Comé sandía

José Altamirano

Hay costumbres que no cambian por más que pase el tiempo y cinco o seis amargos antes de salir a laburar es una de ellas. "Te anestesian para que el cachetazo de la realidad duela menos", solía decir mi finado padre, a la madrugada, mientras se preparaba para ir a burrear su habitual jornada de doce horas en el frigorífico. Lástima grande que el viejo se me muriera justo el año en que llegaron los marcianos. Capaz que hoy lo tendría en un geriátrico con todos los chiches.

Mate y bizcochitos, rutina mañanera. Y el pequeño televisor de la cocina, a bajo volumen para no despertar a mi esposa, clavado en las noticias. Económicas y políticas, sobre todo. Las policiales son cada vez más raras, gracias a Dios. "Y a los marcianos, por supuesto", agrego para mí.

Como si mi pensamiento oficiara de invocación, aparece la figura del candidato a las internas abiertas generales, su rostro naufragando en un mar de micrófonos. La polémica del momento: ¿se debe modificar la constitución para permitir a un extraterrestre ser candidato a presidente del país? Otros ya lo han hecho y no les va mal. Apago el televisor, el tema no me interesa. Además, me considero un tipo pragmático; si tengo que votar a un marciano para que los años de malaria no vuelvan, lo hago y sin problema.

Un último mate y subo las escaleras hasta la terraza. Mis marcianos son patrones considerados, me permiten traer el tacho a casa al finalizar el día ahorrándome la ignominia de arrastrarme por el suelo. No es algo que hagan con todos los peones. Sólo con los de confianza.

El rocío es una lámina húmeda sobre la fina cubierta protectora. A la orden del control remoto, ésta se abre por la parte superior para retraerse en dos finas ranuras laterales, dejando así al descubierto una belleza todo aerodinamia y potencia.

Cumplo con el ritual diario de desearlo mío, aunque me consta que ningún chofer es, ni será jamás, su propio patrón; los marcianos son inflexibles en ese sentido. Me acomodo en el asiento tras los mandos, enciendo el compresor y le pido al ordenador un corredor de vuelo bajo. Me lo confirma al segundo, lo que significa que Control de Tráfico tiene las vías descongestionadas.

Natural, hoy es domingo. Despego en vertical, con la suavidad de una pluma arrastrada por el viento y lo pongo en automático. Revoleo una moneda mental para:

Cara: yirar un par de horas por la zona marciana a la pesca de domingueros con ganas de dar un paseo por alguna reservación africana o cataratas.

Seca: hacer huevo en la terminal; si engancho a un ejecutivo apurado para un viaje a las estaciones, salvo el día.

La mañana apunta linda y caldeada, de modo que la moneda cae cara. Volando bajo y a mínima, descapoto el tacho y tomo el primer solcito como un pashá.

La llamada en el tablero se enciende justo al pasar por encima de un tobogán de descenso. Giro bien cerrado y a poco estoy en tierra como un mortal cualquiera, pero soportado por un colchón de aire en lugar de gomas. Los "gusanos" me miran con la envidia de costumbre, aunque asienten el culo en el tapizado del último Mercedes.

El ordenador del taxi me lleva hasta el origen de la llamada, a las puertas de un lujoso edificio de departamentos. Dos marcianas me abordan. Madre e hija, me enteraría durante los treinta minutos de vuelo atmosférico hasta la provincia de Córdoba. Visitan a un pariente en Valle Hermoso, me informarían también. Se quedarán todo el día, por lo que no debo esperarlas. Simpáticas y educadas, muy amables como casi todos los marcianos que conozco y que son muchos, tantos, que constituyen el noventa por ciento de mis pasajeros. No les gusta viajar en automóvil, salvo para recorridos muy cortos. Además y obvio: ¿a quién sino a ellos la plata les sobra como para pagar lo que cuesta moverse en mi taxi?

Pagan con tarjeta y lo justo, sin propina. En esto las mujeres se parecen todas, sean de donde sean.

En Córdoba, el tiempo no está como en Buenos Aires. Nublado, pesado y con ganas de llover, así que pego la vuelta al momento. Haré huevo en la terminal, después de todo.

Como era de esperar, casi no hay cola en la terminal de transferencia. Apenas tres vehículos. Tampoco se detectan potenciales clientes en las inmediaciones, por lo que me dedico a huevear para pasar el rato. Charlo con los muchachos, me fumo el segundo Chesterfield de la mañana y le pego una franeleada a la carrocería. Un poco más allá, los tacheros "gusanos" hacen una cola aparte. No les damos bola y ellos nos retribuyen con más de lo mismo. Meros resentidos, gusanos obligados a arrastrarse por el asfalto y a detenerse en cuanto semáforo les tire una roja a la cara.

