del contenido de su memoria.
     —Lo siento, querida —responde Calvin—, pero estás equivocada, un poquito.
     La chica es joven, y desconocida; Calvin se reviste de su personalidad paternal. Él cambia de personalidad como otras personas usan máscaras. Pero este Proteo, este camaleón, es predecible: dado un ambiente, uno puede decir de antemano cuál de sus muchas caras va a usar.
     —En la frase robot positrónico, la palabra positrónico tiene un significado especial, joven. —La máscara del conferencista—. No significa que el robot tenga una fuente de energía positrónica. Está relacionada hasta cierto punto con los pasers —los lasers de positrones— pero esa interpretación es algo estrecha en este contexto, cuando uno usa la palabra positrónico unida a la palabra robot. ¿Quiere saber el significado exacto? ¿Sí? Bien, pues significa que este robot particular —el robot positrónico— tiene un cerebro positrónico. Ni un procesador, ni una computadora; un cerebro comparable al de un ser humano. Usualmente —con algunas excepciones— si usted tiene un cerebro como ése, usted es considerada inteligente. Ahora, ¿por qué no le pregunta entonces al robot? ¿Hace la prueba? ¿Por favor?
     —De acuerdo —responde ella intimidada y vuelve su cara hacia el robot—. Dígame, ¿cómo debo dirigirme a usted? ¿Señor Robot?
     —Mi número de serie es R101, señora Brighton, pero puede llamarme Albert si lo desea.
     La voz del robot es profunda y dulce, llena de sinceridad y simpatía. La amenaza se desvanece, derretida por la cálida voz.
     —¡Vaya, qué voz más bella tiene usted! —La joven sonríe—. Una voz como esa es el sueño de un político.
     —Mi voz es producida por medios electrónicos, señora Brighton.
     —Oiga, ¿cómo sabe mi nombre? ¿Positrónico significa telepático también?
     —Por supuesto que no, señora. No tengo habilidades telepáticas. He leído su credencial de prensa; su nombre está escrito en ella.
     —¡¿Dice usted que leyó mi credencial?! ¡¿A quince metros de distancia?! ¡Vamos, ya está bien! ¡Una voz agradable, vale, pero sus ojos son imposibles!
     —Él no tiene ojos, mi querida señora —interviene Calvin—. Recuerde que no es más que una máquina.
     —Me parece que comete usted una falta de tacto, doctor. —Habla un hombre delgado y de apariencia humilde—. Albert Hanks, Miami Herald. Sí, yo también me llamo Albert. Pienso que no es cortés hablar de esa forma porque él está escuchando.
     —Señor Hanks, esto sí que es asombroso. —Calvin se divierte—. Hace un minuto se asustaban ustedes por la presencia de Albert —del robot, no la suya— ¡y ahora no quieren herir su sensibilidad!
     —Se nota que esto le divierte a usted mucho.
     —Sí, no puedo negarlo. Y me complace al mismo tiempo. Debo informarles que sus reacciones están siendo grabadas. Este es el primer contacto de mi robot con la sociedad y mis psicólogos se mueren por analizar el comportamiento del robot, y también el vuestro.
     —Bueno, me alegra servirle de ayuda.
     —Gracias, señor Hanks. Me complace conocerle, pero no puedo evitar preguntar por qué no vino Corinne García. Es raro que no haya querido cubrir este evento.
     —Ella perdió a su padre ayer, profesor. Justo ahora debe estar en el funeral. Tuve que venir yo en su lugar.
     —Ya. Siento mucho oír eso. Por favor, transmítale mis condolencias. —Un gentil toque a la máscara de pesadumbre, y de vuelta al conferencista—. Me gustaría dejar claros algunos puntos antes de continuar.
     Levantó un dedo. —Primero, Albert es una máquina y lo seguirá siendo a pesar de todos nuestros esfuerzos por humanizarlo.
     Otro dedo. —Segundo, él no conoce de sentimientos y emociones, y los nuestros no le afectan.
     Dedo. —Tercero, no tiene ojos, sino cámaras, y puede magnificar los objetos para verlos en detalle.
     Y...dedo. —Y cuarto, continúen entrevistándole, por favor. No quiero preguntas para mí.
     —¿Una última para usted, doctor. —La voz chillona de la ultrafeminista Deborah Kerr. Representa a un montón de publicaciones para mujeres. Su ideal del feminismo es atacar a los hombres dondequiera que estén. No es que sea lesbiana, no. Eso sería fácil y ella no es una persona fácil—. Tiene que responderla usted porque el robot no creo que pueda hacerlo.
     —Acepto encantado. Mi última respuesta será para ti, Deborah.
     —Gracias. Me preguntaba por qué el robot tiene nombre masculino. Si es una máquina no tiene ni sexo ni género, ¿no es así? —Adopta su posición favorita, muy agresiva—. Entonces, ¿por qué no le dieron ustedes nombre y forma femeninos? Ese nombre, Albert, ¿no es una expresión del machismo que aqueja a nuestra sociedad científica en general?
