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Ficciones

EL ARCHIVISTA
Víctor Conde

1.- ASÍ EN LA TIERRA...

Granada cayó envuelta en llamas, una tarde en que lucía el sol y la perfumada brisa que resbalaba por las colinas refrescaba los campos en flor.
     El cielo era muy azul, y los cúmulos de nubes bajas, blancas y desperdigadas, presagiaban buen tiempo para las cosechas. El viento mecía el manto de hierba de los valles y arrastraba consigo los gritos de los soldados, llenando el aire de rabiosas órdenes y lamentos ahogados.
     El erudito franciscano Augusto Cebrián se ocultaba tras un carro de frutas volcado, protegiéndose el rostro de una nube de ceniza que flotaba sobre la calle. A su alrededor corrían hombres enfundados en babestas y cotas de malla, persiguiendo a los árabes que trataban de escapar de la urbe por las grietas abiertas en la muralla durante el ataque. Alzando las manos en súplica por la rendición, gritaban las únicas palabras que habían retenido del idioma del enemigo, alto, cerdos y por la gloria de Cristo.
     Nadie molestaba al padre Cebrián, ni atacante ni defensor. Sus hábitos de monje y sus rasgos cristianos eran un pasaporte más que válido para que nadie de entre los españoles cuestionara su presencia. Los musulmanes estaban demasiado ocupados intentando huir de la ciudad o defendiendo los templos que aún conservaban la media luna mozárabe erguida solemnemente sobre sus tejados. La mayoría de estos símbolos estaban siendo derribados en aquellos momentos por escuadras de soldados cristianos enfebrecidos. Cerca de donde él se encontraba, un soldado árabe de piel muy oscura gritaba condenas en su lengua a los albañiles que abatían estruendosamente un minarete sobre la calle.
     —¡Padre Augusto!
     El monje se volvió para ver quién le gritaba. Tras una nube de polvo, una figura ataviada con ropajes cortesanos se recortaba en el umbral del templo asaltado.
     —¡Venga por aquí, corra!
     El franciscano salvó de unas zancadas el espacio hasta la puerta, recogiéndose la sotana como una dama en apuros. El rostro familiar de su amigo y discípulo, el conde Adalberto Zamoray, le saludó tras una capa de suciedad y dientes oscuros.
     —No debería andar sólo por las calles, padre. La ciudad aún no es segura.
     —¿No está siendo conquistada? —resopló Augusto, respirando el aire de la estancia que conducía a la base del mihrab, la torre desde donde se llamaba a la oración. Alguien había matado un cochino cerca.
     —El combate ha rebasado la muralla más externa, eso es todo. Nuestras tropas se acantonan en los edificios en lugar de en tiendas de campaña, pero los barrios centrales siguen siendo territorio musulmán.
     —Oh —Augusto secó su frente y siguió a su amigo, a quien tantas veces había oído en confesión.
     La mezquita estaba construida como un enorme paralelogramo alrededor de un jardín central surcado de jardines y fuentes alicatadas. El alminar lo protegía con las resistentes piedras del muro de la quibla, que apuntaba siempre a la Meca, desde cuyos minaretes orinaban algunos soldados sobre la calle. La columnata que escoltaba sus pasos a través del haram central destilaba tal belleza y delicado sentido del equilibrio que el padre Augusto sintió verdadera tristeza ante su pronto derribo.
     Pero lo que verdaderamente constituía el centro de su atención esperaba unos metros más allá, dentro del alto minarete de los Escribas. Augusto sintió llegar la tensión a medida que sus pasos le acercaban al alcázar de la Biblioteca.
     —Este es el patio interior de las cuatro fuentes —instruyó el conde, como si el magnífico paisaje cuajado de arabescos invitase a recorrerlo— El cuestor de la Reina pretende usarlo como centro de cambalache cuando haya que pagar a los mercenarios.
     —¿No van a aportar los fondos del Tesoro Real?