Menos de una hora de espera y la martingala soñada se da: el súbito y penetrante olor a ozono que de pronto impregna el ambiente indica que se ha efectuado una transferencia extrahoraria. A poco, las luces de llamada parpadean en los cuatro vehículos al mismo tiempo.

En fila, pasamos al lado de los "gusanos" que nos miran, verdes de envidia. Algunos silban a nuestro paso como llamando a un perro. Así nos dicen a los aerochoferes: "perros". Les hacemos cuernos con el índice y el meñique de la mano libre.

Nos detenemos frente a la puerta de cristal de la recepción, donde ya nos esperan los pasajeros: tres ejecutivos marcianos y una pareja terrestre. Como sucede siempre con tipos tan educados, el primer taxi es cedido a la pareja de nativos. "Lotería", digo para mis adentros mientras me apresuro a rodear el taxi y abrir manualmente la puerta para que entre mi marciano, que agradece la atención inclinando ceremoniosamente el torso, gesto que, por supuesto, retribuyo. Y guarda, que la obsecuencia para con los patrones del planeta no tiene nada que ver. Sucede que con ellos la propina es directamente proporcional al trato otorgado.

Saco el premio mayor: el pasajero indica Trafalgar, en el cinturón orbital de estaciones. Tecleo solicitud autorizando vuelo estratosférico y me apuntan tubo 21, en las Azores, y hasta allí, corredor intercontinental a una altitud de cinco mil.

No hablamos mucho en esa primera fase del vuelo. Como todos, mi marciano es cortés hasta la exasperación y no hablará más de lo necesario hasta estar seguro de si su charla me interesa de verdad o sólo trato de ser amable. Me dice, eso sí, su nombre. Pura cortesía; no espera ni por asomo que un chofer de taxi pueda repetir esa serie de sonidos que parece el ulular del viento entre los árboles. Le retribuyo con el mío y agrego que soy casado y vivo en Ezpeleta. El dato ofrecido voluntariamente es protocolar y se utiliza para romper el hielo entre los de su raza. Una ancha sonrisa le cruza el rostro y me pregunta por mi familia. A mi vez, me informo que es nativo de Xirgó, un planeta que orbita a Upsilon. Habla un castellano casi perfecto, con muy poco acento.

—¿Primer viaje a la Tierra? —pregunto.

—No. Trabajo aquí desde hace un par de años. En una planta de microprocesadores en Denver. Fui a Xirgó de vacaciones.

—Tengo entendido que su planeta es muy bonito. —Continuando con el protocolo.

—No tan bello como la Tierra. —Fin del protocolo.

No hablamos más hasta descender en el acceso al tubo 21 en las Azores. Mientras mi marciano muestra al encargado la autorización de ingreso a la estación, me apresuro a abonar el peaje en el cajero y ahorrarle así un trámite. Reconoce con un gesto la atención y toma nota de que adicionaré el importe en la cuenta.

Ingresamos al tubo y detengo el motor en medio del campo impulsor. En un instante somos lanzados hacia arriba a una velocidad increíble, pese a lo cual apenas si se experimenta la sensación de viajar en un ascensor rápido. No habrá nada que hacer durante la próxima media hora, por lo que me suelto el cinturón y giro hacia mi cliente.

—¿Le importa si fumo? —pregunto.

—No, por favor. Hágalo usted si lo desea.

Enciendo un cigarrillo y expelo el humo hacia el extractor. Mi cliente observa fascinado.

—Siempre me sorprenden los actos de autodestrucción en las criaturas inteligentes. —Al momento se da cuenta que ha dicho una inconveniencia y su rostro se enciende por la vergüenza.

—Perdón. Fui muy descortés, lo siento muchísimo.

—No hay problema —le aseguro.

—Sí, sí que hay. Estoy muy fastidiado, no quise decir eso.

Ha bajado la cabeza en acto de contrición. Pongo los ojos en blanco, me espera una larga sesión de disculpas y explicaciones.

—Es que no hablo muy bien su lengua. El inglés sí, pero castellano... hace una semana empecé con él, pero no llego a dominarlo todavía. Soy muy poco inteligente.

"¿Poco inteligente? ¡Qué hijo de puta!". Por supuesto, lo pienso, no lo digo. En cambio, le regalo la mejor de mis sonrisas para hacerle ver que todo está requetebien. Eso parece calmarlo algo.

—¿En verdad no está ofendido? Me siento muy mal.

No puedo evitar reír, esto ya es demasiado.

—Ustedes, los marcianos, son tan especiales...

—No somos marcianos, somos...