     Esta mujer está enferma.
     —Deborah, amor, tu pregunta es demasiado para mí. Ni Albert ni nadie podría responderte. No tengo comentarios. ¿Próxima pregunta?
     —Michel Chretien, France Press. Mi pregunta es: ¿se considera usted una celebridad?
     —Lo siento, monsieur Chretien, no más preguntas para mí.
     —¿Perdón? Oh, no. Mi pregunta va dirigida al robot.
     ¡Touché! ¡Le ha roto la máscara! Mejor dicho, la máscara permanece en su lugar, pero congelada y con hielo en los ojos. Para el ego de Calvin la única celebridad en este lugar es él. Sus palabras suenan ácidas al responder.
     —Monsieur Chretien, mil disculpas. Asumí erróneamente que hablaba usted conmigo. —Respiró profundo—. Permítame explicarle. Albert habla bajo demanda, ya sea de uno de sus procesos internos, o de una persona. ¿Le molestaría repetir su pregunta dirigiéndola explícitamente a él?
     —Ciertamente, señor profesor. —Una buena educación europea es algo exquisito. El francés se las arregla para ser respetuoso e irónico al mismo tiempo—. Albert, ¿qué se siente al ser famoso?
     —Yo no siento, señor. No comprendo las emociones humanas.
     —Pero puedes pensar.
     —Sí, señor.
     —Voy a adaptar mi pregunta a tus limitaciones. ¿Qué piensas sobre tu indudable fama?
     —Pienso que seré famoso como consecuencia de esta conferencia de prensa, señor. Muchas personas me conocerán, lo cual es uno de los atributos de la fama. Otros atributos profundamente ligados a la psicología humana no los puedo comprender, señor.
     —¿Eres peligroso, Albert?
     —No, señor. Las leyes que controlan mi funcionamiento me impiden dañar a las personas.
     —Las leyes pueden violarse.
     —No en mi caso, señor. Para mí las leyes son inapelables.
     —Gracias, Albert.
     —Por favor. Aquí. No voy a decir mi nombre porque quiero que lea mi credencial.
     —Señora Noriko Nakamura. Tokyo Daily.
     —Exacto. —Hizo la pequeña reverencia japonesa—. ¿Para qué son las cajas que cuelgan a su costado?
     —Contienen herramientas, señora, para que pueda reparar mi cuerpo.
     —¡Caramba, cómo me gustaría poder reparar el mío!
     Todos ríen. Yo pienso: ¿para borrar las arrugas de su cara, señora? Pero no lo digo.
     —¿Tiene que hacerlo a menudo? Perdón, mi nombre es Kurt Reinhart, represento al Berliner Arbeiter. ¿Tiene que reparar su cuerpo a menudo?
     —No, señor. Nunca he tenido que hacerlo. Mi cuerpo es muy fuerte.
     —¿Cuán fuerte?
     —Muy fuerte, señor.
     —Más fuerte que el de un humano, supongo.
     —Sí, señor.
     —¿Podríamos probarlo? Por ejemplo, ¿podrías saltar de esa plataforma al suelo? —Señala una plataforma llena de cámaras, cuatro metros por encima de nosotros. A la vez, mira a Calvin y éste asiente. Los labios de Calvin se mueven en silencio para formar una palabra. O-r-d-e-n. El alemán asiente también y se dirige a Albert—. Te ordeno que saltes de esa plataforma.
     Obediente, Albert se vuelve y busca las escaleras. Comienza a subir sin ruido; sus pies metálicos están enfundados en goma. Cuando llega al tope los camarógrafos se apartan, pero él no vacila ni un instante. Con el mismo movimiento fluido llega arriba y se lanza al vacío; nadie respira. Aterriza con un ruido sólido, sordo, y regresa lentamente a su posición anterior.
     Este salto logra el milagro de mantenerlos en silencio casi un minuto. Se recobran de la impresión. Un hombre calvo en la periferia del grupo se aclara la garganta. Dice su nombre. He tratado de recordarlo pero se me fue de la memoria. Ese hombre era con toda seguridad el único de los presentes que sabía lo que iba a suceder. Desde que lo vi no me gustó.
     —Querría regresar al tema introducido por el colega de France Press —dice—. Me gustaría presionar un poco si se me permite. ¿Doctor Calvin?
     —Seguro, adelante. —Calvin está dispuesto a aceptar cualquier cosa, tan orgulloso está del salto de su pupilo.
     —Albert —dice el hombre—. ¿recuerdas el tema al que me refiero?
     —Sí, señor.