     —¿Para gastarlos en esta chusma? —Adalberto lanzó un bufido—. Ni hablar. Esto se financia con dinero judío. Además, dejaremos que saqueen la ciudad a su gusto y luego haremos un recuento de lo que se llevan. Con eso ya se pueden considerar suficientemente pagados. ¿Cuándo vas a empezar tu trabajo?
     —Cuando llegue el cuestor —el monje se frotó los ojos con el envés de la túnica. Los incendios se los llenaban de lágrimas—. Yo sólo soy un escriba de la orden de la regular observancia; no tengo autoridad para hacer ningún recuento de bienes sin que...
     Un ruido sordo, como si un montón de muebles hubiesen sido lanzados sobre la calle, les distrajo. Un sargento de turba les hizo señales desde la entrada del recinto, vocalizando grotescamente un mensaje en sus cuarteados labios. Adalberto asintió, y cogió a su amigo por el brazo.
     —Tengo que irme. Han encontrado un refugio musulmán en un edificio cercano.
     —¿Y qué hago yo? —preguntó Augusto, aterrorizado. No le agradaba lo más mínimo la idea de quedarse solo en aquel infierno.
     —Espera aquí, este lugar es seguro. No salgas a la calle hasta que yo te llame, ¿de acuerdo? Esos cerdos fanáticos están esperando a ver una túnica para sacar sus cuchillos.
     —¡Pero eso no es lo que...!
     Augusto vio cómo su amigo desaparecía corriendo por el pasillo que atravesaba perpendicularmente la columnata del haram. Unos soldados le esperaban al fondo, las espadas desenvainadas reclamando sangre.
     El franciscano iba a seguirle cuando un movimiento teñido de rojo llamó su atención a su derecha: era un hombre vestido con atuendos infieles, que cargaba una antorcha y se adentraba corriendo en el alcázar.
     Un pensamiento veloz cruzó su mente: aún había musulmanes en la Biblioteca, no los habían expulsado a todos. Y de seguro preferirían quemar todos los documentos antes que otorgárselos a manos cristianas.
     Miró una última vez hacia la salida, al estrecho pasillo que conducía a la calle. Al otro extremo aguardaban todavía los soldados. Ellos le protegerían cuando todo empezara a derrumbarse, pero...
     Se volvió hacia la entrada del alcázar. Algo en su interior le gritó que no lo hiciera, que no fuera loco, pero Augusto no escuchaba. Con los cercanos gritos de los soldados que corrían de un lado para otro y la sangre acumulándose en sus mejillas, echó a correr hacia el portal. Al otro lado nacía una escalera. Augusto se lanzó a devorar peldaños, remangándose la sotana, en busca de la célebre galería de los papiros, verdadero corazón del edificio.
     Tras doblar un esquina, lanzó un grito y se cubrió la cabeza con las manos, como esperando la muerte: se había encontrado de bruces con un soldado musulmán que, espada en ristre, bajaba corriendo las escaleras.
     El franciscano se lamentó de no haber tenido tiempo de administrarse a sí mismo los últimos sacramentos, aunque estaba prohibido por las leyes de la Iglesia, y se dispuso a sentir el alfanje del moro separándole las costillas. Pero no ocurrió. El hombre, de piel oscura y ojos extrañamente azules, pasó a su lado apartándose todo lo que pudo, sin apartar la vista de sus temblorosas piernas. Augusto rozó las grebas de su armadura con su cadera y le vio desaparecer escaleras abajo, jadeando.
     Sin pensar, el franciscano acabó de subir la escalera y llegó al salón principal de consulta. Estaba lleno de pergaminos y libros encuadernados en piel de cabra que cubrían las paredes en estanterías de muchos niveles. Augusto contuvo la respiración, contemplando algo que la Cristiandad tardaría milenios en construir.