—Ya sé, ya sé... "marcianos" es la forma lunfa con que los llamamos aquí.

Levanta la cabeza, interesado.

—¿Lunfa? ¿Argot lugareño, quiere usted decir?

—Eso mismo.

—Nos desconcierta el uso del argot, existiendo un idioma. Es un apéndice que llevo conmigo para estudiarlo en la estación, durante mi tiempo libre. Pero usted me dijo recién que nosotros, los marcianos, somos especiales. Me interesa el concepto que le merecemos.

—Bueno... son especiales justamente por eso. Es decir... a ver si me explico. Ustedes son los amos del planeta. Y sin embargo son extremadamente amables y, perdón si lo ofendo, corteses hasta la exageración. Además, se preocupan demasiado por lo que nosotros lleguemos a pensar de ustedes.

—Nosotros no somos los amos de la Tierra. No queremos ser amos de nadie, salvo de nosotros mismos.

—Dominan la industria, el comercio, la medicina, todo, hasta la política.

—Sólo transferimos técnica y conocimientos.

—Pero mantienen las riendas.

—¿Mantenemos las riendas? Entiendo, ya entiendo lo que quiere decir. Lo hacemos hasta que aprendan a usarlas, sin lastimarse entre ustedes.

—¿Sin que nos matemos, quiere decir?

—¿Lo ofendí de nuevo? Usted preguntó y yo le respondí.

Me apuré a calmarlo antes de que empezara con sus disculpas. Abajo, la Tierra se veía, apenas distorsionada por el campo impulsor, como una gran curva de colores, abrigada por la algodonosa bufanda de las nubes. Y arriba, la estación Trafalgar era ya un definido cilindro que flotaba en el espacio, brillando contra la negrura tachonada de estrellas.

—Estamos acostumbrados a la dominación —le explico—, eso no es problema para nosotros. Nos extraña la dominación sin el uso de armas y violencia.

A la sola mención de las armas, el marciano se estremece.

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Ilustración: Valeria Uccelli

—Somos comerciantes, no guerreros. Vinimos, pedimos la autorización correspondiente para instalar fábricas que nos permitieran exportar manufacturas e importar lo que a ustedes les falta. La Tierra es una buena oportunidad para profesionales como yo y nuestras industrias absorben la mano de obra que sobra en el planeta. No veo que tal cosa se pueda definir como "dominación".

A este jueguito dialéctico sobre la presencia marciana en el planeta lo termino siempre en este punto, que es cuando comienzan a sentirse incómodos. Soy un convencido de que, si antes de venir estudiaron algo nuestra historia y nuestra idiosin-

crasia, puedo apostar tranquilo las pelotas a que habrán tomado sus buenos recaudos. Pero sé por experiencia que el tema no les gusta y no es caso de arriesgar la propina.

El tubo nos lleva directamente al interior de la estación. La escotilla de acceso se cierra a nuestras espaldas y transito lentamente el anillo de circunvalación, siguiendo las instrucciones del cliente. Pese a sus protestas, bajo para abrirle la puerta del taxi. Me alcanza su tarjeta indicando una propina, ni principesca, ni de mendigo. Reverencias mutuas, mutuos deseos de prosperidad, buena salud y más reverencias.

"Andá a cagar", digo por lo bajo, pero sin mala leche, al reanudar la marcha; la cortesía puede llegar a hartar.

Como no es de todos los días un viaje a las estaciones, paso por el shopping y compro una zoncera marciana, libre de impuestos, para mi mujer. Aunque un descenso ocupado es soñar un imposible, me llego hasta la parada. Hay un tacho en espera, mala suerte. Conozco la matrícula; es el de "Boogie", chofer conocido mío, un norteamericano que trabaja interestaciones y con el que suelo hablar en un pasable argenglish.

Como no podía ser de otra manera, lo encuentro sentado en un taburete, a la barra del bar. —¡"Boogie", puto yanqui! —lo saludo no bien entrar—. ¿How are you?

—Fuck you, "argie". Qué mierda haces por acá.

Boogie (por "Boogie, el aceitoso", una tira cómica muy conocida hace más de treinta años) es un gringo grandote, rubio y con permanente cara de amargado. Piloto de Intruder durante la guerra por Kosovo, es un misterio su conchabo como taxista; los marcianos prefieren a ex aviadores civiles, como yo. Somos más estables.

—Hago lo mismo que tú, yanqui: servir a los amos.

Por un instante asoma un brillo peligroso a sus ojos y la prudencia se apresura a recordarme que a los grandotes no hay que buscarles roña. Más si uno ya no es un pendejo y carga pancita.

—Es una broma, "Boogie".