     —Claro, tú no olvidas nada. Para el resto de nosotros, pobres mortales, debo recordar que la pregunta de France Press se refería a la fama de este robot. Voy a repetir las palabras del doctor Calvin. Él dijo, y cito, que Albert era el mayor avance tecnológico en la historia. Quisiera saber la opinión del robot acerca de estas palabras.
     La boca de este hombre hace más movimientos al hablar que los necesarios para pronunciar las palabras. Es algo obsceno, con esa boca húmeda; pero para Albert esto no cuenta.
     —De acuerdo a mi conocimiento de la historia, señor, cada nueva creación de la tecnología es presentada como la más grande, siendo en realidad la última, colocada encima de la pirámide que forman todos los avances previos y representando a menudo sólo un refinamiento de estos avances anteriores. Una comparación de ese tipo es muy difícil de hacer porque todo avance es importante en su momento, desde la invención de la rueda hasta mí.
     —Muy modesto. Quiero decir, suenas muy modesto, aunque la modestia es un defecto humano del que tú por fortuna careces. Comoquiera que sea, modestia o lógica, no puedes negar que la influencia de los robots de tu tipo en la civilización de este planeta será enorme.
     —Sí, señor, es posible que sea así. —Albert vacila un momento. Calvin no lo nota, pero yo sí—. Al menos la posibilidad de esa influencia es muy alta.
     —Encuentro algo de incertidumbre en tu respuesta. ¿Es eso posible? ¿Puedes sentir perplejidad?
     —No. —Albert omite el tratamiento de señor. Esto Calvin sí que lo nota, porque es muy puntilloso al respecto. Enarca sus cejas con disgusto—. He tenido que examinar un gran número de caminos futuros, y encuentro que todos son igualmente probables.
     —Comprendo. No obstante, asumo que en todos esos caminos el efecto de los robots positrónicos es importante.
     —Síiii.
     ¿Qué diablos pasa? En esta ocasión el hombre calvo nota que hay algo extraño. Mira atentamente al robot y le pregunta: —Albert, ¿qué sucede?
     —¿Seeeñor? Nada, todo está bien. —Albert parece estar a un millón de millas de nosotros. Decido detener la conferencia yo mismo (Calvin está paralizado) pero ese maldito periodista habla primero.
     —Albert —dice—, ¿todavía estás analizando esos caminos futuros? ¿Qué haces?
     Cuando el robot habla de nuevo su bella voz es un graznido horrible. —El futuro —dice, y se desploma. Y comienza el caos.
     
     

Al día siguiente la cubierta de todos los periódicos y la pantalla de todo televisor o computadora en el mundo compartían la misma imagen: el robot tirado en el piso en una posición grotesca. La semejanza con un hombre muerto era tan grande que los reporteros no pudieron evitar escribir artículos permeados de lástima y simpatía, por el robot y por nosotros. A menudo la lástima nos sabe peor que el odio — para Calvin es veneno. Estaba lleno de furia y sentimientos parecidos. Parecía una nube de tormenta buscando un blanco donde descargar un poco de electricidad. Ni yo me atrevía a levantar la cabeza. Por suerte estábamos ocupados revisando a Albert.
     Esto no quiere decir que sea difícil revisarlo. Uno simplemente separa cuerpo de cerebro y los envía a sus departamentos respectivos. Hemos repetido este proceso tantas veces en la etapa de puesta a punto que se ha hecho automático. Primero se revisa el cuerpo, cosa que a los chicos de ese departamento les viene de perillas. Ellos salen de dudas rápido, mientras nosotros nos comemos las uñas hasta la raíz esperando por ellos. Encima de eso, la mayoría de las veces los muy condenados se libran de sus problemas con una sola prueba. No es justo. En nuestros locales usamos montones de equipamiento caro y sensible; ellos se las arreglan con una unidad programable de control remoto para implementar su prueba. La llaman La Prueba. Yo la he visto varias veces; es alucinante.
     La primera vez que la vi fue un día en que atravesaba el campus universitario para ir al instituto. Tenía que rodear el inmenso edificio del Departamento del Cuerpo —o simplemente, el Cuerpo— para alcanzar mi oficina. Iba hablando con un amigo mío; cuando nos separamos decidí tomar un atajo a través del Cuerpo. Entré al edificio por una puerta cerca de su techo; el Cuerpo ocupa un inmueble soterrado construido para albergar un reactor nuclear que nunca llegó. La puerta se abre a una escalera estrecha que desciende en espiral adosada a la pared circular. Recuerdo que cuando miré desde allá arriba me sorprendí: el suelo debajo de mí estaba casi vacío. Por lo general está cubierto con la más variada maquinaria, pero ese día estaba desierto. Los espacios grandes se ven aún mayores si están vacíos. El que estaba a mis pies parecía infinito.