     Abrió muchos los brazos y recogió todos los pergaminos que podía cargar sin caerse. El peso de los cilindros protectores de madera y las colecciones de documentos encuadernados temblaron a punto de caerse mientras subía las escaleras, rumbo a la torre más alta. Desde los pasillos llegaban los gritos animales de los soldados, cristianos y musulmanes, ambos igual de sucios y sedientos de sangre, ambos dispuestos a quemar el edificio y todo su contenido a favor de sus ideales religiosos y políticos.
     Se los imaginó destrozando estanterías, arrojando incunables a la hoguera sólo porque estaban escritos en un idioma que no entendían (si hubieran estado escritos en su propia lengua tampoco los habrían podido leer, ya que la inmensa mayoría de los cruzados eran pastores analfabetos armados con espadas de hierro oxidado). El monje los maldijo a todos mientras trastabillaba escaleras arriba, sosteniendo los pergaminos hasta con los dientes.
     Llegó a una puerta con arco, desvencijada y manchada por cagadas de palomas. La abrió de un empellón y la flama del fuego le golpeó en la cara. El edificio estaba ardiendo. Desde la atalaya donde se encontraba, una de las más altas de la ciudad, se dominaban los barrios exteriores de la ciudad envueltos en nubes de humo negro y llamas. Oía los gritos y veía a la gente huyendo sin orden por las calles. Del propio edificio de la biblioteca surgían flamas por las saeteras que se abrían paso hacia los niveles superiores, calcinando todo lo que encontraban a su paso.
     Augusto tosió y dejó caer parte de su tesoro. Trato de hacer un rápido inventario de lo que llevaba, en un desesperado esfuerzo por salvar sólo lo imprescindible, alguna obra definitiva del pensamiento que tal vez hubiera caído en sus manos en esos minutos de locura. Empezaba a traducir los elegantes trazos de la caligrafía de los abasíes cuando oyó que alguien le estaba llamando:
     —¡Augusto! ¡Augusto, aquí!
     El monje se asomó vacilante por el borde del alcázar, mirando hacia la calle. Allí, en medio del caos y pisando charcos de sangre, un numeroso grupo de soldados y clérigos se esforzaba por exorcizar el edificio de piedra y arrojar a su interior teas en llamas. El conde Adalberto Zamoray trataba de hacerse un hueco en la vorágine agitando los brazos y gritando su nombre.
     —¡Alberto! —respondió el franciscano, sonriendo al ver a su amigo—. ¡Tienes que detenerles, están quemando los papiros!
     —¡Augusto, baja de ahí! ¡Va a arder todo el edificio! —gritó el conde, haciendo aspavientos. Los soldados, sonriendo como posesos, pintaban cruces en las paredes y sobre las hojas que arrancaban de los incunables arrojados por las ventanas con sangre de cordero.
     El franciscano sacudió la cabeza.
     —¡No puedo abandonar estas obras de arte, alguien debe quedarse para impedir que las quemen!
     —¡Baja de ahí o te matarán, no importa si eres un monje o no! ¡Sal de la torre enseguida!
     Pero él ya había tomado su decisión. Despidiéndose de su amigo con un triste ademán, se arrastró de nuevo hacia el interior del alcázar. Las alturas le ponían enfermo.
     Los soldados escalaron plantas arrasándolo todo a su paso. El hollín que escapaba por las saeteras de los últimos niveles sabía a matemáticas, a geografía, a letras irrepetibles sublimadas en el viento. Le pareció ver figuras en el humo, ángulos geométricos y secretos algebraicos que no volverían a ser descubiertos.
     Llorando amargamente, Augusto sintió llegar a los soldados. Escuchó sus pasos golpear como martillos en entarimados silenciosos y el destructor golpe de sus espadas astillando las mesas de lectura para formar hogueras.
     Y se puso en pie. Recogiendo la mayor cantidad de papiros que pudo del suelo, se aproximó a la baranda. Un soplo de ceniza ardiente le clavó agujas de calor en el rostro. Muy abajo esperaba el suelo recubierto de piedras hexagonales y una procesión de mendicantes con sus alabardas sosteniendo cruces de madera alzadas hacia el cielo.