Por un momento se queda absorto en la contemplación del resto de whisky en su vaso. Aprovecho para pedir una hamburguesa con cebolla y rodajas de pepinos.

—No es broma —dice al fin con voz ronca—. Servimos a los amos, "argie". Conducimos sus carruajes. Lo mismo estaban obligados a hacer los negros por nosotros, no hace tanto tiempo.

—A los negros no les pagaban el buen sueldo que ganamos con los marcianos —digo tratando de hacerle ver el lado bueno de la situación.

—Sandías.

—¿Qué?

—A los negros les dábamos sandías. Todas las sandías que pudieran comer. A los negros les gustaba la sandía, ¿entiendes, "argie"? Estaban contentos de poder comer tanta sandía.

Cuando "Boogie" pesca el wisky lúgubre es capaz de amargarle la sonrisa a un payaso, así que me como la hamburguesa, pago y me despido de él con una palmada en la espalda. No me da cinco de bola.

Ya que estamos, paseo un rato por el amplio mirador de la estación. El espectáculo del espacio, el ardiente brillo de las estrellas distantes y abajo la suave curva de la Tierra, es un espectáculo que estremece. Pero "Boogie" me ha arruinado el buen ánimo con que empecé el día y entonces me viene a la memoria el incidente del año pasado, cuando levanté al revolucionario aquel, en la parada de la 9 de Julio.

Era un borrego con pinta de intelectual, flaquito y de anteojos. Me solicitó un viaje hasta Rosario y como de costumbre (salvo que se trate de un marciano), le pedí la tarjeta para chequear si tenía con qué abonar el viaje. Norma de la empresa, aclaro siempre para no ofender.

No bien despegar, comenzó a hablarme de que debíamos luchar para liberarnos de la dependencia marciana. Yo traté de hacerle ver que toda mi vida había sido dependiente, salvo el tiempo después del cierre de la compañía de taxis aéreos para la cual trabajaba. Con la plata de la indemnización compré un taxi y me dediqué a cagarme de hambre en la buena compañía del resto de los tacheros porteños. Cuando llegaron los marcianos y entre otras cosas abrieron la agencia, pidieron pilotos civiles para entrenarlos y yo me presenté. Jamás me arrepentí. Hasta puedo mandar los chicos a la facultad.

¿Que hay que servir a los amos? Los amos marchan por una vereda alejada a la que vos caminás. Son otra raza y es indistinto si se trata de nativos o marcianos. Sos negro y si te ofrecen sandía y te gusta, pues comé sandía.

El muchacho se puso como loco y habló de patria, de raza y de dignidad. ¡A un viejo gato de bigotes chamuscados le venís con eso! Sacó un revolver. Un patético calibre 22; se autoproclamó integrante de no sé qué ejercito de liberación terrestre y me dijo que confiscaba el taxi para la causa.

Sin calentarme, me limité a apretar una tecla en el ordenador y lo encerré en una burbuja protectora. Después le pedí amablemente que no disparara; el material es a prueba de balas y lo único que conseguiría sería amasijarse con el rebote. Lo dejé en el lugar donde lo levanté. El pibe me puteaba, lloraba y golpeaba las paredes de la burbuja, todo al mismo tiempo. Me dio un poco de lástima y hubiera querido dejarlo libre, pero como en el curso no me explicaron cómo se disuelve la burbuja, di parte para que la policía marciana lo encontrara antes de que se le acabara el aire. Recuerdo que en ese momento pensé en lo lindo que hubiera sido tener esa protección en mi viejo tacho a ruedas; no me hubieran asaltado las siete veces que lo hicieron.

Abandoné el mirador de la estación Trafalgar y abordé mi taxi. Al tiempo que esperaba autorización para el descenso, encendí un pucho y, mientras, recreé la alternativa que el pobre pendejo me había ofrecido aquella vez como novedad.

Liberación o dependencia es una dicotomía inseparable en nuestra raza, tan vieja como ella y tan eterna como que concluiría con el último ser humano, ya que sólo así estaría imposibilitado de imponérsela a otro.

Mientras iniciaba el descenso, reflexioné que los marcianos no tenían la más puta idea de lo que aquí les esperaba, más tarde o más temprano.

O capaz que sí.

Observé a través del cristal del parabrisas las brillantes luces de las estaciones cercanas que constituían parte del cinturón orbital e imaginé el momento en que tuvieran que comenzar a soltar bombas.


Conocí a Altamirano en el bar de San José y Rivadavia. Fue un gusto ir descubriendo, en los sucesivos encuentros en este lugar, su dimensión humana y de escritor. En cada encuentro vuelve a sorprenderme. José dice divertirse mientras escribe. Este es un claro ejemplo de un humor sutil que comparte con nosotros.