     Albert estaba parado en una esquina de la gigantesca arena. Debería decir el cuerpo de Albert; el cerebro —la mayor parte de él— estaba sobre mi mesa de trabajo. Lo miré unos pocos segundos y me volví hacia los escalones; en ese momento sonó la música. Me detuve a mirar de nuevo y me llevé una gran sorpresa. Aquella estructura sin cerebro allá abajo hizo la más inesperada de las cosas. Comenzó a danzar.
     Yo no sé quién compuso la música, ni el nombre del coreógrafo. Alguien me dijo, eso sí, el nombre de la obra. El papel masculino del ballet El Corsario. Aquel día comprendí por qué le llaman La Prueba, con mayúsculas. El bailarín que aspire a interpretar ese papel debe tener unas aptitudes físicas excepcionales y estar dispuesto a ejecutar todo ese ejercicio al ritmo que marca la partitura. Si no les parece difícil, súmenle este detalle: tiene que hacerlo con arte. El esfuerzo debe ser sublime y bello para que sea apreciado. Estoy de acuerdo con esos chicos, si el cuerpo supera esa prueba, está OK.
     Y la superó. Estaba en perfectas condiciones, incluyendo fuente de energía principal, fuente de energía auxiliar, y el resto de las piezas. Todo el equipo presenció la prueba; Calvin incluido. Albert rebotó y giró a todo lo ancho de su pista de baile privada, sin perder el ritmo de la música. Todos contemplamos el espectáculo; y rezamos porque fallara. En el fondo de nuestras mentes compartíamos una esperanza secreta: por favor, Dios, que el fallo sea en el cuerpo, no en el cerebro. Cruzamos los dedos, hasta los muchachos del Cuerpo cruzaron los suyos. Esperanza inútil, y lo sabíamos; estábamos preparados para la desilusión. Uno no puede engañarse a sí mismo si toda la evidencia apunta en la dirección opuesta. Los problemas al hablar que tuvo Albert antes de morir indicaban claramente un fallo cerebral.
     El cuerpo es fácil de reparar; el cerebro, mejor ni hablar. La complejidad material no tiene nada que ver. El cuerpo tiene más de quince mil piezas y sistemas sofisticados. El cerebro es un mero cristal, muy denso, del color y tamaño de una calabaza pequeña. Las moléculas de su matriz cristalina tienen setenta y dos facetas —átomos— y cada una de estas facetas es compartida por dos moléculas. Toda la calabaza tiene la misma estructura; moléculas que comparten sus facetas con las adyacentes. Físicamente es muy simple; su complejidad intrínseca no tiene igual en el mundo.
     El centro de una molécula, si se le excita, emite un par electrón-positrón con un ángulo conocido. El positrón viaja a través de la molécula y destruye un electrón de una faceta; el electrón correspondiente al par es capturado por la faceta situada en el extremo opuesto del ángulo. En este proceso las tres moléculas que comparten dichas facetas cambian de estado. Cada faceta puede estar en uno de dos estados, teniendo un electrón de más, o uno de menos. Esto hace para cada molécula un total de dos elevado a la potencia setenta y dos estados teóricamente posibles — en realidad son menos porque no todos los estados posibles pueden lograrse. Comparados con los risibles dos estados por componente de una computadora binaria, hacen una diferencia. El cerebro contiene billones de moléculas; la cantidad de estados del cerebro entero sólo puede escribirse en notación científica. Los estados pueden variarse excitando apropiadamente el núcleo de las moléculas; por tanto, el cerebro se puede programar.
     Es un diseño muy ingenioso, pero Calvin dijo la verdad en la conferencia de prensa: el cerebro es una especie de paser controlado. Los pasers —como ustedes saben— también se basan en la emisión de positrones. Pero en los pasers todos los positrones fluyen hacia el canal central donde se unen y forman el haz coherente y destructivo. Además, los electrones en un paser son un producto indeseable, y se desechan. Por lo demás la teoría es la misma para los pasers y los cerebros positrónicos.
     Descartado el fallo en el cuerpo, se imponía echar una mirada dentro de la calabaza. Henry Wu dio los primeros pasos. Él es el patólogo: disecciona el cerebro con sus sondas nucleares y extrae el contenido de cada subsistema. Siempre que le veo trabajar me recuerda un herrero junto a la fragua. Cada aniquilación electrón-positrón produce dos cuantos gamma, que pierden mucha energía viajando por la superdensa matriz cristalina. Al alcanzar finalmente la superficie se han convertido en dos simples fotones de luz anaranjada. Dos fotones aislados son indetectables, pero el cerebro en conjunto emite millones por segundo. Es una luz suave e íntima como la de una vela. La amarilla piel de Henry —él es chino, nacido en Guangzhou— brillaba como el oro con esa iluminación, un Buda dorado sorprendido en medio de una intensa meditación. Su trabajo aclaró algo la imagen: el cerebro era un desastre.