     El vaivén cadencioso de las cruces era hipnótico, y llenaba su mente de obligaciones y promesas. Debía bajar ahí, administrar los últimos sacramentos a los heridos en la contienda, atender a sus deberes como soldado de Cristo. El cuestor de la Reina le había mandado venir expresamente desde la capital para que lo auxiliara en su trabajo administrativo, no para que perdiera el tiempo protegiendo letras impuras...
     Pero no podía; no, mientras aquellos brutos sin cerebro quemaran los libros, mientras conjuraran con fuerza el nombre del Altísimo al atravesar con las lanzas las cabezas de los niños. El dilema interior era tan fuerte que sintió crujir sus mandíbulas de la fuerza con que las apretaba.
     Y entonces sintió el aliento de algo grande y extraño, exhalado justo sobre sus ojos.
     Abrió los ojos, y vio un ángel, flotando sin esfuerzo por encima del incendio. Sus ojos sin pupilas miraban ciegos hacia el horizonte, las manos con dedos hechos de cera permanecían juntas en posición suplicante. Dos gárgolas con los caños de sus bocas dirigidos hacia el suelo expulsaban vaharadas de gases a mucha presión. Manecillas y números romanos encerrados en burbujas de cristal oscilaban marcando ignotas conclusiones en puntos clave de su aerodinámica. El ángel emitía un rugido innatural al expulsar los gases de sus divinas tripas, como si su vientre albergara furiosas hogueras celestiales.
     Al borde de la inconsciencia, lo último que el padre Augusto vio de Granada fue la imagen de la Biblioteca que ardía y se alejaba bajo sus pies a gran velocidad, mientras el ángel abría descomunalmente su boca y se lo tragaba de un bocado.

2.- ...COMO EN EL CIELO

En la madrugada del veintitrés de abril de 1491, el padre Augusto Cebrián subió a los Cielos.
     No fue exactamente como él lo habría imaginado: Acurrucado y temblando de frío en las entrañas de un ángel a vapor, hacía tiempo que se le había acabado el miedo, y ahora sólo le quedaba una insana pero reconfortante curiosidad. Allí sentado, en la penumbra, se preguntaba a qué clase de purgatorio irían las almas de los hombres que habían desdeñado a Dios por un montón de libros.
     El ángel estaba frío, muy frío. Su matriz era un recinto extraño, lleno de formas irreconocibles y amenazadores aparatos que parecían moverse por sí mismos, sin fuerza animal que los impulsara. El sonido y el olor eran irreales, industriales, tan extraños como aquellos colores apagados que lustraban las paredes. Las junturas de su piel remachada estaban surcadas por infinidad de pequeñas tuberías por las que circulaban gases a alta presión, con fisuras en algunos puntos que dejaban escapar de vez en cuando chorros de aire caliente. Pese a esta improvisada calefacción, los dientes del padre Augusto todavía tamborileaban al ritmo de la lenta letanía del padrenuestro.
     Había sentido una presión muy grande en los primeros momentos del viaje, como si el Cielo estuviera muy lejos y fuera necesario viajar a enormes velocidades para alcanzarlo. ¿Tan lejos estaba Dios de los hombres? ¿Estaba muerto él, o sólo se trataba de una prueba? ¿O de una Revelación?
     La extraña maquinaria lo ocupaba casi todo, pero aún restaba un pequeño espacio entre el corazón de metal y la piel del pecho blindado. Augusto descubrió que podía levantarse y estirar un poco las piernas. Al principio fue reacio a moverse, a respirar siquiera por temor a la falta, pero sus temores se fueron apaciguando con el incremento del dolor en las articulaciones.
     Sus rodillas agradecieron el movimiento. La estructura del andamiaje no era mucho más alta que él; tuvo que agacharse para encajar en el armazón que sostenía la cabeza de cerámica. Una red de alambres y remaches unían el cuerpo hueco del querubín alado a los tensores y contrafuertes de las alas, agitándolas con parsimonia arriba y abajo.
     Perdió peso. Con un acceso de pánico, Augusto se agarró fuertemente a las tuberías que tenía más cerca. Su mente trató por todos los medios de buscar una explicación al extraño fenómeno, sin conseguirlo. Lo único tras lo que pudo refugiarse fue una alegoría religiosa: profetas subiendo a las alturas y volando como los Santos, libres de las cadenas que en vida los ataban al suelo terrestre.
     Presa de un fervor católico renacido, el padre Cebrián se impulsó hacia arriba (chocando contra los soportes del mascarón), y miró a través de los ojos cristalinos del ángel. Su mente estaba preparada para paisajes idílicos, para ejércitos de querubines cantando al son de arpas de luz; caminos excavados en océanos alimentados por ríos de sangre, lenguas de fuego aureolando bosques de zarzas ardientes, y millones de almas de cristianos y musulmanes convertidos rodeando con sus brazos los pilares de la sagrada Jerusalén celestial.
     Lo que vio fue mucho más increíble que todo eso.
     A través de aquellos ojos diáfanos como el cristal más puro alcanzó ver una gigantesca esfera azul y blanca, flotando en la noche a una indefinida distancia bajo sus pies. Grandes manchas marrones y grises se escondían bajo las pinceladas plateadas de inmensos mares de nubes. Distinguió océanos marcando sus fronteras de espuma contra costas que nadie cartografió jamás, ríos y mares uniendo sus cimbreados dedos formando un enorme arabesco asimétrico, que dibujaba sus contornos a través de ciudades y países, de valles y montañas.
     Era su mundo. Un mundo de caos y muerte y piras de libros quemados.
     Pero había algo más, lo que parecía su destino en medio de la inmensidad: Una enorme catedral varada en la noche sin cimientos que atasen sus muros a la Tierra. Flotaba majestuosa con sus picos y minaretes apuntando siempre hacia fuera, a las estrellas, riéndose descaradamente de la divina Palabra que obligaba a todas las criaturas a caer hacia el mundo.
     El padre Augusto contuvo el aliento, mientras se preguntaba si estaría viendo la auténtica Ciudad Santa. Allí, sin embargo, no había símbolos religiosos, ni figuras de santos talladas en piedra sobre sus inmensos portales. Era una catedral, pero Augusto no supo discernir a quién o a qué estaba dedicada.
     Aquello fue demasiado para él. Cuando trató de arrodillarse para elevar un salmo a las alturas, tropezó tontamente con una tubería y cayó de su baluarte hasta dar con el frío suelo que le esperaba debajo.
     Augusto despertó despacio, remolonamente. Le dolía la sien, y allí donde se tocó encontró costras de sangre cuarteada. Un latigazo de dolor despejó de golpe su cerebro. Se había caído, eso lo recordaba. Y por lo visto se había golpeado. Pero había sido... ¿cuánto hacía de eso?
     Se obligó a examinar el lugar.
     Se encontraba en el interior de un gigantesco hemiciclo hueco lleno de cosas tan extrañas que carecían de palabras que las describieran. Una vez, muchos años atrás, un estudioso de Salamanca le había confesado que había inventado el vocablo "kinesto" para designar a las construcciones capaces de movimiento propio e independiente, como la compleja maquinaria que se escondía dentro de los molinos y que se movía por la presión del agua del río.
     Augusto vio cientos, no, miles de kinestos trabajando en perfecta sincronización por todo el recinto. Eran máquinas feas e incomprensibles, con multitud de patas y orificios por los que expulsaban gases parecidos a los del ángel. Todos se afanaban en prensar segmentos aislados de un interminable y luenguísimo río de papel increíblemente blanco (Augusto no había visto decoloración igual en su vida), y escribir signos sobre él; un ruidoso ambiente como de miles de patitas de insecto machacando a la vez la tinta con la forma de sus asimétricas articulaciones.