     Parado cerca de Henry, Calvin casi bailaba El Corsario el mismo; y lo cantaba, por Dios. Para cada sistema arruinado, un salto y un grito. El subsistema de visión, desde el control de cámaras al análisis de escenas, destruido. La memoria visual guardaba una postrera vista del suelo donde ocurrió la tragedia. Subsistema auditivo, destruido y vacío. Subsistema oral, ditto; con la última frase, el futuro, repetida ¡catorce veces! Y más, y más. Al fin Henry alcanzó el control maestro. Movió las sondas de aquí para allá y asintió. —Creo que tengo algo —dijo.
     —¡¿Qué es?!— Calvin estaba frenético. Todos cerramos el círculo sobre ellos.
     —Su último pensamiento consciente, creo —respondió Henry plácidamente. Su temperamento asiático es imbatible.
     —¡Qué cosa es, Henry?! ¡Ahora!
     Henry tomó un cable y lo conectó del cerebro a un sintetizador de voz sobre su mesa. Regresó al cerebro y trasteó algo en las sondas. El altavoz cobró vida y la exquisita voz de Albert brotó de él: —La mariposa —murmuró, y hubo una explosión de ruido eléctrico. Entonces, más alto:— La mariposa. No mataré la mariposa. —Y un silencio más profundo que el océano.
     
     

Pasamos tres semanas buscando una mariposa. Sondra, mi amor, tenía sus lindos ojos rojos como los de un conejo de tanto mirar las grabaciones de la conferencia de prensa. Ella y otros cinco asistentes revisaron el vídeo cuadro por cuadro, magnificando cada mancha sospechosa de ser una mariposa. Lo mismo hizo nuestra mejor computadora, sin resultado.
     Otro grupo de asistentes chequeaba las transcripciones de las preguntas buscando la palabra mariposa o cualquier alusión a ella. El ruido de fondo fue amplificado, filtrado y escuchado atentamente para detectar las conversaciones que pudieran haber sido captadas por el agudísimo oído de Albert. Nada.
     El resto del equipo nos dedicamos a tratar de hallar el significado oculto de este último pensamiento del robot. No podíamos tomarlo literalmente, porque en la vida real las mariposas no le destruyen el cerebro a los robots de un cuarto de tonelada. Las mariposas no cargan misiles.
     Entretanto, Henry continuó escarbando en la calabaza. Recorrió a la inversa el camino de la destrucción para saber el lugar donde ésta comenzó. Salió de esta búsqueda con un resultado bien singular. La muerte de Albert era un suicidio. El mecanismo de autodestrucción implantado en su cerebro había desatado la catástrofe. Este mecanismo no tiene nada que ver con mariposas, claro. Se diseñó para ser usado en circunstancias extremas. En cualquier caso, el descubrimiento de Henry desplazó desagradablemente la atención hacia mi persona.
     Yo trabajo en el Cerebro, como seguro habrán adivinado. La calabaza —ese pedazo de decoración de Halloween— es en parte mi responsabilidad. Fui yo quien programó los sistemas de control, incluyendo la malhadada secuencia de autodestrucción. La insana decisión de Albert al suicidarse logró algo al parecer imposible: el odio de Calvin hacia mí se hizo más profundo. Él no lo decía, pero yo sé que pensaba que yo había saboteado el proyecto, y que había elegido esta forma de sabotaje en particular por la diferencia de criterios que nos divide desde hace meses. Creo que debo explicarme.
     Calvin tiene una creencia que es casi un teorema — los escritores de ciencia ficción modelan el futuro tecnológico con su obra. La demostración, a continuación. Los niños leen los trabajos de estos escritores, que quedan grabados en sus mentes gracias a la vívida imaginación de los muchachos. Luego comen sus espinacas y crecen para llegar a ser eventualmente científicos, o ingenieros. Una vez alcanzan esta envidiable condición tratan de materializar los sueños de su niñez. Los libros que leyeron en su infancia actúan como guía subliminal para su trabajo futuro. Los libros fueron hechos por los escritores de ciencia ficción. Son ellos los que guían el trabajo y los logros de las generaciones futuras. Hemos regresado a la tesis del teorema. Quod erat demostrandum. Si he de serles honesto, comparto esta opinión. Lo que es justo lo es no importa quien lo defienda. Pero Calvin ha ido más allá de una simple creencia. El está aplicando este criterio activamente.
     Permítanme contarlo como un cuento de hadas. Había una vez, hace mucho tiempo, en un país muy lejano —disculpen, en este país—, un escritor de ciencia ficción de nombre Isaac Asimov, muy listo y prolífico. Este hombre escribió cientos de novelas, ensayos y cuentos a lo largo de su fecunda vida. Yo he leído algunos y no están del todo mal para alguien que vivió en el amanecer de la era tecnológica. Hasta llegó a predecir la creación de los robots positrónicos en un momento en que la antimateria era pura teoría. También inventó un conjunto de reglas, llamadas por él las cuatro leyes de la robótica, para gobernar el comportamiento de dichos robots en sus libros. Estas reglas, según yo las recuerdo, dicen:
     * Regla tres: el robot debe proteger su integridad física, a no ser que ello contradiga la regla dos.