     El monje sintió un temor reverencial cuando se acercó a una montaña de decenas de metros de altura de ese papel sucio de palabras (la palabra "impreso" aún le resultaba extraña), y sintió que estaba contemplando la letra de Dios: escritura cuneiforme, orientación vertical, icomorfos.
     Se giró de golpe para ver quién se le acercaba nada más escuchar sus tímidos pasos. El hombre dejó de respirar unos segundos mientras el ser antropomórfico, cubierto por cerrados ropones de cuero y con una máscara de cera sobre el rostro, se colocaba a su lado con las manos entrelazadas en un gesto amable.
     —Kgz... —logró articular Augusto, una vez encontró la lengua. El emisario divino inclinó la cabeza en saludo, y dijo con voz hermosa y masculina:
     —Bienvenido, Padre. Esta es su casa. ¿Se encuentra bien?
     —Ght.
     —Entiendo todas las lenguas, sí. Venga por aquí. Siéntese.
     El ser guió al franciscano hasta un extremo de la sala y le ayudó a recostarse sobre un saliente de la pared a modo de improvisado triclinium.
     —¿Do... dónde estoy? —preguntó Augusto, y escuchó a sus palabras rebotar en ángulos absurdos contra las paredes.
     —Esta es la gran Biblioteca Central, y yo su Archivista. Lamento lo que ha ocurrido.
     —¿Lo ocurrido?
     El ser asintió.
     —El Nuncio equivocó su lógica y consideró que usted era uno de los nuestros. Por eso le rescató. Lamento decirlo, pero según nuestros datos usted debería haber muerto en aquel incendio.
     —Oh.
     —Pero no se preocupe, creo que eso es una buena noticia. Usted se salva, escribe sus memorias, viaja a Roma y eso desemboca en... —pareció perderse en sus pensamientos a la caza de un dato—. Ajá, aquí está: la primera novella factiis íbera, datada dentro de diez años. La historia de un monje que vaga en sus sueños por la Ciudad Celestial y descubre que el Infierno cristiano se encuentra en sus sótanos. Fascinante. Nos la hubiéramos perdido de no ser por este ligero... error algebraico. De todas formas habrá que revisar los engranajes lógicos de todos los Nuncios, para que no se vuelva a repetir.
     —No... no entiendo. Todas estas letras, estos papiros interminables...
     —En la Biblioteca recogemos todas las obras del pensamiento humano y las archivamos por categorías, siguiendo un histórico que se remonta ya a varios millares de años —el Archivista hizo un gesto hacia una pared cubierta por pinturas de salvajes desnudos cazando enormes búfalos—. Tal vez más. Son el legado de la Humanidad. Bajamos a recoger los papiros de Granada antes de que el fuego consumiera para siempre sus secretos, como pasó en Alejandría.
     —Es... increíble. —Augusto recorrió con la vista las toneladas de pergamino, el incesante caudal que manaba en cascadas de celulosa desde ranuras sitas en la cúpula superior, y la legión de kinestos que bailaban sobre ellas, imprimiendo palabras crípticas con cada impacto de sus negruzcas patitas. Se santiguó sin darse cuenta—. ¿Cuántos tratados matemáticos hay? ¿Cuántos Evangelios no descubiertos? Dios Santo... ¿Qué hay aquí?
     El franciscano acarició con reverencia la montaña que tenía a su lado. El Archivista giró unos grados su máscara.
     —Eso pertenece al género en que usted se encuadrará dentro de unos años, el de la literatura de evasión.
     —¿De evasión? —dudó Augusto.
     —Viajes y aventuras, amor imposible y cuestionamiento de los cánones tradicionales. Especulación y romanticismo —explicó el ser. Augusto frunció el ceño.
     —¿Romanti... qué?
     —No trate de entenderlo. Digamos que son historias que no tienen nada que ver con cosas del mundo real... o espiritual.