     * Regla dos: el robot debe obedecer cualquier orden que reciba de una persona, a no ser que al hacerlo contradiga la regla uno.
     * Regla uno: el robot no debe dañar a las personas, ni permitir con su inacción que las personas sufran daño, a no ser que ello contradiga la regla cero.
     * Regla cero: el robot no debe dañar a la humanidad, ni permitir con su inacción que la humanidad sufra daño.
     Las leyes —no puedo negarlo— están muy bien. Todo es muy lindo en la ficción. Uno puede ajustar las cosas en la ficción para que se adapten a sus deseos. Otra cosa es traer algo de la ficción a la vida real y esperar que funcione igual de bien. Sin embargo, Calvin lo ha hecho. Las cuatro leyes de Asimov controlan a Albert; o lo controlaban, pobre tipo. Este absurdo es el terreno de nuestra controversia. Yo tengo un motivo adicional para estar en contra de las leyes: tuve que programarlas y fue endiabladamente difícil. Soy imprescindible para Calvin precisamente porque pude programarlas; tengo que agradecerles eso, aunque me dieron muchos dolores de cabeza. En el laboratorio hasta los auxiliares de limpieza conocen esta polémica entre nosotros. Por eso no es de extrañar la reacción de la gente cuando llegué esta mañana a la oficina de Calvin.
     Estaban tirados en desorden sobre los muebles del salón de espera, como los restos de un ejército derrotado. Yo les miré desde el umbral y dije: —Creo que encontré el problema—. Levantaron las cabezas uno a uno y algunas sonrisas vacilantes e incrédulas brotaron al azar. Yo correspondí con la mejor de mis sonrisas.
     Henry preguntó: —¿Cuál es el problema?
     —Tiene que ver con las malditas leyes —respondí, y todos salieron en estampida.
     
     

¿Ustedes dos van a tener una pelea? —preguntó Linda. Ella no huyó con los demás; no pudo hacerlo porque es la secretaria de Calvin.
     —Linda, ¿por quién me tomas? —dije yo cándidamente—. ¿Soy acaso problemático?
     —Sí, querido, lo eres. Además, alguien está muy molesto hoy y tu presencia no le hará más feliz. —Linda tiene un arreglo con (ya saben quien) y le defiende a brazo partido. Eso es de conocimiento público—. Si vas a discutir sobre las leyes, mejor te marchas.
     —Linda, ¿por qué no entras ahí y le preguntas si podemos tener una pequeña conversación?
     —¿Estás seguro?
     —Completamente.
     —¿Por qué yo, Mike? —Mi nombre es Michael. Michael Díaz—. Sabes, en los tiempos antiguos acostumbraban decapitar a los portadores de malas noticias.
     —Las costumbres han cambiado, querida.
     —No estés tan seguro. Está muy, muy disgustado. —Yo guardé silencio. Ella movió la cabeza con compasión—. Problema tuyo, supongo. Veré que puedo hacer. Espera aquí, querido.
     Cinco segundos después... ¿Dije cinco segundos? Medio segundo después la bestia salió de su cueva, rugiendo.
     —¡Fuera de aquí! ¡Ahora mismo!
     —Doctor...
     —¡Fuera! ¡Desaparece!
     —Déjeme explicarle...
     —¡No voy a discutir contigo! ¡Fuera!
     —Está bien. —Me volví hacia la puerta—. Me voy, pero nunca sabrá por qué el cerebro de Albert está destruido.
     —¡Alto! —El me odia pero sabe que soy su mejor programador; me necesita—. Puedo hablar contigo, Michael, pero no de las leyes. No de nuevo.
     —Lo siento, pero tendremos que hablar de ellas. Las leyes están estrechamente relacionadas con el fallo de Albert. La penalidad por cualquier violación de las leyes cero y uno es la autodestrucción. La conexión es evidente.
     —Y yo pienso que las leyes no son el problema, sino la implementación de las mismas. Mejor revisa tus programas, que deben tener errores. Ahora, si prometes no tocar el tema, podría darte la oportunidad de una conversación.
     —Olvídelo. Usted pierde la perspectiva. Soy yo quien le da una oportunidad.
     —¡Por Dios, estoy harto de esto!
     —Hagamos un trato, ¿sí? Estos son los términos. Yo le diré cuál es a mi juicio el problema. Usted no interrumpirá mi explicación hasta que termine. Eso tiene que jurarlo. Y si no logro impresionarlo, no tocaré el tema otra vez en mi vida. ¿Qué le parece? ¿Hacemos el trato?
     Él me miró apreciativamente y asintió.
     —Tiene que jurar.
     —¿Qué? Oh, sí, seguro. Juro no interrumpirte, lo juro. Tienes tu trato. —Yo iba a hablar, pero él negó—. No aquí. Adentro.
     Abrió su oficina, entramos, y el cerró la puerta detrás de nosotros. No se admiten testigos.
     —Siéntate, por favor. —Me mostró una butaca y él se sentó tras el buró.
     Yo también me senté y pregunté: —¿Puedo comenzar?
     —Sí, por favor. —Se puso la máscara te estoy prestando mucha atención.
     —Primero, un robot regido por las cuatro leyes no puede existir más allá de unos pocos minutos —afirmé.
     —¿De veras? ¿Por qué?
     —Porque un robot positrónico puede analizar millones de relaciones causa-efecto por segundo y no le llevará mucho tiempo comprender la necesidad de su autodestrucción.
     —¡Basura! ¡Si esperas que crea ese absurdo estás muy equivocado! —dijo—. Lo que tenemos entre manos es una crisis temporal. Tarde o temprano hallaremos la solución y seguiremos adelante. No necesitamos tus ideas paranoicas.
     —Usted juró, ¿recuerda?
     —Sí, no te preocupes. Un trato es un trato. Puedes hablar todo el día si quieres. Siendo como es el último día...
     —Veremos. ¿Ha leído usted sobre la máquina del tiempo?
     —¿Sobre qué?
     —Máquina del tiempo.
     —Más basura. Más sueños. La máquina del tiempo, el mayor de los sueños. —Pero estaba intrigado.
     —Sólo me interesa la lógica de la máquina del tiempo —dije—. Escuche esto. Usted es pragmático, ¿verdad? Usted es un seguidor del pragmatismo, una escuela filosófica creada por un William James, que afirma que una acción es correcta si tiene resultados prácticos.— Él no dijo nada. —Suponga por un momento que usted tiene una máquina del tiempo. Suponga que usted viaja al siglo XIX, y que mata a William James. Si hace eso, es posible que el pragmatismo nunca sea creado, ¿no le parece?
     —Quizá —concedió.
     —Muy probable. Ahora, que si su deseo es arruinar la creación del pragmatismo tendría otras opciones. Podría matar a la madre de William James antes del nacimiento de éste. O al padre. Si quiere ser más sofisticado, podría evitar que se conocieran. Por ejemplo, si usted sabe que ellos, madre y padre, se conocieron en la calle en determinado día del pasado, usted podría viajar a ese día particular y evitar el encuentro por todos los medios. Todo lo que tiene que hacer es cortar la cadena de eventos que condujeron al nacimiento de James, y hasta la cosa más ridícula puede ser apropiada. La muerte de un gato, una piel de banana bajo el pie indicado, cualquier cosa. Y mientras más lejos viaje en el pasado mayores se hacen sus posibilidades, porque el número de eslabones de la cadena crece exponencialmente. Podría aplicar el mismo procedimiento a los abuelos de James, cuatro, o a sus bisabuelos, ocho, y así sucesivamente. ¿Hasta aquí me sigue?
     —Son un montón de suposiciones, pero me mantengo al corriente. Continúa.
     —Aha. Crecimiento exponencial, ya sabe como es. Si usted viaja un millón de años al pasado, tendría trillones de posibilidades para obtener su deseo: la muerte del pragmatismo. La mejor sería abortar el desarrollo de la raza humana. Eso sería radical y efectivo, y usted dispondría de miles de vías para lograrlo. ¿Aún conmigo?
     —Sí. Debo confesar que estoy fascinado, pero no veo la relación con nosotros.
     —En un minuto. ¿Qué tenemos hasta ahora? Un pequeño incidente en el pasado lejano puede tener un tremendo impacto en la realidad de hoy día. Este efecto tiene nombre. Se llama efecto mariposa. —Calvin dio un salto pero yo moví las manos para detenerlo—. El enunciado dice: si usted mata una mariposa un millón de años en el pasado podría cambiar el presente completamente. Ahí tiene la relación que quería.
     —¡¿Qué relación?! ¡No entiendo una maldita cosa fuera de esa palabra, mariposa! ¡¿Qué tiene que ver mi robot con máquinas del tiempo?! ¡El efecto mariposa es pura retórica, pura mierda, y perdón por el francés! Nadie puede cambiar el pasado. El pasado está hecho y nadie puede evitarlo. ¡Tú estás, tú estás —buscó furiosamente la palabra adecuada—, tú estás manipulando la palabra mariposa para volverme loco con tus ideas!