     El franciscano miró con desconfianza a los papeles, captando un probable significado. De repente descubrió una parte que estaba en su idioma, en latín, y comenzó a leerla con avidez. Hablaba de extraños paisajes sitos en (según creyó entender) alguna lejana luminaria de esas que poblaban el cielo por la noche. La palabra clave del párrafo era "ingenio".
     ¿Hay... hay muchos de estos "ingenios" en el cielo? —se volvió hacia el Archivista con expresión de profundo desconcierto—. ¿Está el Paraíso formado por kinestos?
     El ser sacudió levemente su cabeza, aproximándose un paso al franciscano. Olía a la misma tinta que cubría los papiros.
     —Su error se basa en que lo que está leyendo no encierra ninguna revelación fundamental. Estas letras no forman compendios de verdades crípticas con motivos religiosos. Sólo son cuentos, sueños que alguien tuvo o tendrá y que transcribirá con el único afán de contar una historia y comunicar un sentimiento al que los lea. A veces es mejor dejar volar la imaginación y escribir sobre cosas que nunca fueron verdades.
     Augusto pensó en esas palabras, y se perdió tratando de encontrarles un sentido.
     —¿Escribir sobre cosas que jamás ocurrieron, sobre... mentiras?
     —Cuando la imaginación vuela libre no hay más mentiras que las que se dicen para causar mal o engaño. A través de la pluma puedes visualizar espejismos, cantar canciones, espolear una emoción para que sea más fuerte que el acero. Puedes hablar de cosas que no existen, admirar los logros de personas que jamás vivieron y hacer soñar despiertos a los hombres. Es algo que suena absurdo para tu época, pero con el tiempo verás que hasta las historias escritas sin ánimo de evangelizar o recriminar a nadie pueden esconder tesoros en sí mismas. Aún no estás preparado para leer lo que hay aquí escrito, Augusto, pero algún día lo estarás.
     El franciscano se rascó la frente.
     —¿Entonces por qué estoy aquí? Esto no es lógico, no tiene coherencia ninguna...
     El archivista sonrió.
     —Pues debe ser un sueño, ¿no?
     Augusto despertó en una colina rodeada de cadáveres y banderas rasgadas. Primero pensó que eran sus lamentos agónicos lo que oía entre ecos lejanos, pero luego distinguió las palabras, y supo que eran exclamaciones de victoria.
     Augusto se puso en pie y, renqueando, bajó de la colina, pisando por encima de los muertos. Vio un grupo de hombres que, entre rezos y canciones, celebraban un hito: Granada había caído. El perfil de la ciudad refulgía con fuegos sacrosantos al filo del amanecer. Un soldado le reconoció y pasó su brazo por encima de sus hombros, metiéndole el extremo de una bota de vino en la boca. No supo entender qué le decía entre babas y tosidos.
     El monje se fijó en la tea ardiente en que se había convertido el alcázar de la Biblioteca, visible desde la distancia como un dedo de fuego que apuntaba acusadoramente a los cielos, y cerró los ojos.
     Tardó seis meses en acabar su trabajo en la ciudad conquistada y volver a su monasterio. En cuanto tuvo tiempo para sentarse en su cátedra, escuchar la nona reverberando en las campanas y adueñarse de una pluma y unos cuantos pergaminos en blanco, sintió que era un hombre feliz. Aún se preguntaba por las noches si lo había soñado todo o no, pero no le importaba. El sutil perfume que manaba del tintero al borde de la mesa le mantenía despierto muchas horas después de que las celdas se cerrasen.
     A veces es mejor dejar volar la imaginación y escribir sobre cosas que nunca fueron verdades.
     
Sosteniendo la pluma a escasa distancia del papel, congelada en un pensamiento mientras una gota de tinta caía como un contundente punto y aparte sobre el pergamino, Augusto sintió llegar la primera idea.


Axxón 109 - Diciembre de 2001