     —Yo no quiero volverle loco. No he presentado ninguna idea. Estoy haciendo suposiciones. De hecho, estoy cien por ciento de acuerdo con usted. Albert no tiene nada que ver con máquinas del tiempo. Las máquinas del tiempo no existen. El pasado, pasado es, y en mi humilde opinión no puede cambiarse. —Hice una pausa—. Pero el futuro es otra cosa. Estamos determinando el futuro con nuestras acciones. Estamos estableciendo la cadena de eventos que nos llevarán a un futuro en particular. Estamos forjando sus eslabones ahora mismo. El futuro es incierto, y ese hecho mató a Albert.
     —Mariposa. Futuro. ¿Qué has estado haciendo estas semanas? ¿Llenando crucigramas con las últimas palabras de Albert?
     —Usted no comprende, ¿verdad? El curso que el universo tomará está siendo escogido en este mismo momento. Somos nosotros quienes escogemos; usted, yo, todos. Sostenemos en nuestras manos el timón de esta nave llamada Tierra y el rumbo que tome depende de nuestra decisión. —Yo quería grabar la idea en su cabeza—. Estamos determinando todo el futuro, desde el próximo minuto hasta los distantes milenios; lo hacemos ahora mismo. No puedo predecir qué futuro será ese. No tengo el don de la profecía. Sin embargo, hay algo que puedo predecir sin necesidad de ningún don. Cualquiera sea el camino que escojamos, habrán seres humanos que morirán a lo largo de la ruta, simplemente porque la gente tiene que morir; no pueden vivir para siempre.
     Vi una luz en sus ojos. Supe que él estaba en la pista ahora, pero continué.
     —Toda acción que hagamos hoy, hasta matar una mariposa, selecciona un futuro de la colección de todos los futuros posibles; y habrán personas que morirán en ese futuro. Y lo peor es que la muerte de muchas de esas personas será acelerada por nuestra selección. Personas que habrían vivido mucho más tiempo en otro futuro, morirán más rápido en el futuro por nosotros escogido. Nuestras acciones son los eslabones que conducen a su muerte. Es algo que no podemos evitar. Albert comprendió esto momentos antes de su muerte. Alguien le preguntó cuál sería su influencia en el futuro de los hombres. Él comprendió que sus acciones estaban matando seres humanos en ese futuro; que su mera existencia era un factor importante en la selección de ese futuro, y por ende, en esas muertes. Se sintió impotente para detener esta, digamos, matanza en potencia, y decidió aplicar la primera ley. Puede que incluso haya aplicado la ley cero, al encontrar que su existencia podía ser una amenaza potencial para la existencia de la humanidad entera.
     Calvin estaba aterrorizado.
     —Le pondré un ejemplo. Hace tiempo, durante la primera revolución industrial, alguien inventó las máquinas de vapor. Pronto estas máquinas desplazaron de sus empleos en las fábricas a miles de obreros. La mayoría de esos nuevos desempleados se las arreglaron para encontrar otro trabajo y siguieron adelante. Una minoría, los débiles, los ancianos, no pudieron sobrevivir al desempleo y murieron de hambre y frío en los inviernos siguientes. O se suicidaron, desesperados por su situación. Pregúntese usted mismo esto. Si las máquinas de vapor hubieran estado gobernadas por las cuatro leyes, ¿no hubieran estado forzadas a autodestruirse? ¿No eran ellas las responsables indirectas de la muerte de esas pobres gentes? Y eso fue un efecto a corto plazo. El efecto a largo plazo de los robots positrónicos es impredecible. Podría hallarse la manera de usarlos en una guerra que destruyera la humanidad. Podrían a la larga ser más dañinos que beneficiosos. ¿Quién podría saberlo con seguridad?
     Calvin levantó la mano tímidamente, como un escolar pidiendo permiso para hablar. Tan abatido estaba.
     —Tu razonamiento tiene un fallo. Como bien dices, cualquiera sea el camino escogido morirán personas. También morirán personas ahora que Albert no está, y algunas de ellas morirán más rápido precisamente porque Albert no está. No hay diferencia entre una situación y la otra. Él no tenía por qué suicidarse.
     —Estoy seguro de que Albert pensó lo mismo. Pero él no tenía libertad de elección. Una vez establecido el hecho de que su existencia podía ser una amenaza, siquiera potencial, él no podía evitar suicidarse. Para él las leyes si eran verdaderamente inapelables. No tenía opciones. ¿Qué puedo decir? Se portó como un valiente.
     Calvin repitió esta suerte de epitafio lentamente. No ha vuelto a hablar. Está sentado al buró con la cabeza entre las manos y masculla palabras que no alcanzo a oír. Él sabe que está obligado a buscar una solución, y no dudo que la encontrará. Espero que no se vea obligado a parir un nuevo conjunto de leyes, porque a pesar de que es inteligente, no es un Asimov. Mientras, yo disfruto de su oficina, pienso en el tiempo cronológico, y pienso: si aceptamos que una muerte dictada por las leyes es una ejecución, ¿podemos decir entonces que Albert murió ejecutado?


Axxón 109 - Diciembre de 2001